jueves, 24 de junio de 2010

LA RESISTENCIA DE ERNESTO SABATO



El hombre, el alma del hombre, está suspendida entre el anhelo del Bien, esa nostalgia eterna de amor que llevamos, y la inclinación al Mal, que nos seduce y nos posee, muchas veces sin que ni siquiera nosotros hayamos comprendido el sufrimiento que nuestros actos pudieron haber provocado en los demás.

He olvidado grandes trechos de la vida y, en cambio, palpitan todavía en mi mano los encuentros, los momentos de peligro y el nombre de quienes me han rescatado de las depresiones y amarguras. También el de ustedes que creen en mí, que han leído mis libros y que me ayudarán a morir.

La Resistencia


Este lunes pasado cayó en mis manos parte de esa odiosa publicación llamada El Nacional. No recuerdo la sección, pero sí el contenido. Me lo hacía llegar una querida amiga porque se publicaba allí una nota bastante oportuna acerca de los 99 años que cumple hoy Ernesto Sabato. Oportuna digo porque nos informa y alerta sobre una fecha que no debe pasar desapercibida para los interesados en las letras, ya que los homenajes en vida son menos mezquinos que los póstumos, y Sabato innegablemente lo merece.


La nota me hizo recordar varias cosas. Primero, un viejo adagio que ya no recuerdo donde escuché: “Es de sabios callar”. No quiero transcribir ni siquiera de forma general lo que cuenta este personaje en el artículo. Sólo quería apuntar que a partir de su anécdota, junto a una jovencísima admiradora del escritor, pude corroborar cuán cerca estamos los jóvenes de decir estupideces y cometer toda clase de impertinencias. Observaciones triviales, bromas vacías y me imagino que sonrisas interminables, que no pudieron menos que incomodar al por suerte distraído Sabato, se desprenden del testimonio acerca de cómo el articulista pasó una mañana con el escritor.


Pasa con demasiada frecuencia que un entusiasta joven que aspira a ser escritor, se acerque a una figura eminente de las letras en un acto público o en la intimidad de su hogar para hostigarle con sus inquietudes o descubrimientos intrascendentes. Sé que no es con mala intención, pero no puedo dejar de imaginarme lo molesto y terriblemente tedioso que esto debe ser para los escritores. Más aún cuando el jovenzuelo tiene la audacia de darle sus textos para que se los lea y le dé su opinión.


Me vino a la mente una entrevista a Marguerite Yourcenar publicada por Quimera, en la que el entrevistador tiene el noble descaro de trasmitirnos con toda nitidez el desagrado que le producen a la cansada mujer sus preguntas innecesarias, sus comentarios prescindibles.

Confieso que sentí un renovado aprecio por mi decisión de no importunar a los grandes o medianos escritores con mi incómoda presencia, pidiendo un autógrafo, o haciendo preguntas que sólo el tiempo y la experiencia personal pueden responder, o agregándoles un comentario que ni-les-va-ni-les-viene, o simplemente ocupando su tiempo que a veces ellos quisieran usar escapando furtivamente de las firmas de libros a las que les obligan a ir.


Al respecto de este aspecto en particular, y volviendo al adagio con el que di inicio a esta idea, pienso que los jóvenes debemos “aprender a callar y oír con atención”. Siempre he lamentado no haber aprendido a reconciliar esta reflexión con mis propias acciones.


Luego me hizo recordar una ponencia que pude presenciar de un fugaz y joven investigador en el Encuentro de Investigadores reseñado hace poco por nuestra compañera Bettina Pacheco. Se trata de un trabajo sobre el divismo que se erige en torno a los escritores y el espectáculo de moda que atrae a los asistentes a los eventos en los que saben que estará un renombrado escritor.


Salvo por una desafortunada analogía entre los libros y el dinero, que se extendió más allá de lo patético, el tema central de aquella ponencia es sumamente válido y me obligó a confrontarme conmigo acerca de cómo asumo mi relación con la imagen pública de los escritores que respeto o admiro. Es completamente cierto esto de que muchos van a los encuentros, congresos, recitales, bautizos de libros para codearse con la inteligentzia y ver de cerca su brillo. (Por eso ya no asisto a recitales). Es igualmente cierto que el autor encarna, en muchos sentidos, el valor simbólico de la obra. Y es cierto, por último, que no podemos evitar sentirnos atraídos ante la posibilidad de ver “en vivo” a la gran personalidad, insuflada por la seducción de su propia grandeza.


