domingo, 30 de noviembre de 2014

Género y personajes en "Los peores de la clase", de Federico Vegas

 I
Considerar al género como una posible categoría de análisis no goza de mucha  estima entre algunos estudiosos, por no valorarlo como tal más allá de un mero enfoque temático. Esto a pesar de que gracias a estas perspectivas de género es por lo que contamos con numerosos estudios sobre obras de escritoras poco tomadas en cuenta por el canon literario, debido a la cada vez más amplia participación de mujeres académicas en la docencia universitaria, en encuentros de especialistas, publicaciones y grupos de investigación. Mucho me asombraba durante mis años de formación la casi ausencia de obras literarias escritas por mujeres en los programas de estudio, tanto del bachillerato como de la universidad, salvo los casos excelsos representados por Teresa de la Parra, Antonia Palacios o Enriqueta Arvelo Larriva.  
     En el caso de los estudios literarios, al hablar de género indefectiblemente se nos ha remitido a lo que sucede con las mujeres, con su escritura, sobre cómo y sobre qué escriben, así como sobre la configuración de los personajes femeninos o,  en ocasiones, hacia los homosexuales, a lo que se conoce como literatura gay o lesbiana, lo que se ha llamado literatura o teoría queer. Podemos entender, por ahora, el término género como la construcción cultural de las “características específicas atribuibles a la masculinidad y a la feminidad, en virtud de una correspondencia con sus rasgos biológicos” (citado por Castro Ricalde, 2012: 10). El caso es que la identificación de sexo con biología y naturaleza y género con  cultura e historia se ha cuestionado si se considera como una separación rígida y estable. Debido esto a que el vínculo entre género femenino y sexo femenino no es indisoluble, como tampoco lo es necesariamente entre género y sexo masculino. Son las prácticas culturales las que normalizan, estabilizan y jerarquizan estas relaciones, siempre sujetas a cambio tanto como las sociedades que las sostienen   
Al hablar de género lo usual es que se haga referencia a una escritora, como ya dije, y siempre de parte de una mujer. Los estudios de género, en general, son cosa de mujeres. Sin embargo, hoy no será así pues la literatura que nos convoca está encarnada en un autor y sus textos,  Federico Vegas, sobre los que haremos algunos comentarios con la libertad e irreverencia que todo lector libre de ataduras teórico-críticas tiene la suerte de permitirse. Para mí existen dos Federico Vegas. El autor que ha revisitado la historia contemporánea venezolana y nos ha regalado dos novelas que considero capitales dentro de la narrativa más reciente en Venezuela Falke (2004),  que narra la malograda invasión de Román Delgado Chalbaud  a Venezuela en 1929 para derrocar a Juan Vicente Gómez, entremezclada con la vida y obra de uno de los participantes en la misma, Rafael Vegas, y Sumario (2010), sobre el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta de gobierno de Venezuela, en 1950. A este grupo yo agregaría  Los incurables (2012),  puesto que es una novela que, entremezclando datos históricos, anécdotas y ficción, como suele hacerlo el autor con notable maestría, reconstruye una biografía de Armando Reverón.
El otro Federico Vegas es el que refiere las visiones de mundo de innumerables personajes y las relaciones humanas, las de pareja sobre todo, con agudeza, ironía, mordacidad y humor, en sus relatos reunidos en El Borrador (1994); Los traumatólogos de Kosovo (2002), La carpa y otros cuentos (2008) y en novelas como Prima lejana (1999), Historia de una segunda vez (2006),  Miedo pudor y deleite (2007) y el Buen esposo (2013). Es cierto que estaría cometiendo un sacrilegio si no menciono al tercer Federico, al de los magníficos ensayos que su profesión de arquitecto le permite escribir, entre los cuales destaca ese delicioso libro titulado La ciudad y el  deseo (2007). Pero ya es hora de dejarse de rodeos, de regodearme pasando revista a la producción de tan  prolífico como favorito escritor y  abordar el libro de cuentos al que quiero dedicarle estos comentarios hoy: Los peores de la clase (2011).
