jueves, 21 de junio de 2012

RESEÑA





COMO EL HILO SIN PERLAS
Viaje al universo poético de Enriqueta Arvelo Larriva (2012)
Alicia Jiménez de Sánchez
Caracas: Fondo Editorial Fundarte


La estatura poética de Enriqueta Arvelo Larriva ya ha sido ampliamente reconocida en el ámbito de las letras nacionales y aceptada por el canon como la primera mujer que asumió la posesión de una voz propia, con la que abonó el camino de la poesía venezolana hacia la modernidad. Son varios los estudios que se han hecho sobre su obra, nunca suficientes, por supuesto, dada la singularidad de su poética, lo que no permitirá nunca agotar la lectura de sus entrañables y profundos poemas.

De lo que sí adolecía el acercamiento a su figura era de los detalles de su vida personal, debido a su permanencia en el pequeño pueblo de Barinitas, hasta bien entrada la madurez, apartada de los círculos literarios de su hora. De manera que sus devotos siempre queríamos saber más sobre una personalidad, de pocas vivencias exteriores, pero siempre a la escucha y al acecho de los misterios del mundo. De ahí que no contemos con una iconografía que nos dé cuenta de su imagen ampliamente, como sí ocurrió con esa otra gran mujer de las letras del país: Teresa de la Parra. Tampoco su amplio epistolario, tan ponderado por Mariano Picón Salas o Udón Pérez,  sobrevivió al desinterés de quienes la rodearon, salvo algunas excepciones.

Todo lo dicho contribuye a subrayar la importancia del libro de Alicia Jiménez de Sánchez, mención especial del II Premio Nacional de Literatura Stefanía Mosca, Mención Ensayo, 2012. La autora,  nacida en Uracoa, es barinesa por adopción. Aunque su profesión es la de Ingeniera Civil, es una apasionada de la literatura y una creadora, a su vez, dentro de los géneros del cuento y la poseía; además de engrosar las filas de los devotos  “enriquetólogos” que ya vamos siendo legión.

Luego de la lectura, de “un solo tirón”, de este delicioso ensayo, caemos en cuenta de que todavía quedaban muchas cosas por decir y descubrir sobre Enriqueta Arvelo Larriva; y que sólo la labor detectivesca de Jiménez nos permite conocer hoy. Dividido en nueve apartes, el libro combina el detalle biográfico, el comentario de textos, las puntualizaciones geográficas o históricas,  junto al despliegue literario de la autora, quien no se cohíbe de expresar impresiones o acuñar imágenes propias. Se trata de esa escritura “a lo que salga”, según definía don Miguel de Unamuno al ensayo, refiriéndose  a la libertad expresiva que hace sentir al escritor a sus anchas dentro de este género.

Es así como la autora nos inicia presentándonos a la verde Barinitas, de patios enormes y frondosos jardines que aún hoy la caracterizan. Esa misma Barinitas antes conocida como la Mesa de Moromoy. Se trata de un necesario introito si tenemos en cuenta lo mucho que este paisaje significó para la poesía de Enriqueta. Seguidamente se nos habla de ese estigma que marcó a nuestra querida poeta: era fea y además solterona. Su único amor no le cumplió la palabra empeñada en posible matrimonio; abandono cruel pero que le permitió dedicarse  plenamente a su verdadera vocación: la Poesía.

Junto a estos datos se suceden las revelaciones, algunas muy curiosas y gratas ya que nos aproximan a esa presencia viva de Enriqueta, alimentando aún más el mito que bordea su figura. Es así como nos sorprende saber de su afición por el beisbol, era magallanera. Además, Jiménez nos la presenta como una mujer alegre y buena conversadora, con muchos amigos, varios de ellos epistolares. Esto contradice esa imagen de mujer tímida, calladita y temblorosa que nos han ofrecido algunos autores.

