sábado, 24 de abril de 2010

EL TIEMPO PERDIDO DE DAN BROWN (Y PARTE III)


Lo feo

Ya les anticipé que los recursos literarios rebuscados y los personajes insustanciales no eran las fallas más lamentables de El símbolo perdido. También les adelanté que explicaría el papel de Inoue Sato, la directora de la Oficina de Seguridad de la CIA, dentro de la novela. Bien, aquí van ambas aclaraciones.


En las entregas previas de la saga Langdon, los riesgos a los cuales se enfrentaba nuestro noble defensor del bien suponían un peligro verdadero. Por lo menos en el caso de Ángeles y demonios, en el cual los conspiradores amenazaban con hacer volar Ciudad del Vaticano. En el segundo, El código Da Vinci, las implicaciones del peligro tienen varios matices, y aunque no quiero discutirlos aquí, se prestan a una discusión mucho más amplia, partiendo de cuánto puede influir en la historia la comprobación científica de la mortalidad de Jesús de Nazareth, sin olvidar, claro, que los personajes centrales afrontan la posibilidad de su muerte a manos de los fanáticos que los persiguen, un peligro nada deleznable, pero tampoco catastrófico en cuanto a la humanidad se refiere.


En El Símbolo perdido el peligro que amenaza con terminar “la historia como la conocemos” es un vídeo que Mal’ahk ha filmado haciéndose pasar por el doctor Abbadon, en el cual se recogen los rituales secretos de lo logia de los masones. Durante todo… el libro (casi digo película) Inoue Sato ha derramado su insoportable presencia y una autoridad enfermiza sobre los acontecimientos, guardando celosamente su misión de esa noche. En un momento determinado, por condicionamiento hollywoodense, uno llega a pensar que se trata de una nueva conspiración para matar al presidente de los EE. UU. o una bomba atómica que puesta estratégicamente en algún lugar acabara con buena parte de los (mal llamados) líderes mundiales. Y uno lo piensa porque a cada nada Sato se encarga de recordarnos que esa noche “hay más en juego que la vida de Peter Solomon. Un peligro de dimensiones colosales que puede terminar con el orden mundial”.


Cuando cada uno de los personajes observa el bendito vídeo y queda petrificado, lo que uno imagina es que el sacro presidente de los EE. UU. está en manos de Mal’ahk o que la Unión Soviética ha permanecido oculta entrenando a este enviado de Satanás para destruir la democracia que prodiga la libertad al mundo occidental. Pues, nada de eso: El peligro que supera la importancia de la vida de los personajes y pone en riesgo el mundo como lo conocemos es que Mal’ahk enviará el vídeo por email a las cadenas de televisión para que la opinión pública vea con sus propios ojos los rituales de varios congresistas y “jeques” de la casta económica norteamericana, lo cual sin duda destruirá las bases de la democracia y la libertad.


No sé ustedes, pero yo creo que la historia de las sociedades humanas ha demostrado que tenemos un “estómago a prueba de todo”. Particularmente los EE. UU. ha dado pruebas de ello. Basta leer un poco para recordar la cacería de brujas en la industria cinematográfica, en la que funcionarios del Congreso manipularon información para eliminar actores, guionistas y productores que le hacían competencia so pretexto de “actividades anti-norteamericanas”; la corrupción vox populi de los años de la prohibición del alcohol en un Chicago gobernado por las mafias; el escándalo de Richard Nixon en el caso Water Gate; la manipulación de los contratos petroleros en Texas; la complicidad del ejército norteamericano en el tráfico de heroína de Asia a Nueva York y la reciente invención de pruebas para la invasión a Afganistán y luego a Irak, en las que se reconoció ante la opinión pública que jamás hubo armas de destrucción masiva… y estos sólo los hechos en los que se admitió culpa, no se incluyen en los que todavía hay sospechas.


En todos estos casos han estado involucrados desde senadores, generales, jueces, representantes de la cámara y el propio presidente. No se trató de actos simbólicos que pudieran interpretarse de una manera equívoca, sino de verdaderos actos de corrupción, crímenes y ataque directo a la institucionalidad democrática. ¿Qué influencia catastrófica en la opinión pública puede tener la publicación de los rituales de una sociedad secreta? Por bien que seamos una civilización de obtusos, conversadores y reaccionarios, nuestro descreimiento de este tipo de descubrimientos anula cualquier posible pandemónium. No digo que la noticia de algo así no llene periódicos y horas televisión por varias semanas, pero también la muerte de Michael Jackson y Celia Cruz lo hicieron. Hoy mismo mientras termino estas líneas la Iglesia Católica hace frente a miles de denuncias de pederastia y violación de sus prelados con toda la publicidad del mundo, pero sin siquiera sonrojarse.


Soy de los principales defensores de que no debe estudiarse la ficción bajo la lupa de la realidad, pero pensar que este recurso tiene algún valor narrativo es sencillamente infantil e inadmisible. Sólo por él estaría dispuesto a no recomendar la novela ni como prueba de refutación.