Desde la portada del volumen publicado por Lugar común nos miran unos niños, entre los cuales se encuentra Federico, por supuesto, que nos seducen de entrada. Es la típica fotografía de colegio que todos en algún momento nos hemos tomado con nuestros compañeros de clase y que si ha habido suerte todavía conservamos para la nostálgica posteridad. Frente a ella no es posible no dejarse tentar y no hacer un ejercicio con la imaginación como el de Edgardo Rodríguez Juliá en su original novela- álbum Puertorriqueños. En este libro el escritor elabora novelescamente la crónica, tipos y costumbres de su país desde 1898, a partir de viejas fotos de las que va extrayendo vida a punta de imaginación y un verdadero conocimiento de la historia de Puerto Rico. Confieso que en alguna ocasión, mientras lo leía,  me adelanté al autor mirando las fotos que acompañan los textos a ver qué me contaban. Pero siempre salí derrotada por la habilidad del fabulador, me resultaba increíble todo lo que esas fotos le dijeron a su genio creador. Se trata de un libro realmente original y delicioso de recomendable lectura.
En el caso del volumen que les comento lo primero que hay que lamentar es que el diagramador nos haya fragmentado la foto, sólo podemos ver parte de ella lo que nos priva de la mayoría de los rostros y las miradas de esos niños que de seguro inspiraron varias de estos relatos. Por fortuna, al final del libro, la foto se incluye completa, pero ya no vemos los rostros con la nitidez y cercanía  necesaria para que nos cuenten sus historias. Entonces, entre lo que tal mutilación nos permite apreciar, en la parte inferior del libro, sobre el título del mismo, vemos el rostro de un rubito y bellísimo Federico/ niño muy serio, seriedad que lo acompaña en todas sus fotos hasta hoy día, con la cabeza ladeada y levantada ligeramente en una actitud de no disimulado desafío a ese mundo que mira frontalmente y que atrapará,  muchas veces sin piedad, en las páginas de sus futuros libros. Más atrasito y a su lado, sonríen dos niños con cierto rictus malévolo que nos hacen pensar que los peores están por ahí cerquita. En el extremo derecho, con la cabeza gacha, mirando la cámara con temor está ese niño tímido, que no juega bien al fútbol y que saca malas notas en matemáticas, de quien los demás hacen mofa y que siempre se encuentra incómodo y temeroso entre sus congéneres. Más arriba posa otro niño ojeroso y formal, el que seguro saca las mejores notas y piensa seguir la vocación sacerdotal, la de sus maestros. Sobre él, disgustadísimo, su compañero detesta estas fotos, tanto como los colegios de curas en los que su madre, beata de misa todos los domingos y rosario en familia, insiste en inscribirlo. Y, para terminar con esta digresión, sobre la cabeza de Federico, el rostro que me encanta, el chico feliz, el consentido de la casa, el que llega perfumado y bañadito a clase, se sienta en el primer puesto y asiste al aula contento porque le gusta estudiar. Aunque quien sabe, si hacemos caso de lo que se nos dice en el prólogo, este bambino no resulte sino otra más de “las promesas incumplidas”, uno de esos de los que tantas veces el autor oyó decir “Era el mejor, pero no resultó gran cosa”.       
En una entrevista con motivo de la publicación del libro Vegas declara: “Hay que comenzar con ese primer círculo en el que somos especialistas: la historia de lo que fuimos”. (El Universal, lunes 9/01/2012. Disponible www.eluniversal.com/arte-y-entretenimiento/120109/federico-vegas). Ya desde el prólogo se nos confirma que las historias aquí contadas forman parte de la vida del autor, son anécdotas que permanecieron vivas en la memoria y que, recuperadas por la ficción y el arte de la palabra, se les asegura pervivencia en el tiempo. Creo que no hace falta aclarar que se trata de un mundo muy masculino, la mayoría de sus personajes lo son, así como las sensibilidades, preocupaciones, aprendizajes o temores que se retratan. Es así como aparece el primer personaje, Plaza Wilson, del cuento “El borrador” que abre el volumen.  Es  pésimo alumno, pero forma parte de esos cuyos recuerdos entretenidos, alegres e hilarantes, merecen ser registrados, como bien lo dice el prólogo. Plaza Wilson se gana un lugar entre los héroes no sólo porque se “jubila” de las interminables misas y tormentosos rezos de rodillas sin que los curas se den cuenta, sino que porta uno de los más altos distintivos de la virilidad, el valor. Su padre le da soberanas palizas por sus malas notas, de las que muestra las huellas de los correazos perfectamente marcados en la espalda, lo que revela que los aguanta sin moverse, sin huir, según comprueban  sus compañeros en el baño, así como los  moretones y “tuturos” en la cabeza. Todo esto perpetrado por el Pater familia en estricto cumplimiento de su papel como cabeza del hogar.