Otros datos corrigen errores como la afirmación de que ella se carteó con Gabriela Mistral, cuando no se ha encontrado la menor evidencia de ello o el desmentido de un suceso varias veces relatado: que su casa en Barinitas fue quemada por opositores políticos en 1946, cuando en verdad el incendió se debió a una chispa en la cocina. Aunque quizás lo más estremecedor de todas estas revelaciones obtenidas por Alicia Jiménez durante sus entrevistas y acuciosa pesquisa fue el entender que la familia no la valoró como poeta, sólo como prosista, como colaboradora de varias publicaciones periódicas de su tiempo. Para sus parientes el gran poeta era el hermano, Alfredo Arvelo Larriva, lo de ella eran “las cosas de Enriqueta”. Sólo su primo Alberto Arvelo Torrealba supo valorarla como poeta. Ironías de la vida, hoy la obra verdaderamente trascendente es la de la humilde Enriqueta

Sabemos también que tuvo inquietudes políticas, estaba al tanto de todo lo que ocurría en su país y en el  mundo. Su preocupación social estuvo siempre presente y llegó a interesarse incluso por la competencia electoral: “ya no les tengo lástima a los luchadores democráticos porque en la lucha se goza quizás más que en el triunfo” (p.65). Es esta una frase con la que demuestra su temple y disposición para la participación ciudadana, así como para dar un ejemplo de compromiso a las mujeres más jóvenes.

El último gran acierto de este libro que quiero anotar aquí es la inclusión del hallazgo de un poema, hasta ahora inédito y que fue encontrado por intermediación de la ensayista en la Biblioteca de la Universidad Stony Brook, de Nueva York. El mismo estaba en el archivo del poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade. Me permito transcribir la estrofa final ya que denota, una vez más, lo enraizada que la poesía de la Arvelo estaba en el sentir humano y lo mucho que la ofrendó a sus semejantes:

Estoy sintiendo ahora el corazón del  mundo
¡Oh signo, oh emoción, oh facultad preciosa!
Vibrar a tono, hermanos, con el terrible instante,
Hasta en las cercanías de mi corriente sueño (p.75)

Y si para Orlando Araujo el color de la poesía de Enriqueta era el azul y el rosado o el rojo para Luis Alberto Angulo o el blanco para Alicia Jiménez (p.116), finalizo diciendo que para mí los versos de Enriqueta son verdes como Barinitas, como la esperanza, como el retoñar  de los plantas bajo el sol, como el olor del pasto después de la lluvia, como la voz y la presencia viva de nuestra poeta inmortal.

[La presente reseña forma parte del número 18 de nuestra revista Contexto, correspondiente al año 2012, que actualmente se encuentra en preparación]

lunes, 18 de junio de 2012

CARLOS FUENTES Y "EL ESPEJO ENTERRADO"


[El siguiente artículo fue publicado por el diario El impulso de Barquisimeto, en su suplemento dominical Literaria, hace un par de semanas. Lo redacté expresamente para esa publicación por petición de mi maestro y amigo, Elí Caicedo Pinto, a quien agradezco el incentivo de escribir un texto dedicado a la obra de Carlos Fuentes pocos días después de su muerte.

Entiendo que la extensión de este ensayo no es la más apropiada para un blog, y por ello llegué a considerar su publicación en varias partes. He renunciado a esa idea porque lo escribí de un tirón, sin cuidarme de dejar coyunturas adecuadas para su fragmentación, así que cierto pudor (y también una dosis considerable de ceguera creativa) me impide dividirlo. Pido disculpas por su extensión a los potenciales lectores y agradezco de antemano su valiosa paciencia, si llegaran a leerlo aunque sea en parte.]

La desaparición física de un gran escritor conmueve los corazones de la comunidad literaria y da lugar para que se hagan públicas muchas opiniones sobre él y su obra. Las de los amigos cercanos, quienes compartieron su vida y los momentos excepcionales de su carrera, suelen ser emotivas reafirmaciones de amistad, remembranzas de tiempos felices, palabras íntimas compartidas con los amigos comunes. Las de sus lectores, una revisión laudatoria de su obra, ese legado para la posteridad que conecta al escritor con millones de soledades presentes y futuras.



