domingo, 7 de febrero de 2010

EL TIEMPO PERDIDO DE DAN BROWN (PARTE II)

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Lo malo
La segunda sorpresa que tuve al leer la novela fue la inconsistencia en varios aspectos clave en un libro de misterios tan vendido. Es cierto, que como decía más arriba, yo no soy un experto en el género, pero, hay elementos mínimos en la construcción de un relato que debe tener presente hasta el más mediocre de los escritores y el más distraído de los lectores.
Creo justo empezar por los personajes. Robert Langdon el primeros de ellos, por razones obvias. No es que yo esté de acuerdo con esos estólidos analistas de la ficción empeñados en restar méritos a una obra que no se ajusta a pie juntillas a la realidad. Sin embargo, el profesor Langdon me parece tediosamente irreal. No por sus conocimientos en la historia del arte, la literatura y los símbolos —he oído de profesores tan duchos—, sino por el escepticismo enfermizo que domina su espíritu.
Luego de haber pasado por todos los peligros de proteger el “Santo Grial” y ser curado de manos, nada más y nada menos, que por la descendiente viva de Jesús de Nazaret; haber enfrentado la conspiración doblemente falsa de una antigua orden de científicos herejes y de haber sobrevivido a la catastrófica explosión de un cilindro con capacidad de cinco kilotones, no se explica cómo nuestro letrado héroe mantenga una negación tan acérrima frente a la posibilidad de que exista el tan inverosímil secreto milenario.
Puede ser que Brown haya querido decirnos con esta actitud de su personaje que el mundo está lleno de escépticos contumaces que no son capaces de ver más allá de sus narices a pesar de ser intelectuales—de estos no he oído, los conozco—, pero, en honor a la verdad, el recurso repetido cada tres o cuatro páginas sólo puede despertar tedio y un solapado desprecio por Langdon, paga poco alentadora para el defensor del bien.
Mal’akh, el villano de El símbolo perdido, es un extravagante personaje que aparece de la nada para emprender una irracional venganza contra Peter Solomon sin ningún motivo o razón, o por lo menos de eso intenta convencernos el narrador. Me recordó en muchos sentidos al “malo” de los cuentos de hadas por su aspecto repulsivo y exageradamente maligno, un aspecto nada halagüeño de la ficción de Brown.
Tatuado desde los pies hasta los bordes de la coronilla de la cabeza, castrado, de músculos hercúleos por los esteroides y anabólicos, inmensamente rico como todo antagonista browniano que se respete, consumido por un afán dictatorial de poder, enloquecido por una venganza sólo revelada al final, a pesar de que todos ya lo sabíamos hacía trescientas páginas, y enamorado cual Narciso de su propia imagen, bien pudo ser la Reina malvada de Blanca Nieves y los siete enanitos o Mumm-Ra de los ThunderCats.
Es claro que Mal’ahk es un imagen horrenda del mal así como Robert Langdon es el noble representante del bien. El recurso es antiguo y tan válido como cualquiera, pero revestir a su villano de una caracterización tan maligna es una medida efectista e infantil antes que necesaria. Más aún por el hecho de que su disfraz, un psiquiatra refinado y seductor, hermano masón de Peter Solomon, lleva por apellido nada menos que el sugestivo nombre de Abaddon, bíblicamente reconocido como un ángel de la destrucción y, en textos no canónicos, como el mismo demonio de la muerte.
En fin, es necesario precisar que se vale crear personajes malvados, siempre más atractivos y abundantes que los buenos, pero hay que tener cuidado con las trampas de lo obvio que restan ingenio y llenan de intrascendencia.
Peter Solomon es tan sabio, justo, erudito, bonachón y multimillonario como su referente bíblico. No creo que merezca ningún comentario, pero señalaré que su figura tan pobremente imaginada es otro de los clichés arquetípicos que me sorprendieron malamente de Brown: Un hombre noble que se ve fracasado como padre cuando su único hijo, Zachary, se decide por una vida licenciosa y de excesos en lugar del humilde servicio a la humanidad como guardián de la pirámide de piedra, el mapa para hallar el precioso tesoro de los antiguos, el conocimiento capaz de convertir al hombre en Dios.
Su único pecado es el desencadenante de toda la tragedia que rodea la novela. Habiendo tenido por hijo a un junkie haragán, en un momento determinado debe viajar a una cárcel turca para negociar su puesta en libertad. Pero, como la manera más expedita es el soborno al alcaide del edificio, decide dejarlo allí para que aprenda la lección. La siguiente noticia de su hijo es que ha sido muerto a palos por su compañero de celda y de allí en adelante sufrirá horrores por la culpa que le embarga.
Cuando un día de navidad, estando en su casa en Potomac con su madre Isabel y su hermana Katherine, se aparece Mal’akh, que a la sazón se hace llamar Andros Dareios (por estúpido que parezca “guerrero bello” en griego), pidiendo la pirámide que años antes le había ofrecido a su hijo Zachary, bajo estricto e inviolable secreto, empezamos a sospechar que el tal demonio es en realidad Zachary, quien habiendo escuchado la conversación de su padre con el alcaide, y enfurecido como todo joven adicto a la metanfetaminas y la marihuana, enemigas fervientes de la inteligencia y el buen juicio, ha decido tomar venganza por el abandono paterno.
