jueves, 24 de abril de 2014

RÉQUIEM HETERODOXO POR EL GABO (IV)

IV. El amor en los tiempos del cólera. Arrebatos y paciencia.

Si usted nunca vio clases con JC, no sabe de qué se trata la “tergiversación deplorable de los argumentos”: “El amor en los tiempos del cólera habla de una pareja que se conoce en la juventud. Por alguna razón no pueden tener nada en ese entonces, pero se consiguen cuando viejos y resulta que él se confiesa:
            -¿Sabes, Fermina? Tú siempre me gustaste, desde que estábamos chamos.
            -Cónchale, Florentino, tú también me gustabas. ¿Por qué nunca me dijiste nada?

Y así se hacen novios ya de viejos”. Alguien se arriesga: “¿En serio, profesor? Me parece recordar que era diferente”. “No, no, es así como le digo. Por eso la película es bastante diferente de la novela”.

Pero, no: resulta que El amor en los tiempos del cólera no es esa pésima teleserie que planteaba el profesor JC con saña. Esta novela, muy al contrario, es un interesantísimo tratado sobre las relaciones amorosas, que soporta muchas lecturas y que uno ama o detesta según la marea de los afectos que esté pasando.

No recuerdo exactamente cuándo leí por primera vez El amor. Pero, estoy casi seguro de que fue al salir del liceo luego de un tormentoso amor no correspondido, porque —como todos los hombres, que nos enamoramos una vez y para siempre— recuerdo que me sentí Florentino Ariza. Hoy no le discuto esa propiedad de personaje a E, por muchas razones.

Es probable que haya pedido prestada la primera edición que leí de El amor en la biblioteca de Coloncito, un recinto espléndido en el que existen (o existían) maravillas insospechadas. Sí recuerdo claramente que era la edición Oveja Negra, de cubierta amarilla con el vapor de ruedas dibujado a un costado. Es una edición que he visto varias veces en algún puesto de libros usados, pero que nunca me decidí a comprar. En parte porque no tengo una relación afectiva tan profunda con esta novela como con las dos primeras; en parte porque tengo una bella edición que me regaló Ronald Castillo, entrañable amigo del pueblo, en 2005. Un detalle, sin duda alguna, muy estimable: la primera reimpresión de la primera edición Norma. Cubierta flexible, lila, con una caricatura de Botero en la cubierta, y una fotografía amable del Gabo en la contracubierta, acompañada por una inapropiada cita de la novela. Sensacionalismo editorial, sin duda.

Paradójicamente, aunque esta novela no ha sido de las más trascendentales en mi vida, en relación con la obra del Gabo, sí es la que más he leído. Quizás porque he tenido más despechos que epifanías literarias.

El amor es una novela sobre el amor escrita por un hombre que ha entendido que a las mujeres hay que tenerles paciencia. De allí que todas las mujeres sueñen con el doctor Juvenal Urbino y todos los hombres tengamos pesadillas con él. Ningún hombre en su sano juicio se imagina alcanzando esos estándares de belleza, corrección, éxito y amaneramiento sofisticado. El género masculino, en general,  es más de la cerveza, el mundanal fútbol, la película pasable. Otros, de la rumba, el lupanar, los gallos de pelea. Los hay también híbridos entre estos y, al margen, unos más que tienen manías excéntricas, pero esos no cuentan, porque seguramente no consiguen mujer.

Las mujeres, en cambio, las hay del tipo que se quieren casar con el hombre perfecto —hallado en forma natural o fabricado a fuerza de “sugerencias”—. También de las que se casan por inercia con un buen tipo o que parece bueno al principio. El otro gran grupo de mujeres es el que se quiere casar, pero no consiguen con quien o con el que quieren no se quiere casar con ellas.

Podría decirse, entonces, que en cuanto a relaciones amorosas los hombres se dividen en Florentino Ariza y el doctor Juvenal Urbino, mientras que las mujeres se dividen en Fermina Daza y las demás. (Esto siempre a partir de los personajes de la novela).

Pero, uno no llega a esa conclusión al leer por primera vez El amor. Recuerdo que lo fascinante de aquella primera lectura era —una vez más— compartir con los personajes situaciones iguales: que la novela contara parte de mi vida y poder decir, como con una canción, “Eso me pasa a mí”. Todos los hombres abandonados nos sentimos pobres, feos y miserables; pero, al mismo tiempo, todos tenemos la certeza de que ella va a volver, tarde o temprano, cuando descubra que podemos ser mejores. De tal modo que leer, por primera vez, El amor es un viaje al averno, en el que uno se consume con Florentino Ariza y luego asciende con la esperanza bajo el brazo de que siempre hay segundas oportunidades.

