domingo, 21 de marzo de 2010

YOLANDA PANTIN: UN POEMA PARA OMAIRA

Dije en anterior entrega que conocí a Yolanda Pantin (otro decir) en la feria del libro de la ULA, Mérida, en el 2007, cuando presentaba su poemario País. Pude observarla brevemente, estaba sentada en medio del público al lado de Federico Vegas. De apariencia discreta, sencilla, sobria, serena, nada que ver con el divismo que bien podríamos suponer en una escritora consagrada por el canon literario, como una de las más destacas figuras de la poesía nacional.


Una vez en el presídium, lo primero de lo que nos pone al tanto la autora es de la razón de la fotografía que figura en la portada. La misma tiene un significado sentimental para ella. Gradisco, un purasangre propiedad de la familia Pantin, ganador de 17 carreras, culmina heroicamente la última en la participó, el clásico La Rinconada del año 61, lesionado en un pata. La imagen capta el momento en que su jinete lo conduce cauteloso mientras el animalito cojea. Esta imagen sería el pórtico desde el que se asoma una mirada personal, íntima, al país de los antepasados, a través de fugaces referencias a la colonia. Se trata de una mirada que evoca la infancia, la adolescencia, la primera juventud, las voces familiares, así como a los personajes que junto a paisajes y lugares mitificados por el tiempo y la memoria, Turmero como el Edén perdido, conforman el yo lírico que parece hablar desde el desencanto y la derrota.


No se trata de un libro autobiográfico. En entrevista a Rafael Arraiz Lucca, Yolanda confiesa que no cree en la poesía confesional, para ella todo yo biográfico es un yo construido y, por tanto, un artificio. Confesarse, exponiéndose impúdicamente ante los demás, es tarea riesgosa que sólo emprenden algunos poetas, según manifiesta.


No puedo dejar de anotar aquí que navegando por internet en busca de la poeta, de nuevo me encuentro con el tema de la ciudad, con Caracas, la horrible, una ciudad nada agradable, según la Pantin, caótica, violenta, “que no ofrece ninguna compensación, ni siquiera estética porque es muy fea. Digo que es una cuidad espantosa y añado que lo mejor de Caracas es poder salir de ella” (Disponible: prodavinci.com/2009/10/10/yolanda-pantin). Caray… debo admitir que en esto la escritora me ganó, la animadversión hacia Caracas cada vez más se me convierte en compasión, ¿qué podremos hacer?


Bien… pero mi intención con esta nota no era disertar sobre País, sino compartir uno de sus poemas. Yolanda lo leyó en el breve recital que ofreció durante la ocasión que reseñé al principio. Me impresionó porque mi segundo nombre es precisamente Omaira, y nunca me había gustado hasta que lo oí de boca de la autora. En ese momento recordé que un día alguien prefirió llamarme por ese nombre… lo que no aprecié en su justa medida: no me dio tiempo, no sabía que lo escucharía tan brevemente… Ah…pero es que solo la donna è mobile, ¿no? Bueno… he aquí el poema:


POEMA-POSTRE


La fruta del mamey

es caribeña y contradictoria

Voy a leer un poema con el postre.

Será un poema vivo,

un poema juego,

un poema

para endulzar las horas,

un espumante, una caracola.

En el mar, un pez cimbreante;

una vela

de tulipas al viento.

Un poema escrito para Omaira, esta muchacha

que ha sido traductora. Esta alquimista

de los paladares

que halló en un árbol añoso

los arcanos de infancia

en los olores.

Será un poema

que repique con las horas,

que no llore,

una campana

para sonreír,

antes del café, una broma

tributo a la paciencia,

a la memoria,

y a los tiempos mejores.

Será un poema para la despedida,

en la puerta, que sume con el postre

sin rencores;

un poema agradecido

junto con algarabías y felicitaciones,

lo mismo que decir

en Borburata

cuando el mamey

parió sus flores.

Traerá

un mensaje ligero,

mi poema, entre canciones:

“Fue un rato agradable

el que pasé con ustedes,

Omaira,

señores.”

Y que reste del almuerzo

esta advertencia

de gravedad leve:

“De todos los sabores/el dulce/

persistirá en la boca.”


Finalizado el recital, tomé la palabra sólo para decir que desde ese momento me encantaba llevar ese nombre. Ya no me llaman Omaira… pero el poema todavía resuena en mis oídos, dulce, libre, pleno de alada eternidad…


Pantin, Yolanda (2007). País. Caracas: Fundación Bigott, p.176.

jueves, 4 de marzo de 2010

LA CIUDAD Y EL DESEO: LAS REFLEXIONES DE UN PASEANTE


Conocí a Federico Vegas (es un decir) en la feria del libro de la ULA, Mérida, en el año 2007. Estábamos presentando Nación y Literatura, el hermoso libro editado por Equinoccio y la Fundación Bigott, y nos habían invitado a los colaboradores de la región andina para que dijéramos algunas palabras sobre el trabajo nuestro incluido en la mencionada edición. En una segunda tanda de presentaciones, les tocaba a Federico y a Yolanda Pantin, por lo que ambos estaban en el público, sentados uno junto al otro en buena paz y compaña. Es decir, me tocaba hablar delante de ellos, lo que me resultaba algo intimidante.