Acepto que la cuestión no es tan fácil y obvia, pues Brown se vale de una estrategia, de la que hablaré a continuación, tan rebuscada como válida, para ocultar ciertos detalles, pero tampoco es el secreto mejor guardado de la novela. La razón por la que hago este comentario sobre Peter Solomon, que no quería hacer, pero que ya lleva dos largos párrafos y unas cuantas líneas, es que nos enfrentamos a un dilema moral que tiene que ver con la advertencia de Aristóteles sobre las formas de la “fábula que debían evitarse”. A saber, la primera de ellas, la cual establece que: “Un hombre excelente no debe aparecer pasando de la felicidad a la desdicha” (V. Cap. XIII, Poética, Aristóteles). Recuerda el noble Estagirita que siendo el propósito de la tragedia (la forma más elevada de la ficción para entonces) el de despertar temor o compasión en los espectadores, esta situación no movería ni una ni otra, sino que resultaría sencillamente odiosa.
Ciertamente, El símbolo perdido no es una tragedia, pero ver cómo su hijo malgasta su vida en drogas y orgías; presenciar la muerte de la propia madre; ser víctima de una atroz persecución, rapto y mutilación (pues, a Peter le cortan la mano derecha); ser indirectamente responsable de la destrucción de su familia y casi de la democracia estadounidense (ya hablaré de esto) y de la humanidad mortal y un poco de la divina (de esto no hablaré, porque son locuras mías), seguro tiene algún espíritu trágico. Además, el único error involuntario de Peter Solomon es andarse metiendo en esas tonterías de la masonería que entrañan más desgracias y peligros que recompensas y satisfacciones. Esto no lo digo yo, sino que se deduce de la obra, a partir de lo que he comentado en este párrafo. Así que precisamente odiosa es lo que resulta esta parte de la novela.
Hasta aquí lo de Peter Solomon.
El último personaje que comentaré es tan ubicuo como Robert Langdon o Katherine Solomon. Me refiero a Inoue Sato, la directora de la Oficina de Seguridad de la CIA. En la primera versión de estas líneas quise dejar sentado que el personaje de Sato me parecía simplón, innecesario y hasta estúpido. Una asiática-americana nacida en Manzanares, California, quien ascendió merced a sus méritos intelectuales y su carácter fuerte. Sobrevivió a un cáncer de garganta y ahora ejerce el cargo de directora de la OS con la misma mano de hierro que cualquier personaje masculino de las peores películas militaristas. Sin embargo, el lapso que ha transcurrido entre aquel momento y éste en que reviso por última vez antes de publicar esta nota, me dio la oportunidad de reconsiderar lo que afirmaba sobre el personaje.
Sigo creyendo que se trata de la más vil representación del poder de intromisión de que gozan las agencias de “seguridad” norteamericanas, tanto por el estereotipo de la lucha incansable por la integridad de la democracia, como por lo inútil y rebuscado de esas luchas. En la próxima entrega explicaré el papel de Sato en la novela. Por ahora apuntaré que, he cambiado de parecer en cuanto al propósito ficcional de su rol en la trama. Ya no creo que Brown haya dibujado un funcionario público íntegro que viola cualquier libertad para proteger a los ciudadanos hasta de sí mismo, sino que caricaturiza la paranoia estatal con respecto a los complots para destruir el idílico sistema democrático de los Estados Unidos. Es mi segunda conclusión a partir de lo “cuadrado” y artificial de sus actitudes. Además, la otra opción, que el propósito de Sato como personaje sea abiertamente “institucional”, es desde todo punto de vista intolerable.
Dejando atrás los personajes, cerraré esta segunda entrega haciendo mención a la estrategia narrativa de la novela. Borré dos párrafos en los que exponía mi dis-gusto por la manera en la que Brown encubría hasta niveles estresantes detalles insignificantes, porque después de releer varias páginas me di cuenta de que sin ese recurso El símbolo perdido no pasaría de ser el patético guión para un capítulo de Vampire Diaries o, aún peor, Lost. Comprendí que este encubrimiento es soportable después de que uno se ha familiarizado con el estilo browniano, y en ciertas ocasiones hasta llega a ser necesario.
El aspecto central que quiero comentar es el que más arriba catalogué de “rebuscado pero válido”. En las novelas de misterio el narrador va dando pistas, señales, anticipos, indicios en general. Todo encubrimiento es válido siempre y cuando no se engañe al lector. Puede que a través de un personaje se distorsione la “verdad” o se dé la ilusión de una cosa distinta de la que ocurre u ocurrirá. Pero, no se debe olvidar que el narrador tiene prohibida esta salida, en vista de que es el único elemento en el que se puede confiar. Si el lector pierde la fe, entonces, se sentirá estafado. Por lo menos es lo que me pasó a mí.
No digo que el género no pueda permitirse ciertas innovaciones. De hecho, son necesarias. Pero hay estrategias que no encajan y por ir muy lejos, terminan perdiendo su brillo creativo. Ejemplificaré esta situación.