El último punto que quiero exponer sobre este libro es quizá el más decepcionante de todos para un lector más o menos respetuoso de la literatura.


El meollo de la novela es que Mal’ahk quiere hacerse con un secreto milenario que le permitiría igualarse a Dios en poder y sabiduría. El objetivo de Peter Solomon y sus hermanos masones es evitar que alguien con intenciones tan malignas consiga el dichoso secreto. Mal’ahk como ya anticipé está completamente tatuado, menos la coronilla de la cabeza. ¿Por qué? Por una cuestión simbólica de transformación y control sobre lo corporal. Al final en ese lugar específico que no ha tatuado se supone que habrá de ir un símbolo en particular que recoge todo el poder del secreto.


Antes de seguir quiero dejar claro que con todo su escepticismo Robert Langdon y Katherine Solomon son los únicos personajes que encarnan un eje dramático verosímil, sano y viable: Ellos sólo quieren salvar a Peter. No importa que en el proceso tengan que entregar el estúpido secreto al maniático de Mal’ahk.


Continuemos. En un momento de la narración, Robert queriendo hallar el susodicho secreto llega a la conclusión de que se trata de Dios mismo y por ende de su Palabra, la Biblia. No obstante, todos los masones que se encuentran de ahí en adelante niegan esta conclusión porque según reza la profecía “el secreto está enterrado en un lugar profundo, y el mapa que conduce a él señala un lugar real”. De una primera impresión negativa uno pasa a un estado expectante, porque después de todo es posible que Dan Brown haya aprendido algo de don Julio Verne y no se detenga en mezquindades pragmáticas.


Una y otra vez se niega la conclusión de Robert Langdon y se fortalece la idea de que deben llegar a ese edificio que tiene una escalera que lleva al secreto enterrado. En un momento, Mal’ahk captura a Katherine y Robert y ocurre el nefasto episodio de los tanques que conté antes. Como en toda película, perdón, libro… norteamericano que se precie de serlo ante una muerte inminente a manos de un asesino inmisericorde la salida más audaz para el héroe es revelarle la información que lo ayude a conquistar el mundo. Robert no es la excepción y la trama se traslada al supuesto edificio que contiene el secreto.


Aquí todo se convierte en una confluencia de tonterías: Mal’ahk le pide a Peter Solomon que le revele el verbum significatium para completar su transformación tatuándoselo en el cima de su cráneo. ¿Qué hará después? Es decir, ¿cómo accederá a la condición de Dios? ¿No saben? Sacrificando su cuerpo humano y mortal, suicidándose por mano de su padre (Recuerdan que Mal’ahk es el hijo de Peter, ¿no?). Estoy seguro de que si todos hubiéramos sabido que ésa era su intención, le dábamos el secreto desde el principio.


Por supuesto, Peter no es capaz de matar a su hijo, quien ha organizado todo un ritual que incluye nada más y nada menos que el cuchillo de Akedá, el mismo forjado por Abraham para dar muerte a Isaac. Entonces, muy inteligentemente rompe el cuchillo contra el borde del altar en que se encuentra Mal’ahk esperando el golpe definitivo. En ese momento el helicóptero en que viaja Sato llega de improviso, luego de haber acabado con el wireless que usa Mal’ahk para enviar el vídeo a los canales y acercándose demasiado al vidrio que está sobre el altar lo rompe por la presión del viento y mata a Mal’ahk quien sin saberlo se ha tatuado un símbolo que no era el verdadero en su cuerpo mortal e imperfecto. ¿Enrevesado, caótico y hasta truculento lo que resumo aquí? Pues, así sucede.


Como es de esperarse Robert y Katherine que han sido víctimas de secuestro, intento de asesinato, agresión, persecución, angustia emocional y chantaje están como si nada, y como premio son llevados a la escena del desenlace de la trama. Todo se arregla en una abrir y cerrar de ojos, se abrazan, salvo por la mano amputada Peter Solomon sonríe como un día cualquiera e Inoue Sato muestra su cara más amable.


El cuadro es feliz, pero ¿y el secreto? Obviamente, si algo siempre obtiene Robert en todas estas aventuras diabólicas es primera fila en los secretos vedados a la humanidad. Peter Solomon conduce a Robert vendado al verdadero edificio que se ajusta a la descripción de la profecía y le enseña la escalera que lleva al símbolo oculto. El edificio: el monumento a George Washington, el masón más querido de los EE. UU. El secreto: ¡una Biblia! oculta en la piedra angular del monumento. ¿No es un recurso que lo deja a uno boquiabierto? Depende de ustedes si por asombro o por decepción. Yo me quedo con lo segundo.


De esta revelación he sacado varias conclusiones. Unas las deseché por tediosas, otras por superficiales. Me he quedado con dos. La primera de ellas: que como al final de cada novela Dan Brown siempre acentúa su firme convicción de que la idea de Dios está por encima de nuestro imperfecto entendimiento y que por ello, a pesar de tanto crimen y tanto maniático, vale la pena seguir creyendo que somos parte de un equilibrio superior e infinito, formado por la sabiduría, el amor y la perfección.