“El pasillo” trata un tópico de la literatura masculina: la masturbación. El narrador no sólo presenta una galería variada y colorida de curas, “esa familia mitológica que comienza a desdibujarse”, con sus pintorescas características físicas y psicológicas,  lo que ya es un aporte al mundo simbólico de la literatura venezolana, sino que trata el tema muy frecuente en el cine y la literatura de la culpa del adolescente perseguido por sus preceptores religiosos por la práctica del estigmatizado hábito de la masturbación. No falta la consabida escena en el baño donde el varón mejor dotado sexualmente hace exhibición de ello ante sus compañeros, otro tópico masculino. Se trata de un cuento hilarante en el que el narrador, que no dudamos en identificar con el autor, al menos eso se esfuerza en hacernos creer, dice lo siguiente, refiriéndose al “héroe” en cuestión, cuando es sorprendido en plena clase por el padre Ascupe: “Cuando logro ver el rostro de Zuazola, intuyo que se inicia algo importante en mi vida, un cuento que podrá acompañar una vejez solitaria” (p.32).
“El terrón”, uno de mis relatos favoritos, narra el enfrentamiento entre el temido y arbitrario profesor de matemáticas (¿por qué siempre el más temido es el profe de matemáticas?)  y Moreno, el más osado alumno de la clase, con el que nadie se atreve a meterse. Una actuación injusta del profesor para con su alumno, un taco de tierra lanzado engañosamente como venganza, y una carrera infructuosa por todo el colegio en persecución del presunto culpable, estructuran el derrumbe de la personalidad todopoderosa del temible profesor, agobiado por las punzadas de las várices y la úlcera estomacal; así como el perfil heroico de otro de los expulsados, de los peores, quien en su plan casi perfecto no tomó en cuenta los comentarios de sus admiradores, como bien dice el narrador en el magnífico final, pues a Moreno lo tomó desprevenido “ese afán de celebrar la valentía que tenemos los cobardes”.   
Y, en “Los mangos”, al fin aparecen los personajes femeninos. Es este otro cuento encantador en el que aparecen hermanadas la presencia de las madres y las primeras inquietudes del  amor. Claro que tratándose de Federico Vegas, de su eficacia narrativa, presentar a las madres es un prodigio de síntesis y originalidad. Un grupo de niños es llevado al colegio por sus madres quienes se turnan en común acuerdo. He aquí ellas: “Chevrolet verde, chiquita y ausente, los lunes. Opel blanca, somnolienta y amante de la música, los martes. Renault negra, tiesa y pendiente del espejo retrovisor, los miércoles. Los jueves le toca a la camioneta de mi casa, y es difícil describir a la propia madre. Pontiac azul, joven, bella y reilona, los viernes”. (p.43). Esta última, la joven y bella, será, por supuesto, el objeto del enamoramiento que el narrador adulto rememora, su infantil y platónico amor, así como el bochornoso episodio que su golosa afición a los mangos le hace padecer.
Creo que ya es apreciable lo que esta narrativa ofrece: una variadísima galería de personajes. Y no me refiero sólo al libro que comentamos hoy, lo que nos hace reconocer que la obra de Vegas es terreno fértil para el estudio de la configuración de sus personajes. Hay que tener en cuenta, según apuntan algunos críticos, que no son muy frecuentes los estudios  sobre el personaje de la obra literaria dada la complejidad del mismo, como si se tratara de un cierto menosprecio,  lo cual  también ocurre con las perspectivas de género. El hecho de que se caiga en la tentación de vincular al personaje literario con la persona real trae consigo “fascinantes equívocos y paradojas”, como bien apunta Fernando Sánchez Alonso (p.80), por lo que la importancia del personaje  para la crítica moderna ha decaído si se le compara con la relevancia que le concedían  las poéticas del pasado. La complejidad psicológica de toda persona, lo que se reflejaría en su representación literaria, con todas su contradicciones y funciones dentro del relato, hacen  problemático su abordaje analítico, lo que ocasiona que muchas veces se busque erradamente una correspondencia plena directa entre el personaje y la biografía del autor o con el referente social.        