La muerte de Carlos Fuentes no ha sido la excepción. Elena Poniatowska en el portal digital de La Joranda publicó un artículo, sencillo, pero muy sentido, sobre sus recuerdos con el escritor mexicano. Gabriel García Márquez, en el mismo portal, pidió la publicación de un texto aparecido en 1988, en el que pareció recoger por adelantado sus palabras ante la muerte del amigo. Y así, muchos escritores, políticos, actores y demás figuras han hecho público su dolor por la noticia inesperada de la muerte de Carlos Fuentes.

Con relación a su obra, la Real Academia Española había conmemorado los 50 años de la publicación de La región más transparente, en 2008, cuando Fuentes cumplía 80 años. Una de esas ediciones extraordinarias para todo el mundo de habla hispana que la RAE inauguró con el Cuatricentenario del Quijote y que da lugar a importantes estudiosos de la literatura para realizar brillantes disertaciones sobre la obra en sí o su significación dentro de la historia de las letras.

Y no es para menos. La extensa obra de Carlos Fuentes, que abarca casi todos los géneros, ocupa un lugar importante en la historia de la literatura hispanoamericana. Algunas de sus novelas más célebres (La muerte de Artemio Cruz [1962] o Terra Nostra [1975]) le hicieron merecedor de importantes galardones a ambos lados del Oceano Atlántico, como los premios “Rómulo Gallegos” (1977) y “Miguel de Cervantes” (1987).

En ocasión de este último, Enrique Krauze, historiador y ensayista mexicano célebre por sus polémicas, hizo público un ensayo titulado “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, en el cual hacía un descarnado retrato de un Fuentes desconectado de la realidad mexicana, superficial en la creación de sus personajes y dandy oportunista de la hora revolucionaria, tanto de México como de Latinoamérica.

Reseño este artículo porque paradójicamente Krauze ataca el aspecto más celebrado de Carlos Fuentes: Su profundo conocimiento de México, como cultura y nación. Gonzalo Celorio, por ejemplo, en su trabajo para la edición de la RAE, que mencionamos más arriba, señala que La región más transparente es “La primera novela que le confiere a la ciudad de México una voz propia y que la abarca en su conjunto”. María Teresa Colchero Garrido, por su parte, en el artículo “La polémica ocasionada por Krauze sobre Carlos Fuentes”, publicado en algún lugar y que se encuentra huérfano de pie de imprenta en la vasta internet, sale al paso a estas declaraciones (quién-sabe-cuándo) para dejar claro que el distanciamiento que Krauze acusa en Fuentes de la realidad mexicana debido a que la mayor parte de su vida ha vivido fuera del país no puede en ningún sentido ser motivo para la descalificación, a tenor de que es improcedente aplicar determinismos espaciales a esas relaciones conceptuales entre un escritor y su terruño.

Mucho de cierto hay en las palabras tanto de Celorio como de Colchero Garrido, puesto que el texto de Krauze pareció encontrar una respuesta contundente de parte de Fuentes (por lo menos en este aspecto histórico y cultural) en el monumental ensayo El espejo enterrado, publicado en 1992. Por bien que muchas novelas, cuentos, obras de teatros, crónicas y guiones de cine de Carlos Fuentes ocupen una atención especial en los estudios de la literatura castellana de los siglos XX y XXI, es El espejo enterrado el libro que parece reunir en todos los sentidos al mejor Fuentes. Y no sólo porque se trata de un concienzudo recorrido por el devenir histórico de América, sino porque además llega en el momento preciso en que el “Nuevo Mundo” se enfrentaba a un hecho crucial para su identidad como continente: Los Quinientos años del “descubrimiento”.