La segunda, que parte de la misma idea, es que al fin y al cabo la polémica de Brown tiene su límite y que en su bursátil corazón de escritor vendido (quiero decir que vende mucho) sabe que es mejor apostar a la esperanza, porque los nihilistas tienen poco mercado.


En todas estas páginas se me ha “traspapelado”, por un azar afortunado, lo concerniente a la ciencia noética y su profunda vinculación con la idea de Dios. No ahondaré en ello porque la noética me es tan odiosa como los masones mismos. Ssin embargo, tampoco daré muchos rodeos para decir que esta misma ratificación de Dan Brown de la idea de Dios no es inocente ni gratuita. Al relacionar las investigaciones de Katherine Solomon con el descubrimiento del peso del alma o la comprobación de la influencia de los pensamientos y por añadidura de las oraciones y la fe en Dios, así como Vittoria Vetra (Ángeles y demonios) con su partícula de antimateria, Brown nos regala un episodio más de una escuela que ha ganado sus adeptos lentamente, con pasos cautelosos pero certeros: la explicación científica de Dios.


Desde que se masificó (no diré globalizó) la señal de Discovery Network y otras cadenas de la misma naturaleza no hay nada que seduzca más a las personas que una explicación científica. Basta que lo “digan” los científicos para que cualquier duda quede aclarada y cualquier mentira desmentida. No importa que esta postura neopositivista respalde ideas como las del Bing Bang, la antimateria o que los hombres que llevan barba son menos potentes sexualmente hablando. En ese saco maravilloso caben todas las explicaciones, desde las más convincentes hasta las más descabelladas.


De tal suerte que para mí (y temo ahora que todo este artículo podía resumirse a estos tres últimos párrafos) el gran quid de El símbolo perdido más que una campaña publicitaria de los masones, es una ratificación de la ola neopositivista norteamericana que nos intenta convencer a toda costa de que Dios existe porque la ciencia lo dice.


Hay quienes se regocijan en este descubrimiento azas inoportuno. La verdadera esencia de las religiones es precisamente que toda comprobación las anula. “El principio de la sabiduría es el temor a Dios” no su ratificación científica. Como relato bíblico, teológico, teogónico, Dios y sus actos sólo tienen una forma de aceptarlo: a través de la fe. Los hermeneutas, los mitólogos, los filólogos, se encargan de su interpretación simbólica y semiótica dentro de los cánones filosóficos, pero eso no quiere decir que ese conocimiento ratifique o niegue su existencia. La dimensión de Dios es absoluta: Es el Creador del Cielo y de la Tierra, Alfa y Omega, o es un mito. No puede ser las dos cosas.


Reconciliación

En la última entrega prometí que ésta sería más breve y optimista. Como veo que no he logrado lo primero, procuraré cumplir con lo segundo.


Después de todo, coincido con Peter Solomon en que los seres humanos tenemos muchas cosas frente a nuestros ojos para ser mejores y por egoísmo o simple ceguera nos negamos a verlo. Claro, yo no pienso que sea la Biblia, libro fundamental que leo y releo no con el propósito de parecerme en nada a un hombre religioso o espiritual y menos que menos a Dios, solitario e irascible en sus alturas. Mi visión es más humana y factible, pero igual de difícil y necesaria. No la diré aquí, no es el lugar. Sólo lo menciono porque el final de la novela me reconcilió un poco con el tiempo que perdí. No por la afabilidad de Peter Solomon, personaje tan paciente y bonachón que fastidia, sino porque es la única parte de la novela que de veras hace pensar en un cuadro bien pintado.


Robert y Katherine agotados por la larga travesía dentro de la majestuosa ciudad de Washington deciden regalarse un momento de paz y tranquilidad. Suben a lo alto de la cúpula del Capitolio, ubicado frente al monumento a George Washington, el gran obelisco coronado por la pirámide de los secretos. Extenuado Robert se duerme y cuando despierta el sol ya empieza a despuntar. Katherine se le ha adelantado y ha salido a la cornisa. Él también sale, se sienta a su lado y le rodea con el brazo. Es imposible no sentir la frescura del viento que rodea a la ciudad, los árboles verdes, el césped vivo… Si como dice Octavio Paz “la imaginación es la facultad que descubre las relaciones ocultas entre las cosas”, Robert abrazando a Katherine nos provee de una imagen elocuente: Nada queda después de los misterios absurdos de las logias, las religiones o los dioses seculares; nada sobrevive al espíritu humano y a las angustias y tribulaciones que le acongojan; nada importa más… que el disfrute pleno de nuestra más genuina mortalidad.


Robert Langdon y Katherine Solomon contemplando un amanecer espléndido desde lo alto del Capitolio, maravilla de manos y mentes tan mortales como las nuestras, me hace pensar en la felicidad de esos personajes, me hace pensar en que lo más cierto de esa dicha es que Robert y Katherine viven en un mundo en el que Dan Brown y sus novelas, sencillamente, no existen.


(Fin)