En el caso de la narrativa de Vegas es innegable la importancia que este le concede al personaje,  como narrador  realista e intimista que es, al menos en los relatos que comentamos. En cuanto a la forma de caracterizar sus personajes es notable la combinación de dos maneras identificadas como “resumida” y “escenificada”. En la primera el narrador expone de entrada las características físicas y psicológicas de su personaje.  En la caracterización escenificada, en cambio, el narrador lo deja actuar  para que en el trascurrir del discurso narrativo el lector lo conozca por sus actuaciones. Así el relato “El agua tibia” comienza con la descripción física de la bella madrina del equipo, objeto del deseo de todos los chicos del colegio, que milagrosamente se convertirá en el primer amor del narrador. Seguidamente, la escenificación de su caprichosa personalidad  irá dando a conocer  su tiránico comportamiento en un relato que trata de los primeros encuentros eróticos y las diferencias femeninas y masculinas en este aspecto.
 Y es que Eros, su falocéntrica presencia definidora de la identidad  masculina es asunto central de las acciones que mueven a los personajes, en varios relatos, como vemos en los cuentos “La pereza”, de cruel desenlace, y el hilarante “La ascensión”.  No hay que perder de vista que la mayoría están  narrados desde la primera persona, desde la forma autobiográfica, así que es la propia visión de los hechos contados por parte del narrador lo que les da sentido a los mismos, gracias a breves reflexiones, frases que como pinceladas se dejan  caer, irónicas algunas, sabias o desencantadas otras. De modo que el recurso autoficcional también  se hace presente desde el momento en que el narrador se autodefine como antihéroe con suerte, ya sea como pésimo jugador de fútbol, condenado a la banca, aunque por ello se hace novio de la madrina en “Agua tibia”; o como pésimo lanzador que noquea de un mangazo al hijo de la madre bella de “Los mangos” sin que nadie se entere; o como uno de los cobardes que admiran la valentía de Moreno en “El terrón”.
En otros relatos, en cambio, el narrador aparece ofreciendo su visión desde fuera, como simple intermediario de lo contado, puesto que no está implicado en la historia ni como protagonista ni como testigo, a través de fragmentos transcritos en cursiva, para diferenciarlos del discurso del personaje al que le cede la palabra. Tal es el caso de “Suerte de principiante”, en el que aparece  uno de esos compañeros que fueron los mejores de la clase, pero cuyo destino no resultó memorable, por no tener nada relevante para ser contado. La mirada, sin embargo, será en estos casos siempre comprensiva, como no podía ser otra la mirada de un escritor, de quien contempla y comparte el drama humano.
Al llegar a este punto de mis comentarios, me vino a la memoria un artículo leído hace ya algún tiempo en una revista Quimera. En el mismo, un crítico de cuyo nombre no puedo acordarme, comparaba a dos de sus profesores de la Universidad. Uno de ellos era un viejo profesor a punto de jubilarse que dictaba un seminario sobre El Quijote. La clase consistía fundamentalmente en la lectura de capítulos de la obra por parte del docente. Lo hacía con pasión, enfatizando lo más resaltante, salpicando la lectura de breves comentarios. Su seminario contaba siempre con pocos alumnos. En el aula vecina, un joven y actualizado profesor impartía una clase que gozaba de gran fama, los estudiantes se esforzaban  por conseguir un cupo ella. El especialista en crítica literaria llenaba la pizarra de fórmulas que daban cuenta de la estructura de las obras estudiadas con mucho rigor.     