Sus detractores, entre ellos el propio Krauze, deben estar de acuerdo con ello, puesto que él mismo reconoce que para bien o para mal Fuentes es un extraordinario escritor. Si Aura (1962) o La gran novela latinoamericana (2011) pudieron resultar insatisfactoria, la una, y polémica, la otra, El espejo enterrado en cambio vino a dar forma definitiva a un tema que había explorado Fuentes durante toda su carrera. De hecho, algunos llegan a afirmar que este libro es algo así como los “Cien años de soledad” de Fuentes, no sólo porque su estructura se presta para la lectura novelada, sino porque en él confluyen otros libros (novelas, cuentos, ensayos) publicados anteriormente por el mexicano. Yo en lo particular pienso que es el ensayo más ameno y sustancioso que he leído hasta este momento sobre la historia y cultura latinoamericanas.

El proyecto en sí se originó entre 1988 y 1989. Surgió como una serie televisiva en cinco partes que el productor Michael Gill y la Smithsonian Institution se plantearon a propósito del cumplimiento del V centenario de la llegada de Cristóbal Colón a tierras americanas. La producción del audiovisual terminó en 1991 y el Fondo de Cultura Económica, basado en él, decidió publicar un libro y lanzarlo en el año de la celebración, 1992. La edición es bellísima. 440 páginas en el más fino papel con láminas “full” color de cuadros, esculturas, piezas arqueológicas, monumentos arquitectónicos, árboles genealógicos… indispensables para comprender y seguir el hilo de la exposición hecha por Carlos Fuentes.

Octavio Paz había escrito El laberinto de la soledad, documento sociológico y filosófico sobre el mexicano y sus relaciones de identidad con los símbolos y el medio. Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, compendio vastísimo sobre el saqueo al continente. Ambos libros, sin embargo, carecían del enfoque que les permitiera estar a la altura de la crisis cultural que el momento planteaba. El primer libro fue una exégesis restringida al mexicano, a la formación de México y a su tradición.; el segundo tuvo un evidente sentido de denuncia. El espejo enterrado en cambio fue mucho más allá y se planteó una exploración más amplia del hecho americano, desde una perspectiva identitaria, que otros autores ya habían planteado, con mayor o menor suerte. Fue sobre todo una visión cultural de los hechos y elementos que marcaron un antes y un después dentro de la construcción de América.

La propia introducción del libro es una invitación a revivir la discusión que Pedro Henríquez Ureña, Arturo Uslar Pietri o Fernando Ortiz ya habían sostenido sobre la significación del viaje de Colón. Recuerda mucho a estos autores sobre todo cuando casi al comienzo del prólogo apunta que: “Colón, más que el oro, le ofreció a Europa una visión de la Edad de Oro restaurada”, “el paraíso terrenal y el buen salvaje que lo habitaba”. De allí en adelante el balance no será tan idílico y por ello, a mitad de la introducción Fuentes se pregunta y nos pregunta: “¿Tenemos realmente algo que celebrar (por los Quinientos años de la llegada de Colón)?” A pesar de la dolorosa situación política, social y económica que Latinoamérica vivía en los primeros años de la década del noventa (y que se ha extendido hasta nuestros días), Fuentes encuentra un motivo para celebrar: la gran herencia cultural.

Muchos vieron esa afirmación desde la idea de que el espejo al que aludía el título del libro y el que Latinoamérica debía ver era el de Europa como su semejante, un lugar del cual venimos y que por tanto guarda las claves de lo que somos. La verdad es que esa conclusión es tan correcta como equivocada. La Europa que Fuentes proponía que viera Latinoamérica era la España monárquica que tuvo su influencia sobre el continente (y buena parte del mundo) entre los XV y principios del XIX, y pedía que la mirara sobre todo desde los ojos de lo que fue América antes de ese nombre. Cuando Carlos Fuentes plantea su metáfora del espejo cita ejemplos emparentados con esa época. Habla de don Quijote y Alonso Quijano, del antiguo Mediterráneo y de Velásquez; habla también de Quetzalcóatl y del Veracruz precolombino. Eso debe alertarnos de un sentido ancestral de su metáfora.