Quizá esa sea la cuota de frivolidad que debemos pagar por vivir en esta era. En materia de suntuosidad y hedonismo, nadie vive impunemente en la postmodernidad.


En fin, de estas reflexiones memorísticas surgió a la sazón la inquietud de saber cuál sería la mejor forma de asumir mi compromiso ante el hecho de tener que reseñar el cumpleaños de Sabato, sin caer en el falso panegírico de un hombre que no conozco personalmente. La respuesta es tan obvia que me avergüenza: Hablando sobre sus libros, el medio legítimo a través del cual un lector debe acercarse a un escritor.


Cuando me planteé seriamente escribir estas líneas, quise volver a los libros de Sabato que ya había leído. Su trilogía ha tenido para mí varias connotaciones y la he estimado de diversas maneras en estos años que tengo como lector. Al principio, leía con placer y una morbosa complicidad las terribles cavilaciones de Juan Pablo Castel. Creo que en algún tiempo era capaz de repetir de memoria largos pasajes de la novela y sentirme satisfecho de saber que si yo no había escrito aquello, por lo menos se parecía mucho a un recuerdo futuro que alguna vez sería mío.


Luego de varias lecturas, y llegado a un momento en que creía superada mi adolescencia, la novela me parecía una ficción más bien intrascendente que sólo podía seducir por la rebeldía de Castel y su delirante deseo por María. Me pareció también que era un libro menor aceptado como obra maestra por aquellas personas en quienes yo veía el arquetipo de lo despreciable: los surrealistas, de palabra o convicción. Ahora he vuelto con respeto a esta novela intensa en la que ya me es posible ver, sin las mezquindades del egoísmo visceral, la cruda metáfora de la incomunicación, el intrincado laberinto de las pasiones humanas y la pavorosa soledad que se construye con determinada obstinación, de la que yo mismo he sido albañil.


Los primeros párrafos de Sobre héroes y tumbas me parecieron sencillamente inmejorables y en algún enfermizo sentido demencial creo que llegué a enamorarme de Alejandra. El “Informe sobre ciegos” se me figuró muy tenebroso y tuve que leerlo con sumo cuidado para no detenerme demasiado en las horrorosas imágenes que despertaban en mis sueños más distraídos. Debo confesar que la primera vez, me lo salté porque me aburrió un poco su recurso gótico del pasadizo.


Hoy no recuerdo gran cosa de lo novela, sólo vagos pasajes de una trama que se dispersa para luego reencontrarse en un presente ajeno para mí. Pero el inicio, sobre todo si es leído por el propio Sabato, es casi una oración litúrgica a la que vuelvo con satisfacción cada tanto. Es sin duda uno de los inicios mejor logrados en lengua castellana.


Abaddón, el exterminador tuvo un carácter fetichista, casi religioso. Compré el libro por un suma sesentosa al rescatarlo de una pila de ejemplares olvidados en una tienda que suele tener precios privativos, así que atesoré aquel encuentro casi como aquella niña de “Felicidad clandestina” (Clarice Lispector). De ese mismo evento afortunado deduje lo que ha sido mi máxima sobre el fatum: No hay destino más cierto que un libro en una venta de libros usados.


Cuando por fin lo leí, me maravilló la relación fascinante con las otras novelas y las informaciones casuales que iban generando una nueva perspectiva en la lectura, algo así “como si el lector pudiera ir construyendo su propia novela”. Hoy ha perdido su valor para mí ese artificio. La novela experimental no me atrae ni un poquito y si me hubieran regresado el ejemplar de Abaddón… que presté a un amigo, lo habría puesto junto a Rayuela, Abrapalabra, Entre Marx y una mujer desnuda y Paralelo 42, de donde quizá no lo volveré a tomar hasta pasados muchísimos años…


No leí por una negación absurda Hombres y engranajes. Me conmovió Apologías y rechazos. Leí mal El escritor y sus fantasmas. Me acerqué con reservas a La resistencia, y también a Antes del fin y me parece que jamás he visto un ejemplar de Uno y el universo.


En estos días (lo que va de esta semana) pude leer de nuevo La resistencia y Antes del fin. Debo decir que en gran medida me he reconciliado con las confesiones de este hombre estoico que lleva más de una década preparándose para morir.


Nunca rompí con Sabato ideológicamente, a pesar de que transité ese oscuro pasillo de la intransigencia política, fugaz y azarosamente. Ahora cuando seguro de mi postura marxista visito su estúpido anarcocristianismo me reconforta leer sin recelos su justa preocupación por el mundo y la decadencia de los valores; esta era espantosa que anuncia el fin de un orden y el origen de otro, quien sabe si mejor o peor. Las palabras de estos dos libros no sólo nos revelan un mundo descarnado, hostil y en ruinas, sino que rescata la más valiosa de nuestras necesidades: la esperanza.