La moraleja de la historia era que pasado el tiempo, tanto el autor del artículo como algunos de sus compañeros de estudios habían olvidado las clases del joven profesor, cuyas fórmulas críticas habían pasado de moda, mientras recordaban como entrañables las lecturas de su viejo profesor, cómo les había hecho vivir El Quijote y cómo ellos, con el paso del tiempo, se sorprendían imitando sus modos de lectura. Es por eso que en la segunda parte de estas notas, quiero dar paso a lo que verdaderamente importa, a la escritura de Federico Vegas, a su cuento “La ascensión”, uno de los más hilarantes del libro, además de ser buen ejemplo de todo lo expuesto anteriormente

II
LA ASCENCIÓN
Pacheco Luján era, y seguirá siendo, el mejor pintor de la clase y de toda la historia del colegio. Mientras jugábamos en los recreos se la pasaba buscando creyones huérfanos. Un 910 “verde esmeralda” de Prismacolor, gastado, que­brado, hundido en los pantanos de las primeras lluvias y rodeado de tapitas de refresco, en manos de Pacheco se convertía en un resto arqueológico y recibía un trato de especialista. Después de limpiarlos y afilarlos, rellenaba con el nuevo color un recuadro en su block de dibujo y escribía al lado: “arena sucia al mediodía”, o “sangre en la acera cuando llueve”. Llevaba su colección de creyones en una bolsa de tela escocesa amarrada a la correa; allí estaban entrecruzados ejemplares de todas las marcas y ninguno era tan viejo ni tan corto como para no merecer una punta digna y un recuadro clasificatorio.
Además, su nombre era Pedro Pablo, lo que venía bien para una seguidilla que entonces existía y se la endilgamos: “Pedro Pablo Pacheco, pobre pintor portu­gués, pinta preciosos paisajes, pero, para poder pintar­los, pide prestados papeles, pinturas, pinceles…”, conti­nuando con variantes que solían ofenderlo, pues tenía las erupciones belicosas de los grandes artistas.
Su especialidad eran acorazados alemanes explo­tando en medio de un mar oscuro y frío, bajo un cielo tan lleno de terribles resplandores que nunca había so­brevivientes. También le gustaba hacer cortes transver­sales del barco justo antes de la explosión, mostrando el ajetreo de un día normal o la paz de las noches: los depósitos de balas y bombas de profundidad, los ascen­sores y las poleas, los motores y las hélices, los tubos de goma del agua y la gasolina, las ollas con litros de sopa, el salón de juegos con mesas de billar, los largos cuartos con las hamacas y los marinos que iban a morir mientras dormían.
Otras de sus especialidades eran los viajes submari­nos, las tumbas de los faraones, las ciudades perdidas en la jungla y escenas aisladas de una historieta sin final ni principio, donde unos personajes monstruosos exclama­ban sin que supiéramos la razón: “¡Recórcholis!”, “¡Cás­pita!”, “¡Zambomba!”
Nuestro amigo no era bueno con la figura humana y la disimulaba con bocanadas de humo o masificándola en ejércitos de los cuales sólo se veían estandartes, botas y lanzas. Una vez que nos mandaron a representar a Si­món Bolívar, pintó primero una llanura y, más allá, a lo lejos, una selva intrincada, una cascada con neblina y un río. En el río había un barco y en el barco un punto azul y rojo que era el uniforme del Libertador.
Tenía un sacapuntas en forma de mapa mundi donde el Ecuador se había borrado por el uso. Cuando afilaba un creyón echaba la viruta en la misma bolsa escocesa y se iba formando en el fondo un aserrín tornasol, mezcla de todos los colores del mundo. Una vez que el dibujo parecía estar listo, Pacheco metía la mano en su bolsa, sacaba un poco de aquel polvillo mágico y lo dejaba caer sobre el dibujo como la pimienta en una sopa de cebolla; luego movía la hoja para que las partículas encontraran sitio en los poros del papel y por entre los altibajos de los colores, soplando delicadamente el sobrante de vuel­ta en su bolsa. Entonces surgían los halos en la luz de los ocasos o los destellos del fuego en el mar. Ese era el momento en el que podíamos acercarnos a su pupitre y enumerar las sorpresas que iban emergiendo: jirafas jugando con castores, una culebra con una rara sonrisa asomada entre las sombras, vuelos de pájaros o de avio­nes. Y siempre ejércitos de hormigas que avanzan por entre el musgo hacia un tronco viejo, suben hasta otras ramas que arrojan sombra sobre un camino que se pier­de en un horizonte entre campos de cultivo con amplias chimeneas cuyas volutas de humo ocultan las señales de otras comarcas en lo más alto de las montañas.