¿Dónde empieza El espejo enterrado? En las primeras importaciones de la España colonizadora al Nuevo Mundo: la plaza de toros y la virgen. No desde la perspectiva de lo que heredamos, sino de la significación que estos elementos tienen en el imaginario español medieval y del enorme influjo que tuvo en la formación de ese imaginario lo que el Mediterráneo había llevado a la península durante la época de los romanos y el éxodo que significó su disolución. Es decir que El espejo enterrado arranca desde la historia del Otro; una relación de hechos ajena y que en primera instancia pasa por contar lo que fue un proceso extranjero de formación cultural. “Qué es España al llegar a estas tierras” parece sugerir el comienzo del libro.

Cuatro capítulos y casi cien páginas después, aún estamos en España. Es tan sólo en el quinto capítulo cuando nos encontramos con el “Nuevo Mundo”. Llegamos a él con el propio viaje de Carlos Fuentes. Krauze había denunciado en su ensayo que Fuentes conocía poco a México y que su visión era a lo sumo turística. Su espíritu cosmopolita y viajero despertó en Fuentes una atención accesoria por un mundo exótico, dice Krauze. No sabemos qué tanto de cierto pueda haber en esta afirmación tan subjetiva. De lo que sí podemos estar seguro es de que del viaje que realizó Fuentes para conocer a México y Latinoamérica  nace este orden de El espejo enterrado: primero, una exploración del mundo español del siglo XV y luego la llegada, junto con Hernán Cortés y Francisco Pizarro a tierras americanas.

Pero en esta llegada no hay sólo la visión del conquistador. Primero hay un recuento de que lo había en el “Nuevo Mundo” y cómo a partir de ello se organizaron las relaciones simbólicas de las culturas que se encontraron (porque fueron muchas más que dos). Fuentes, como Uslar Pietri, parece decir que no sólo el nativo del “Nuevo Mundo” no fue el mismo ante la llegada de los españoles, sino que también el español cambió con este encuentro. No podía seguir viendo el mundo de la misma manera, es cierto, pero tampoco podía ser ajeno al influjo que este nuevo ser humano iba a tener en su comida, su lengua y su descendencia. Hernán Cortés desposó a la Malinche como un acto simbólico de poseer el mundo recién “descubierto” no sólo en los bolsillos, sino también en la sangre.

A estas alturas del libro uno puede lamentarse de las pocas páginas que Fuentes dedica al mundo americano antes de la llegada de los españoles frente a la gran cantidad de datos y referencias que se presentan de España. Lamentablemente es una realidad el hecho de que los conquistadores españoles (como casi todos los invasores de la historia) destruyeron la mayoría de los registros históricos que dan cuenta de la larguísima tradición anterior a ellos. Es una justificación pobre lo sé. Pero, menos que justificar esta desproporción del libro, pienso que no podemos olvidar que del encuentro entre los nativos del “Nuevo Mundo” y los españoles no surgió una continuación del “Viejo Mundo”, sino algo totalmente nuevo que con el tiempo rompió el cordón umbilical, y que menos tuvo que ver con lo que se perdió del mundo precolombino que con la poderosa historia preservada por la voz oficial del conquistador.

Aún faltaba tiempo para esa ruptura y mientras tanto la virgen traída desde la península y el toro que vino en las bodegas de los barcos encontraron un asidero en las primeras poblaciones fundadas en Tierra Firma que iniciaron una historia doméstica. La virgen de Guadalupe ocupó el sitio de la diosa Coatlicue y el resto del continente, quizás siguiendo este ejemplo, llamó en español cristiano a sus madres protectoras: la Virgen del Valle (Colombia), la Virgen del Cobre (Cuba), la Virgen de Coromoto (Venezuela). La fiesta brava, por su parte, construyó sus arenas monumentales y alimentó la reyerta del toro contra el hombre de tal manera, que en Venezuela por ejemplo, la Feria Internacional de San Sebastián (eminentemente taurina), en Táchira, llegó a ser de las más importantes en el mundo de habla castellana.