Dice el preliminar de Antes del fin que ese libro lo ha escrito a petición de muchos amigos que le recuerdan su deber con las nuevas generaciones. Yo pienso que han hecho bien en recordarle esta obligación. Es un gran libro para forjar una mirada sincera sobre el ser y su circunstancia. Aunque, como sugerí, no estoy de acuerdo con su postura frente al espíritu y el Absoluto, no puede dejar de maravillarme el examen que Sabato nos regala de sí mismo. No oculta nada, no miente sobre sus temores, errores, debilidades, fracasos o angustias.


Presentarse despojado de toda excusa y justificación ante una juventud que vive la aciaga era de la aniquilación global es un acto de heroísmo filosófico. Creo que sólo las memorias de León Trotsky han despertado en mí tanta simpatía y admiración por una persona que se sienta a contar para la historia el lado modesto e íntimo de su monumental vida. Cuando alguien se desnuda de la manera en la que lo hace Sabato ante “los jóvenes que tanto esperan de él”, el reproche es lo último que viene a la mente.


La resistencia, que se publicó en el 2000, es por su contenido y por lo urgente de su tono una continuación necesaria a esas memorias accidentadas que fue Antes del fin. En general, de no ser por su continúa alusión a Dios, estaría de acuerdo en todo. En parte porque su llamado nuevamente a la esperanza debe ser mantra que nos conmine a la acción, en parte porque reafirma su compromiso con el hombre y su salvación.


No sé si sea pecado de lesa literatura decir que en estos tiempos de la despasión, como dice Juan Gelman, el compromiso de un escritor con la lucha por un mundo mejor es más que nunca algo excepcional e imprescindible, pero siento que entre tanta metafísica espiritualista y búsqueda del Absoluto, el Sabato que nos revelan estos dos libros es precisamente un escritor consciente de su papel ante el hombre y la historia. Quizá, no estemos de acuerdo con el método y la orientación, pero no puedo dejar de hallar en su ferviente llamado a la humanización de las personas un enérgico espíritu combativo que clama por este nuevo mundo.


Por ello estoy convencido de que el mejor homenaje que puede rendírsele a Ernesto Sabato en sus 99 años es la lectura concienzuda de esas memorias ideológicas que son sus libros, en las que queda grabada la huella de su vida. No creo que sea necesaria una biografía de terceros para comprender su grandeza. Su continua denuncia de la sociedad tecnólatra (sic) en que vivimos es testimonio claro sobre sus deseos y su legado, en estos años que ya ha dedicado a la contemplación de su propia muerte.


El alma ingenua que dio pie a estas líneas con su artículo en El Nacional se quejaba quedamente porque el Nobel le había sido esquivo a Sabato a pesar de las consecutivas postulaciones que hacen las universidades del mundo. Yo pienso que a un espíritu modesto como el de Sabato seguramente le llenaría de mucha satisfacción recibir este premio, pero también pienso que a estas alturas, cuando de seguro su verdadera pasión ha de ser visitar la memoria de sus años felices, disfrutaría más que se lo leyera sinceramente y se tomara conciencia, para superar por fin esta deshumanización que nos agobia. A sus 99 años, creo que esa es la verdadera y definitiva resistencia de Ernesto Sabato.


Aquí dejo, pues, mi pasaje favorito de Sobre héroes y tumbas como una invitación para que leamos una vez más la gran obra de este genio de nuestro continente.

I

“Un sábado de mayo de 1953, dos años antes de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y encorvado caminaba por uno de los senderos del parque Lezama.

Se sentó en un banco, cerca de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado a sus pensamientos. “Como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente tranquilo pero agitado por corrientes profundas”, pensó Bruno, cuando, después de la muerte de Alejandra, Martín le contó, confusa y fragmentariamente, algunos de los episodios vinculados a aquella relación. Y no sólo lo pensaba sino que lo comprendía ¡y de qué manera!, ya que aquel Martín de diecisiete años le recordaba a su propio antepasado, al remoto Bruno que a veces vislumbraba a través de un territorio neblinoso de treinta años; territorio enriquecido y devastado por el amor, la desilusión y la muerte. Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz crepuscular demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los pensativos leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A esa hora en que comienzan a oírse los pequeños murmullos, en que los grandes ruidos se van retirando, como se apagan las conversaciones demasiado fuertes en la habitación de un moribundo; y entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que se aleja, el gorjeo de los pájaros que no terminan de acomodarse en sus nidos, el lejano grito de un niño, comienzan a notarse con extraña gravedad. Un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo es diferente: los árboles, los bancos, los jubilados que encienden alguna fogata con hojas secas, la sirena de un barco en la Dársena Sur, el distante eco de la ciudad. Esa hora en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática. Y también más temible, para los seres solitarios que a esa hora permanecen callados y pensativos en los bancos de las plazas y parques de Buenos Aires”.