En la escalera que subía a los laboratorios de biolo­gía y de química, un día colocaron en el descanso una enorme foto mural donde reinaba el pico Bolívar. Era una majestuosa fotografía en blanco y negro del Cen­tro Excursionista Loyola tomada una mañana de sol inmaculado cuando el rocío barniza las rocas y a cada pliegue de la nieve lo define una sombra. Con el tiempo nos acostumbramos a la infinitud de aquella cordillera y nadie le prestaba atención mientras hacíamos filas en la escalera antes de entrar al laboratorio de química. A ve­ces el Padre Rector nos mandaba a arrimar para mostrar el gran paisaje a algún visitante ilustre. Sólo entonces nos volteábamos por cortesía a mirarlo de nuevo y volvía a asombrarnos.
Una mañana, al apretujarnos contra las barandas, vimos, al igual que el Rector y su comitiva, un huevo pintado con un grueso marcador Berol Titánic entre la segunda y la tercera estación del teleférico. Era la clásica gran A con las dos puntas girando en espiral como los bigotes de Salvador Dalí, y una rayita vertical en pleno tope de la cabeza de la cual brotaba un chorro igual a la cola de los cometas, o a la lava de un volcán despa­rramándose por las estribaciones de los Andes. Era un dibujo ordinario y anónimo idéntico al que rayan con navajas en los tabiques de los baños sin destreza ni mé­rito, salvo el insólito lugar donde había sido perpetrado. Fue realizado de prisa, sin detenerse a medir las propor­ciones o el efecto, pero esas son las características que exige ese estilo furtivo.
Mientras buscaba con tenacidad al culpable, el Pa­dre Rector empezó a recubrir los rayones con témpera blanca, pero a los pocos días la tinta resurgía, cada vez más decidida a permanecer para siempre en las cum­bres nevadas. Las decenas de retoques que requería el camuflaje de aquel testimonio lo fueron enfureciendo y arreciaron sus interrogatorios y amenazas colectivas, al punto de anunciar que traería a la Policía Técnica Judi­cial. Prometió castigos tan terribles que hasta los acuse­tas de siempre se asustaron.
En una de sus sesiones de restauración, el Rector des­cubrió que había algo más en la montaña. Por entre una hendidura que podía ser una gruta, lo miraba un indio vestido sólo con un taparrabo. Creyó que era parte inte­gral de la foto, pero, ¿cómo podía aguantar tanto frío un aborigen de los Andes? No le fue fácil concluir que aquel individuo en cuclillas, portando un penacho de plumas y un hacha para cortar cabelleras, no era un timoto-cuica, sino un genuino miembro de las tribus sioux o apache.
Cuando estaba a punto de compartir el extraordi­nario hallazgo antropológico con Ayestarán, el director de disciplina, encontró también unas huellas que siguió metódicamente cuesta arriba hasta notar oculto en un glaciar al Abominable Hombre de las Nieves. Justo en aquel sitio pasaba un manto de neblina y la figura es­taba borrosa, pero el rastro de sus huellas sí era incon­fundible, y pudo percatarse de que a la bestia la seguía un cazador con un rifle de mira telescópica. Corrió a su despacho, buscó una lupa y una escalerilla, y se pasó el resto de la tarde encontrando alpinistas perdidos, co­rredores de trineo, rebaños de llamas, medio caballo del indio sioux y otras cientos de figuras que vio o creyó ver encandilado por los resplandores del sol en la nieve.
Al entender por fin la técnica de dibujo, basada en sugerencias impresionistas que desaparecían al alejarse o acercarse demasiado, terminó su pesquisa agotado y contento al saberse dueño de un gran secreto, pues sólo había una persona en todo el colegio capaz de realizar esas criaturas en miniatura, alguien que dibujaba pri­morosas imágenes de la virgen para la Congregación Mariana, escenografías de teatro y los adornos gráficos del anuario escolar.
A Pedro Pablo Pacheco Luján le extrañó que lo lla­maran en febrero para empezar a trabajar en la nueva edición del anuario, y le costó disimular su sorpresa al conocer el verdadero motivo de la cita y comenzar a enfrentar la acusación. Logró escuchar con dignidad la extensa y detallada enumeración de sus intervenciones, pero cuando el Rector pretendió extender su falta al di­bujo superpuesto y sin escala, sí le cambió el color de la cara y el tono de voz:
–Padre, yo jamás dibujaría algo tan mal hecho.
–¿Por “mal hecho” se refiere a mal ejecutado o a que constituye una mala acción?
–Usted sabe que mis dibujos sólo se ven con lupa, en cambio el otro se ve desde la entrada al rectorado.