Pero el vínculo con España era apenas una delicada red de artificiosas instituciones. Tan virtual era este dominio en los primeros tiempos que a pesar de los importantes “negocios” que la corona tuvo con las tierras recién anexadas, Fuentes se ve obligado a volver a la península y desde allá ver cómo llegan los barcos cargados de oro mientras los monarcas españoles, durante sucesivos reinados, se disputan el poder con el resto de Europa.

El Siglo de Oro aparece en medio del turbulento escenario europeo, como para recordarnos el altísimo valor cultural que la nueva situación del mundo iba a legar a la humanidad. De esta época es nada más y nada menos que Don Quijote de La Mancha. Aunque en este capítulo el mundo americano desaparece de momento y nos toca conformarnos con disfrutar de la rica exposición de cuadros y literatura españoles de este altísimo momento del arte mundial. Lo que en España se produjo en ese momento era el resultado de lo que el mundo estaba viviendo y cómo se proyectaba en una generación de artistas que volvían sus ojos al mundo terrenal y olvidaban un poco el celestial.

Para cuando regresamos a América, las cosas han avanzado a su propio ritmo, pero ha quedado patente un rasgo definitivo de la historia subsecuente y el carácter de lo latinoamericano: el trasplante forzoso de todo lo que en el “Nuevo Mundo” germinó significaría para siempre un espíritu violento y caótico que ya nunca jamás halló acomodo. Es allí donde radica la ruptura que abrió la brecha insalvable entre España y sus supuestas colonias de ultra mar.

Tanto el aborigen que es arrancado de su sistema político, su religión y su ciudad, en fin de su cultura, para sujetarlo a la ciudad española y al cuartel improvisados en las tierras conquistas y el africano traído como animal para los trabajos forzados mantendrán una actitud ajena y siempre se sentirán extraños a ese mundo que les tortura y somete.

El propio español que vino desarrolló una conciencia diferente y vio a la península y ella a él con otros ojos. El profesor Rubén Darío Jaimes, en una de sus clases de Literatura Latinoamericana, especialmente del Caribe, refería en cierta ocasión una anécdota muy ilustrativa de esta idea. No recuerdo los protagonistas o si mi memoria de la anécdota es exacta, pero lo importante es el planteamiento: Un latinoamericano en España a modo de guasa le dice a un español: “Tu abuelo que fue a América a saquear y a violar” y éste le responde: “Mi abuelo no, el tuyo, porque el mío no salió de aquí”. De muchas maneras, el español que se embarcó en la aventura de la conquista y colonización no podía regresar a España siendo el mismo. Debía enfrentar los fantasmas que Europa alimentó en su conciencia de una supuesta tierra de utopías con la tragedia de la esclavitud y las ambiciones de las riquezas desmedidas.

El español “exiliado”, el aborigen conquistado y el negro raptado se encontraron de pronto en un paraíso extraño que promovía una confusión de identidad, difícilmente “aclarable” por las leyes de uno, de otro o de “unotro”. Fuentes se plantea las preguntas posibles de ese momento identitario:
¿Cuál era nuestro lugar en el mundo? ¿A quién le debíamos lealtad? ¿A nuestros padres europeos? ¿A nuestras madres quechuas, mayas, aztecas o chibchas? ¿A quién deberíamos dirigir ahora nuestras oraciones? ¿A los dioses antiguos o a los nuevos? ¿Qué idioma íbamos a hablar, el de los conquistados, o el de los conquistadores? (pág. 206)

Y es de esta crisis de identidad donde surge el mestizaje, lo verdaderamente latinoamericano, lo verdaderamente nuevo. Fuentes lo define con una idea europea: el barroco, y su explicación es satisfactoria, aunque la idea en que se apoya para rematar sus afirmaciones satisface más por la amplitud que por la justicia de la comparación:
Más allá del mundo del imperio, el oro y el poder; más allá de las guerras entre religiones y dinastías, un valiente mundo nuevo [¿Brave New World?] se estaba formando en las Américas, con manos y voces americanas. Una nueva sociedad, una nueva fe, con su lenguaje propio, sus propias costumbres, sus propias necesidades (pág. 207).