Desde mi sitio en el estrado contemplé por un rato al autor de un libro que había leído hacía poco y que me había gustado mucho: Falke, una de las mejores novelas que se han publicado en Venezuela en los últimos tiempos, según el juicio del crítico Carlos Pacheco, opinión que refrendo. Más alto que bajo, de pelo y ojos claros, de rostro adusto, demasiado serio, el ceño algo fruncido, con la mirada baja las más de las veces, daba la impresión de un ser emboscado, metido dentro de sí mismo. La verdad es que a primera vista resultaba un hombre interesante, atractivo, pero nada simpático.

Cuando ya le tocó su turno, pasó al frente y nosotros a formar parte del público, lo primero que registro como recuerdo de sus palabras es su opinión sobre algo que sucedía en el acontecer nacional: la suspensión de RCTV. Sobre este tema dijo no estar de acuerdo con el cierre porque pensaba que había que darle a quien lo quisiera la libertad de ser mediocre. Ahí me cautivó inmediatamente, la programación de esa televisora era y sigue siendo infame, según mi parecer, por lo que me costaba acompañar tanto lloriqueo de la “sociedad civil” por tal pérdida. Sin embargo, estoy de acuerdo con Federico: tiene que haber libertad para seguir el rumbo que se quiera, siempre que no se dañe a nadie (aunque… ahora que lo pienso mejor no dejo de preguntarme: ¿una programación infame no terminará dañando al televidente?). Un joven y talentoso profesor que estaba sentado a mi lado me susurró: “me caía mal, pero ha empezado a caerme bien, je je”.

Inmediatamente, después del comentario que acabo de señalar y que nos hizo sonreír, empezó a hablar de su libro con una elocuencia que alcanzó su propósito: el efecto de encantamiento que toda promoción debe lograr. Al terminar el evento varios de los asistentes corrimos al stand de la Fundación Bigott para comprar el libro, temerosos de que se agotara. En ese trajín nos topamos el poeta Gonzalo Fragui y yo, nos miramos e intercambiamos una sonrisa.

El tema general del libro es la ciudad y su circunstancia valorada desde el punto de vista de un arquitecto, siendo Caracas el motivo principal que lo anima. Sin embargo, son muchos otros los tópicos que el autor toca demostrando con ello un considerable background de lecturas, así como la sabiduría y la sensibilidad de un verdadero humanista. A lo largo de sus páginas no dejamos de toparnos con frases, citas, y reflexiones que nos obligan a detenernos para pensar, subrayar, hacer una anotación al margen para consultar un dato u otra lectura a la que nos refiere constantemente con sus alusiones. Se trata del verdadero banquete que brinda un libro con sustancia.

Dividido en siete apartes La ciudad y el deseo, La ciudad y la naturaleza, La ciudad y la arquitectura, La ciudad y la historia, La ciudad y la política, La ciudad y la literatura, La ciudad y el arte− de entrada nos conecta con el autor una frase que nos pone al tanto de nuestra hermandad generacional: nosotros “los damnificados por los estragos del tiempo” deseamos incansablemente muchas cosas, sobre todo una ciudad mejor. En el caso de Vegas, Caracas representa un gran amor, en el mío, todo lo contrario. Caracas me parecía una ciudad hostil, violenta, agresiva y muy fea, tanto que me hacía parodiar la frase con la que el escritor peruano Sebastián Salazar Bondy títuló su famoso libro de ensayos de 1964, Lima la horrible; para mí Caracas era “Caracas la horrible”, una de las capitales más feas del mundo

Será que como acota el autor, citando a Blanca Strepponi, el drama de esta ciudad es el de no quedarle más remedio que cumplir con su “vocación de actriz de reparto”, apabullada por la impactante presencia del Ávila. Los ya famosos versos de Pérez Bonalde lo confirman cuando la metaforizó “odalisca rendida a los pies del Sultán enamorado” y cuando al ver, en su poema “Vuelta a la patria” a su amada ciudad, después de larga ausencia, de su arquitectura apenas aprecia su blanca torre y sus techos rojos, todo lo demás es encantamiento ante la cautivante naturaleza. No es gratuito, entonces, que no sea común encontrarse con estampas que recojan imágenes de Caracas, como lo hará el turista en cualquier rincón de París, sino que el pintor de la ciudad, Manuel Cabré, sea el pintor del Ávila.