[http://www.youtube.com/watch?v=tr6AHOiAMrM]

miércoles, 23 de junio de 2010

JOSÉ RAMÓN MEDINA EN LA MEMORIA


Siempre me ha llamado la atención esa costumbre de la hermana muerte de llevarse a la gente por lotes, tal como acaba de ocurrir con tres escritores de valía: José Saramago, el mexicano Carlos Monsiváis y nuestro José Ramón Medina (Macaira, 1921-Caracas, 2010). En el diario El Nacional del pasado domingo, Rafael Arráiz Lucca hace memoria del maestro Medina como sentido tributo a su trayectoria de gran venezolano destacado en diversos ámbitos de la vida pública de la Nación: profesor universitario, individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua, director de El Nacional, Fiscal General de la República, uno de los fundadores de la Biblioteca Ayacucho y pare usted de contar. Junto a tan notable hoja de vida, Arráiz Lucca no se olvida de subrayar la calidad humana del viejo profesor, su carácter “recio y dulce”, de hombre bueno, poeta también como el buen Antonio Machado; así como su generoso apoyo a los jóvenes que se iniciaban en el camino de la creación e iban a pedirle consejo.

La importancia de la obra de José Ramón Medina para mí como profesora de literatura fue la referencia que significaron para nuestra tarea docente sus libros Cincuenta años de literatura venezolana, 1918-1968 y su ampliación Ochenta años de literatura venezolana, 1900-1980 (1980). Tales obras han sido por años, junto con el libro de Juan Liscano Panorama de la literatura venezolana actual (1973), de consulta obligada para situar a los escritores venezolanos que publicaron o escribieron en los períodos señalados. Hasta ahora no se ha escrito un libro con tal amplitud historiográfica sobre literatura venezolana, al menos yo no lo conozco. Es que hoy somos unos críticos que abordamos temas muy puntuales, me comentaba un día un colega. Es cierto que se está haciendo bastante crítica académica, los varios eventos que se suceden en las diversas universidades del país y su correspondientes publicaciones así lo confirman, pero libros de esa amplitud, no. Quizá Orlando Araujo y su Narrativa venezolana contemporánea (1972), sea el único que puede contarse junto a Liscano y Medina en cuanto al trabajo historiográfico y crítico. También hay un intento en Para fijar un rostro (1984), de José Napoleón Oropeza, aunque menos sistemático y algo caprichoso en sus juicios. Más recientemente, Rafael Arraíz Lucca, en su Literatura venezolana del siglo XX , sólo reúne trabajos aislados, en una entrega que pensé que continuaba, ampliaba y actualizaba los libros de Liscano y Medina. Sin embargo, no fue así, lástima.

Vaya nuestro homenaje y gratitud al maestro Medina, esperando que surja pronto quien continúe su ardua tarea.


lunes, 21 de junio de 2010

LECTURAS QUE CAMBIARON VIDAS

(De izquierda a derecha: Álvaro Contreras, Carmen Díaz Orozco, Oscar Marcano y Bettina Pacheco)

Acaba de culminar el encuentro de investigadores que este año y con este nombre organizó el Instituto de Investigaciones Literarias “Gonzalo Picón Febres”, de la ULA, Mérida. Fue uno más de lo que anualmente convoca el mencionado Instituto al que he tenido el privilegio de asistir, como en otras ocasiones. Digo privilegio porque se trata de un evento íntimo, si es válido el término para un caso como éste, que reúne durante tres días a un selecto grupo de especialistas que con altura y rigor académico, pero a la vez con gran familiaridad, intercambian experiencias, conocimientos, lecturas, métodos de trabajo. Todo ello dentro de una suerte de “cosa nostra” que nos hace sentir a los participantes comprometidos con el Instituto, con los colegas que lo integran, con los ponentes que generosamente acuden, con los atentos asistentes y, cómo no, con el inconmensurable mundo de las letras.