Donde se construía una iglesia católica, el arquitecto mestizo ponía un símbolo aborigen. En las liturgias de la Semana Santa, los yorubas introducían sus cánticos y rituales. Al plato de comida español se le agregaba el maíz. El sincretismo espontáneo (y necesario) cobró una vigencia cada vez mayor en la descendencia. Aborigen, negro y español siguieron guardando un espíritu de extrañamiento y quizás nunca lo abandonaron. Las rebeliones de esclavos fueron pan de cada día y siempre tenían el proyecto de una nación africana. La primera junta patriótica de Caracas se organiza en defensa de los Derechos de Fernando VII. Es el mestizo, originario de estas tierras y producto de un proceso histórico que para él constituye su génesis, el que empieza a apoderarse de la noción de un mundo propio.

Este capítulo del libro titulado “El Barroco del Nuevo Mundo” es particularmente especial en este sentido. No parece gratuito que esté ubicado en pleno centro del libro (es el IX de XVIII capítulos) y tampoco parece inocente que recoja hasta ese momento los aspectos resaltantes de toda la exposición precedente y sirva de pórtico al largo proceso de la independencia americana. Por supuesto que Fuentes regresa a España un capítulo más antes de centrarse en las guerras de las colonias contra el imperio, pero es una estación necesaria para explicar los aspectos que justificaron y precipitaron la ruptura política definitiva entre ambas orillas.

Desde esa ruptura hasta el siglo XX como etapa histórica de la Latinoamérica constituida hay un profundo análisis de los personajes y procesos que reunieron en poco más de 150 años todo el largo devenir que a otros continentes o naciones les llevo más de cuatro siglos. Simón Bolívar y José de San Martín como impulsores de la independencia sureña y la larga lista de tiranos que durante el siglo XIX gobernaron las nacientes repúblicas protagonizan el turbulento suceder de gobiernos y ensayos democráticos que no dan un resultado esperanzador hasta bien entrado el siglo pasado.

Pero estás esperanzas demoraron muy poco o no pasaron de ser eso. El capítulo XVI, “Latinoamérica” no logra por momentos desligarse de la poderosa influencia que tuvo la política en un sistema cultural que una vez más recibía el ataque económico de potencias extranjeras. Poco o nada puede decirse de los aspectos culturales que se mantenían o desarrollaban bajo los terribles conflictos de una democracia mercantil, salvo que el espíritu cimarrón del latinoamericano abrazó las banderas de la revolución como única salida posible.

Polarizado el mundo en dos grandes centros, EE. UU. y la URSS, Latinoamérica se debatía entre las contradicciones que durante toda su historia habían encerrado sus posibilidades: riquezas naturales contra el saqueo de regímenes foráneos. Con lo que no puedo estar de acuerdo, siempre como conclusión de la lectura, es que, según Fuentes, esa Latinoamérica sumida en estos problemas diacrónicos volviera los ojos a España para encontrar allí: “la playa europea del Nuevo Mundo” (pág. 356).

Muy difícilmente podía encontrar Latinoamérica en España esos rastros de un faro cultural, cuando la península venía de 50 años de dictadura fascista y su salida, aunque pomposamente celebrada como democrática, fue precisamente la monarquía. Latinoamérica había roto con el Imperio español esperanzada en un modelo republicano que le permitiera por fin acceder a la modernidad. No es lógico que encontrara en la corona del rey Juan Carlos algún rastro de esa democracia anhelada, ni siquiera por el hecho de que el Rey allanara el camino para la realización de elecciones libres. El proceso político que viven casi todos los países latinoamericanos y la propia España es prueba de ello.

De hecho, el capítulo XVII, “La España contemporánea”, es una exposición en la que Fuente no puede mostrarnos un nexo real entre la antigua monarquía y sus actuales descendientes coloniales. Menciona a Rubén Darío en un momento en que su admiración por la cultura española le hace olvidar que el poeta nicaragüense escribe en medio de los estertores de una época gloriosa, a casi un siglo de distancia.