En el Capítulo 103, luego de que se lo encerrara en una caja hermética, la cual se describe con sospechoso detalle, Robert Langdon es interrogado por Mal’akh acerca del último secreto de la pirámide de piedra. El profesor revela lo que sabe esperando ser liberado, pero en su lugar el lunático deja que la caja termine de llenarse con un cálido líquido que amenaza con ahogar a Langdon dentro. El capítulo cierra con las palabras: “Robert Langdon dejó de existir”.
Por un momento, me impresioné más de la cuenta. Ante mí, Dan Brown pasaba de ser un simple mercachifle de la palabra a un narrador serio y comprometido con su historia a tal nivel que reconocía que su héroe era tan frágil y vulnerable como su condición humana lo implicaba. Me alegré de estar equivocado en mi opinión sobre el autor.
Celebré muy pronto mi supuesta equivocación.
La cosas empezaron a andar mal cuando cuatro capítulos más adelante, en el 107, se introduce una explicación detallada de cómo Katherine descubrió que el alma existe, siendo posible pesarla, y uno más tarde, en el 108, Robert Langdon aparece flotando en algo así como el limbo. Temí que la historia me explicara después un antiguo ritual bambara o zulú para regresar el alma al cuerpo de nuestro noble profesor. Pero, para nuestra suerte o desgracia, Brown es más escéptico que Langdon y optó por el truculento recurso de los tanques de privación sensorial.
Les ahorraré la explicación de este artificioso aparato, remitiéndoles a aquel capítulo de Los Simpson en que Homero y Lisa van a una tienda esotérica y se los introduce en unas futuristas cápsulas al estilo 2001: Odisea del espacio. Allí dentro, Lisa empieza a tener visiones, como resultado de la expansión de su mente, de la misma manera en que le ocurre a Langdon.
Al terminar con los pormenores sobre el artefacto que sólo le dio a Langdon la sensación de haber muerto, salté de mi asiento y reclamé al vacío literario que había sido víctima de un engaño fictivo: El narrador dijo expresamente “Robert Langdon dejó de existir”, no “Tuvo la sensación de que dejaba de existir”. Como cualquier lector que ha confiado en el único ente que no sacará beneficio de la historia, esto es el narrador, acusé a Brown de estafador y me empeciné en la idea de que una novela así no valía ni un centavo. Robert Langdon había muerto y no había forma de traerlo de vuelta.
Mi compañera de lecturas me hizo notar que había una explicación razonable para esta situación: El estilo libre indirecto expuesto por Darío Villanueva en su Comentario de textos narrativos: la novela. El autor define esta complicada técnica narrativa de la siguiente manera:
Modalidad de discurso que se puede calificar de neutral, pues permite reflejar, de forma convincente y vivaz, el pensamiento del personaje sin prescindir de la tercera persona del narrador, por lo que se da fundamentalmente en formas de MODALIZACIÓN como las llamadas OMNISCIENCIA SELECTIVA y MULTISELECTIVA. Como marcas lingüísticas de su presencia están el uso del imperfecto de indicativo, la reconversión de la persona yo en la persona él, la afectividad expresiva proporcionada por exclamaciones, interrogaciones, léxico, coloquialismos, etc., así como la ausencia introductoria de los VERBA DICENDI [esto es, las formas verbales que designan comunicación lingüística como “dijo”, “expresó”, entre otros].
Como profesor de Literatura, el tema estaba aclarado. Como lector, la explicación no me satisfizo. Al contrario, me hizo pensar en el público que leerá El símbolo perdido sin tener a la mano al señor Villanueva. Y aunque lo tuvieran, es obvio que se necesita cierto conocimiento de crítica literaria para asimilar la definición del susodicho estilo indirecto libre.
Es más, la confrontación de este estilo narrativo supone varios problemas de lectura y emisión. Por un lado, si Brown ha pensado en un público tan atento como para notar el estilo indirecto libre, entonces, la mayor parte de su narración, que peca de plana, pedagógica, elemental y excesivamente escolar desentonaría con la capacidad lectora de quien espera encontrar un libro complejo. Si por el contrario, su intención es llegar a un público amplio a través de una narración clara, sencilla, amena y didáctica, tropezaría con este detalle rebuscado en el que en lugar de sorprender al lector le estaría engañando, puesto que escapa de sus marcos de lectura.
En cualquier caso, es posible que la mayoría de los lectores pasen sobre este problema, y aplaudan la introducción de los tanques de privación sensorial como un acierto de Langdon, pero eso es aún más preocupante que si se enfrentaran al dilema de si la narración era elogiable o censurable, porque esto último revelaría que, por lo menos, le exigen algo al texto que leen.
En justa aplicación de la verdad, diré que en la versión original el texto citado aquí dice: “Robert Langdon was gone”, no “Robert Langdon died”. Desde un punto de vista literario el valor que adquiere la afirmación “…was gone” se presta para interpretaciones mucho más amplias y ricas que nuestro nada plurisignificativo “…dejó de existir”. Pero, en todo caso, es poco probable que la traducción salve a la novela de lo que yo he sentido como sus verdaderas fallas, las cuales señalaré a continuación…
(Esto es, en líneas generales, mi apreciación del desarrollo de la novela. En una próxima entrega, que prometo más corta y optimista, concluiré mi punto de vista sobre el libro de Brown señalando mis consideraciones sobre el desenlace. Agradezco la paciencia).
(Continúa)