El tema de esta ocasión giró en torno a los libros, autores o lecturas que de una u otra manera nos han marcado como personas, como docentes, como críticos o simplemente como lectores. La apertura del evento no pudo tener mejor elección para la conferencia inaugural: Oscar Marcano. Fue grato conocer a tan importante escritor a quien no habíamos visto en persona: fina estampa, cabellos de plata, todo un caballero andante. También el habló de sus autores y lecturas preferidas, por supuesto: Poe, la condesa de Segur, Hawthorne, Pavese, Rimbaud, Ramos Sucre y, sobre todo, el gran Henry Miller, todo un culto a lo que llamó el arquetipo occidental.

Dos ideas suyas, entre muchas otras, tuvieron especial resonancia, expresa o tácitamente, según mi parecer. Una de ellas fue su afirmación de que no puede hablarse, al referirnos a la literatura venezolana, de literatura urbana, como una consecuente oposición a la literatura rural, ya que toda nuestra literatura es urbana. ¿Dónde está nuestra literatura rural?, se pregunta. Tal afirmación obtuvo su refutación con la ponencia, más bien conferencia por lo extensa y nutrida, de Lilibeth Zambrano al cierre del evento. Su extenso y acucioso trabajo sobre la literatura paraguaya en castellano y guaraní demuestra que en ese país sí que hay una apreciable literatura donde lo rural tiene un considerable peso.

La otra idea puede decirse que surgió entre telones. Cuando uno de los participantes le comentó que no le gustaba Henry Miller, Marcano ripostó: “es que tú eres apolíneo”. Y sí, creo que así es, al menos esa valoración fue una revelación para mí: hay lectores apolíneos y dionisíacos. Prueba de ello es que algunos asistentes que no hablaron en público hicieron comentarios sobre que esas lecturas y autores, como el propio Miller o el cubano Pedro Juan Gutiérrez y su Trilogía sucia de la Habana, donde lo grotesco, lo excrementicio, cobra cuerpo en gran parte del texto, les resultaba de difícil lectura. Apreciación reafirmada luego de la intervención de Bernardo Navarro, quien resaltó esa estética de lo edificante que subyace en los ensayos del sabio Montaigne. Así que entre lectores apolíneos y dionisíacos nos dividíamos allí sin haber caído en cuenta de ello.

Otro aspecto que surgió en el evento, como bien lo precisó Eleonora Cróquer como una de las conclusiones que se desprendían de las ponencias, fue el admitir la importancia que lo biográfico tiene a la hora de realizar el trabajo crítico. Muchas de las intervenciones demostraron cómo la circunstancia vital del autor presta claves importantes a la hora de interpretar la obra narrativa o poética de determinado/a autor/a; algo que constaté durante mi trabajo sobre Virginia Woolf. Tal reconocimiento deja de lado el prurito que contra lo biográfico propugnaba cierta crítica formalista.

A lo anterior agregaría algo más, un señalamiento de Walter Mignolo quien al hablar de la autobiografía y de la confusión de este género con la novela, vaticinó el “estallido” de la autobiografía, es decir, su desaparición por su tendencia a invadirlo todo, incluso el campo de la crítica. Las advertencias de Clea Rojas, al comienzo de su exposición, sobre lo autobiográfica que es la escribir; la lectura de la Trilogía sucia de la Habana y su posterior comentario, al mismo tiempo que visitaba esa ciudad, según nos contó Carmen Díaz, fueron por demás elocuentes. Lo mismo podría decir de Raquel Rivas, quien dijo algo con lo que me identifiqué plenamente: “ya no quiero hacer más trabajos académicos”. Ella se refería seguramente a su trabajo como traductora, pero yo lo entendí como esa tendencia al ensayo literario, hacia el libre discurrir sobre lo leído que quizás a otros al igual que a mí nos seducen hoy día.

La verdad es que es muchísimo lo que habría que comentar después de tres días de grata lectura y nutritivas discusiones. Las intervenciones de Álvaro Contreras, Arnaldo Valero, Maén Puerta, Belford Moré, Cecilia Cuesta, Vicente Lecuna, Maylen Sosa, Diego Torres, Gina Saraceni, los muy jóvenes Santiago Acosta y Gabriel Payares, y tantos otros, bien valen comentarios que este espacio y mi menguada memoria no alcanzan a reseñar. Sólo resta esperar las memorias de tan importante evento para calibrar, como bien se lo merecen, los aportes que cada especialista tuvo a bien de ofrecer tan generosamente.


(De izquierda a derecha: Diego Rojas, Bettina Pacheco, Maylén Sosa y Bernardo Navarro)