Lo que si encuentro acertado es el último capítulo dedicado a la presencia de lo hispanoamericano en Norteamérica.

Si bien el éxodo en busca de oportunidades ha esparcido al latino a todos los rincones del mundo (caso especial el de España) es en los EE. UU. donde ha calado con mayor intensidad. Luego de la larga lucha de la revolución contra la influencia del consumismo estadounidense parece ser esta cultura la que tiene más que temerle a la presencia del latino. El Otro para el latinoamericano en estos momentos, no es el europeo, es su vecino del Norte. Y allí justamente se libra la disputa más seria por el dominio cultural.

Durante la gran migración europea de mediados del siglo XIX y luego durante las guerras mundiales, EE. UU. recibió un número gigantesco de nuevas nacionalidad, lenguas y culturas. Pero, palió los efectos sobre la vida doméstica con un proceso, quizás controlado, quizás espontáneo, en el que las nacionalidades recién llegadas se organizaron en guetos. Territorios exclusivos para sus compatriotas, en los que hasta el idioma se cuidó de toda contaminación; se habla en sus lenguas, se profesa su religión, se mantiene su vestido.

La cultura latinoamericana, compleja, vasta, llegó después e inmediatamente supuso un desajuste. El “Norte” llegó a un acuerdo con las comunidades negras, italianas, judías, árabes, chinas, casi siempre restrictivo, de participación social, de convivencia aséptica y de diferenciación racial. Los latinos en cambio no entendieron estas restricciones. Su número creciente, su naturaleza mestiza y su capacidad para adaptar a su propio código los elementos de otras culturas han logrado que la cultura latinoamericana cobre una presencia activa entre los sectores políticos y culturales estadounidenses. Un ejemplo de ello, es por ejemplo la campaña a favor del voto latino que deben hacer los candidatos presidenciales en EE. UU. no ya como una opción, sino como una necesidad aritmética. El desplazamiento del inglés por el español como la segunda lengua más hablada en el mundo, es también muy ilustrativo de este fenómeno.

El último apartado del libro, “El espejo desenterrado”, vuelve sobre la metáfora propuesta en la introducción del libro: la herramienta capaz de enseñar a Latinoamérica un rostro propio en medio de la crisis política, económica y social que distorsiona la gran riqueza cultural del continente.

Fuentes ve con optimismo el futuro del continente en virtud de que éste “se transforma y se mueve, creativamente, mediante la evolución o revolución, mediante elecciones y movimientos de masas, porque sus hombres y mujeres están cambiando y moviéndose” (pág. 387). Ese es un hecho que no necesita comprobación. La era de información inmediata que vivimos hace más patente la capacidad del latinoamericano para enfrentar estos cambios con éxito a pesar de las advertencias sobre las limitaciones económicas de la mayoría de la población. Y este es el rasgo fundamental del que hablábamos dos párrafos más arriba y el cual deben “temer” los vecinos culturales de Latinoamérica.

El espejo enterrado de Fuentes termina como empieza, situándonos en la mañana en que Colón vio tierras americanas por primera vez y de la desbordante cultura que se originó a partir de ese día, entre cambios e intercambios. Cierra el libro al igual que la introducción insistiendo en la naturaleza simbólica del espejo, que al mismo tiempo que refleja la realidad es un proyecto de la imaginación. Aunque la hace en forma de pregunta, no entiendo muy bien la sugerencia. Intuyo que debe ser algo así como que el reflejo que proyecta el espejo somos nosotros tal cual somos y también al revés. Complicada idea que quizás nos dé pistas sobre Latinoamérica, ese paraíso terrenal, la fuente de la eterna juventud y el rincón del mundo en el que espera la posibilidad absoluta; un carnaval eterno de las formas, en el que se sufren las alegrías y la muerte se festeja.