–Usted dice que ese dibujo no es suyo, pero sí recono­ce que ha hecho todos los demás, lo cual quiere decir que es cómplice de una acción de vandalismo contra los bie­nes del colegio. O usted me dice quién es su socio arrui­nando la foto mural, o lo tendré que expulsar por lo que usted supone que está bien hecho. El tamaño y la altura del adefesio indica que el criminal recibió ayuda… en alguien se encaramó.
¿Qué puede haberle causado a Pacheco tanta indig­nación? ¿El forzarlo a convertirse en soplón o haberlo involucrado en una obra de arte tan vulgar? Aquí es oportuno reflexionar sobre la manera en que la educa­ción jesuita, con sus rígidas normas y silogismos, podía traernos beneficios tanto por acción como por reacción. Quiero creer, para beneficio del Rector, gloria de Pache­co y reconocimiento del movimiento muralista en Ve­nezuela, que en ese momento se consolidó la voluntad y responsabilidad creadora de Pedro Pablo Pacheco. No debo entrar en un terreno que desconozco, pero me atre­vería a decir que incluso encontró el estilo que iba a ca­racterizarlo, porque esa misma tarde reapareció el mismo huevo en las mismas cumbres, pero ya no se trataba de aquella figura escueta, que un estudioso de las tendencias colec­tivas podría llamar “clásica”, y algún otro “popular”, o “populista”. Ahora había volumen, consistencia, identi­dad y fiera expresión.
Pacheco rescató el planteamiento de la representa­ción inicial y partiendo de su esquema simplista fue ela­borando una variante más tridimensional, más corpórea y abigarrada, utilizando sombras sin abusar del degradé. Los pocos que lograron verla aún hablan de “gallardía y donaire”. Para la maraña de pelos en la base elaboró un enredo selvático semejante al chorreteo de un Pollock. En cambio, para acusar los nervios, venas y tendones que participan en los frenéticos estiramientos de un or­gasmo juvenil, se valió de unas líneas semejantes a los grabados de Durero. Fue en la explosión de semen don­de hubo más propuesta y celebración, quizás demasiada, al tomarse la libertad de fundirla con cremosos aludes de nieve que amenazaban a los pueblos en la base de la sierra y todo el valle de Mérida.
Con esa obra de arte, y su firma en la esquina de la foto intervenida: “P. P. P.”, había decretado su propia ex­pulsión. La categoría de “rechazado” siempre es un buen comienzo para un pintor; así aparecerá cuando se escri­ba su biografía, pues él mismo anota en su currículum, espero que con más humor que rencor: Expulsado del co­legio San Ignacio a los trece años.
La expulsión era suficiente castigo. No hacía falta ensañarse con su primera obra en gran escala; bastaba algo de sensibilidad artística para que el Rector, quien valoraba con pasión el dinero, mas no los placeres que con el dinero se consiguen, hubiera guardado en las bó­vedas del colegio aquella obra adelantada a su tiempo, esperando por épocas más liberales para el mercado de un Pacheco fundacional, inicio de un estilo que, insisto, no estoy llamado a definir. Basta con leer en el catálogo de su última exposición:
Una búsqueda que siempre parte de elementos infanti­les, oníricos y paisajísticos, llevados a límites entre mitológi­cos e hiperrealistas, y apoyada sin complejos en la máxima de Wölfflin: “La naturaleza nos ofrece el privilegio de participar en una existencia más amplia y más pura.”
Hoy en día, con un sugerente título entre panteísta y religioso como “Ascensión en los Andes”, aquella primera obra de gran formato y técnicas mixtas, que fue quemada frente a la arquería de un campo de fútbol, se podría ha­ber vendido por el equivalente a unas mil fotografías del Centro Excursionista Loyola.

REFERENCIAS
Castro Ricalde, Maricruz (2012) “El género, la literatura y los estudios culturales en México”. Estudios sobre las Culturas Contemporáneas. Epoca II, Vol. XVIII. Num.35. Colima. Pp.9-29.

Sánchez Alonso, Fernando (1998). Teoría del personaje narrativo ( Aplicación a   El amor en los tiempos del cólera) Didáctica10, 79-105. Servicio de Publicaciones UCM.

           Vegas, Federico (2012). Los peores de la clase. Caracas: Lugar Común.