viernes, 5 de febrero de 2010

CONCURSO DE RESEÑAS


El Grupo de Investigación en Literatura Latinoamericana y del Caribe (GILAC), en el marco de la Semana del Libro y del Idioma 2010, convoca a los estudiantes regulares de pre y postgrado para que participen en el Concurso de Reseñas Literarias. Este certamen tiene como propósito incentivar la producción escrita sobre textos recientes de teoría literaria, ficción o poesía, entre los estudiantes que hacen vida en la Universidad de Los Andes, Táchira.

Bases

  1. Participarán aquellos estudiantes regulares de pre y postgrado de la Universidad de Los Andes, Táchira, con un solo texto inédito, es decir, que no puede haber aparecido en ningún medio impreso o digital, nacional o internacional.
  2. Los textos concursantes serán reseñas sobre libros de cualquier género (novela, cuento, poesía, crítica literaria, crónica, etc.) publicados en los últimos tres años. Se considera como reseña aquel texto que funge como presentación comentada de un libro determinado. Para consultar los modelos de reseña, revisar Contexto Revista de Estudios Literarios disponible en la Biblioteca “Luis Beltrán Pietro Figueroa”, del Núcleo “Dr. Pedro Rincón Gutiérrez” o a través del portal de internet www.saber.ula.ve/contexto/.
  3. La extensión de la reseña será de tres cuartillas, escritas por una sola cara, tamaño carta a espacio y medio, fuente Times New Roman o Arial, a 12 puntos.
  4. Los criterios de evaluación:
    1. Relevancia y pertinencia del libro reseñado.
    2. Agudeza en la presentación y comentario.
    3. Cumplimiento de los aspectos formales de la lengua escrita (orden de las ideas, redacción, ortografía).
  5. La recepción de textos será desde la publicación de estas bases hasta el día 01/04/2010. Estos se consignarán en el departamento de Español y Literatura en un sobre manila, contentivo de tres copias firmadas con pseudónimo, acompañadas, en sobre aparte cerrado, de la información verdadera del autor o autora: apellidos, nombres, teléfono, email, año y sección. (Se aconseja identificar ambos sobres con el pseudónimo que suscribe la reseña para evitar confusiones o extravíos).
  6. El veredicto se hará público en acto especial, en el Salón de Usos Múltiples, el 23 de abril de 2010.
  7. La premiación contempla tres lugares, los cuales además de recibir un juego de libros publicados por el GILAC y la inclusión de la reseña en el número 17 (2011) de la revista Contexto, incluye premio en metálico distribuido de la siguiente manera:
    1. 1er. Premio: Bs. 200
    2. 2do. Premio: Bs. 150
    3. 3er. Premio: Bs. 100
  8. Se otorgarán las menciones especiales que se estimen pertinentes. Al mismo tiempo, el jurado está en la libertad de declarar desiertos los lugares que así lo considere.