Sin embargo, este libro de Vegas me ha hecho repensar mi animadversión y proponerme redescubrir esa ciudad “frágil y confundida”, tan “acosada por sus habitantes”, “que se desprecia a sí misma”, con otros ojos, buscando cumplir parte de ese nuevo proyecto que me ha surgido luego de su lectura y la de Arrivederci Caracas: conocer la Caracas de los años 50, encontrarme con esa “belleza innata e indestructible” de la que nos habla el autor. Este interés resurge por la exaltación de la arquitectura de los 50 presente aquí y que conecta este libro con el de Marisa Vannini, ofreciendo además una posible respuesta a nuestra pregunta: ¿qué nos pasó?

Es decir, la arquitectura latinoamericana de esos años representó, según la apreciación de un amigo de Federico, “lo mejor de la modernidad”, germen de las “mejores esperanzas y utopías”. Infortunadamente generó a su vez una soberbia y engreimiento que devino en una anarquía dionisíaca, produciendo un crecimiento “desordenado, desasistido” y exento del compromiso de todos los sectores de una sociedad consciente de sí misma. Esto tuvo su contrapartida en el deterioro moral del venezolano que tanto lamenta Vannini, de modo que la añoranza por ese período dorado de la arquitectura hacen ver al autor que los cincuenta ocurrieron “vertiginosamente, con demasiada intensidad y solitaria belleza”. De ahí que se hace necesario “buscar el futuro en el pasado y regresar con algo que decirle a nuestro porvenir colectivo”.

Sigo citando sobre este tema que ha empezado a apasionarme: “La década de los cincuenta hoy parece tan lejana y maravillosa como el Barroco y el Gótico; con una sustancial diferencia: parece tener algo de futuro perdido, de cultura extraviada. Ciertamente, es enigmático el que un pasado tan reciente hoy tenga sabor de utopía”. Cito sobre todo para defenderme un poco del asombro de un amigo cuando leyó la calificación de años dorados a una etapa siniestra de nuestra historia política: la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Ante su reconvención le comenté cómo había crecido oyendo con desdén a mi madre ponderar los años de tranquilidad, respeto y realización de importantes obras públicas que se sucedieron en ese entonces. Ya ella se olvidó de Pérez Jiménez, ahora yo he comenzado a preguntarme por su época, ¡cosas de la vida!

Junto a la mencionada tematización de la ciudad, son varias las curiosas historias que hay que agradecer a Federico como la de Hermann Furst von Puckler-Muskau, el príncipe verde, quizá el primer caza fortunas conocido como tal, inspirador de personajes de Dickens y E.T.A. Hoffman, amante de los viajes y el paisajismo, quien fuera capaz de convertir “una vida romántica en una obra útil y ejemplar”. O los juicios que nos confrontan con nuestra ignorancia en materia de arquitectura y su integración con las ciudades. A mí que me deslumbró el Guggenheim de Bilbao, por lo que consideraba afortunada a la ciudad que lo disfrutaba, me sorprendió que para Vegas el famoso museo no es más que “el excremento de un robot”, desechos cubiertos de titanio, un desacierto cultural que en nada favorece a la ciudad que lo acoge.

Si se me pregunta sobre mis ensayos preferidos, me resulta difícil la elección. Además del que acabo de mencionar, la historia del príncipe verde, señalo por supuesto los agrupados bajo el título “La ciudad y la literatura”, los cuales a mi parecer figuran entre los mejores. A ellos sumo el último, cierre lujoso de la obra y todo un homenaje a dos diosas del jazz: Ella Fitzgerald y Billie Holiday. Estas mujeres, mitos de la música, encarnarán esa mezcla de embeleso, vibrante languidez, excitado letargo y estado de suspensión que estos ritmos producen en el ánimo del autor, confeso apasionado del jazz.

Y para finalizar destaco una propuesta, un consejo y a un ejemplar viajero. La propuesta: comenzar el romance urbano que precisa Caracas, esa ciudad “urgida de comprensión y cariño”, convirtiéndonos en paseantes, puesto que sólo así nos pertenecerá con toda su plenitud. El consejo: al viajar por el país no hay que limitarse a observar y disfrutar, es preciso anotar, recoger, compartir, recopilar recetas, técnicas, proporciones: cuánta falta hace una enciclopedia de lo vernáculo, exclama Federico, a la vez que se lamenta por haber sido un viajero poco diligente en ese sentido. El ejemplo: Francisco de Miranda quien adoraba la arquitectura, pasión demostrada en sus diarios en los que dejó innumerables registros de su transitar por el universo mundo.

Federico Vegas (2007). La ciudad y el deseo. Caracas: Fundación Bigott, p. 238.