En este descenso, por supuesto, uno llega a odiar a Fermina Daza cuando, sin misericordia, le clava una estaca en el corazón al mísero Florentino Ariza. Y la odia el resto de la novela por esa felicidad cómoda y de escaparate que es su vida con el flemático doctor. Y se la odia porque no hay derecho de hacer eso. No se puede amar con tanta locura y luego hacer semejante desplante. No hay fealdad o pobreza que lo justifique. Al menos eso creo uno cuando lee El amor a los diecisiete años. (Que luego, a lo largo de su vida, Florentino Ariza se acueste hasta con la abuela de Cenicienta es una retaliación justa para semejante desprecio). Pero, en realidad Fermina Daza desama por las mismas razones que lo hace Marcela en el Quijote: nadie está obligado a amar de vuelta a alguien sólo porque este lo ama. Y nadie puede ser echado a la hoguera por eso.

Fermina Daza —me pareció en esa oportunidad— nunca llega a amar realmente a nadie. Es muy fría, desaprensiva, indiferente. Tuvo un arrebato de pasión rebelde por Florentino Ariza, pero todo fue una ilusión. Ella misma se lo escribe a Florentino Ariza. Se casa con el doctor Juvenal Urbino en otro arrebato: un arrebato de rabia por las chanzas de su prima. Lo del final tiene mucho de inercia. También de arrebato de vejez, si vamos un poco más lejos. Optamos por creer, sin embargo, hay amor en ese final, porque la alternativa (que ella no lo ame) sería muy insípida, poco romántica. A los diecisiete años, el amor tiene que prevalecer.

Por su parte, lo que conmueve del amor de Florentino Ariza por Fermina Daza es lo metódico, lo imperturbable, lo obstinado. Lo eternamente febril, también. Amar de esa manera requiere vocación y uno desearía tenerla, para que el desengaño sucesivo de la experiencia no nos convierta en unos cínicos descastados. Aunque también haya que reconocer que la ficción matiza esa devoción, convirtiendo en adorable un persistencia que en la realidad sería locura temible.

Lo cierto es que Florentino Ariza ama como lo hacemos la mayoría de los hombres corrientes: con mucho de idealización, con mucho de plan a futuro, con mucho de sueño hecho realidad. Lo bueno para él es que le funciona, y puede poner un broche de oro a su delirio de amor. La vida en realidad dura más que unas 300 páginas y el “desgaste de lo cotidiano” suele ser más implacable que en la prosa del Gabo.

Como fuere, Florentino Ariza en su segundo cortejo de Fermina Daza comprende que el amor de arrebatos es una cosa de la juventud y las idealizaciones, así que opta por la estrategia a mediano plazo, a la amistad primero y el amor después. No creo que me haya dado cuenta en aquella época de que la cercanía paciente es una de las formas del amor tranquilo, del largo amor. Seguramente lo que aprendí fue que esas escenas de café y charlas, de los paseos vespertinos, de la compañía mutua eran aspectos secundarios; como los sucedáneos de un amor que en la práctica solo se había interrumpido por ese absurdo matrimonio, que duró un poco más de lo esperado. Estoy convencido ahora de que Florentino Ariza sentía lo mismo en esos momentos de felicidad plena.

*******

He leído luego unas seis veces El amor en los tiempos del cólera. Aún no entiendo el amor. Lo sigo encontrando problemático y complicado. Pero, algo sí he sacado en limpio de estas lecturas: el amor es ridículo. No sólo en el sentido de cursi y melodramático. Ridículo en las formas que nos afecta, insospechadamente, en los momentos más inesperados. Ridículo en los momentos desastrosos. En que los planes siempre se vengan abajo; en que una frase de amor susurrada al oído sea respondida con desprecio; en que nos asalte un despecho tan terrible como el cólera; en que nos sorprenda un mal estomacal durante una visita crucial. Y uno tiene que estar preparado para hacer el ridículo cuando se enamora.

Pienso que la principal falla de la película de Mike Newell —además de estropear el tono caribeño del Gabo y desperdiciar a un magnífico Bardem— fue la incapacidad de proyectar esa ridiculez intrínseca del amor. No debió ser muy trascendental la puesta en escena del momento en que Florentino Ariza y el doctor Juvenal Urbino se encuentran en la oficina de correos, porque no la recuerdo. Tampoco debió serlo el momento terrible en que Florentino Ariza ve a Fermina Daza embarazada. Esos son momentos fundamentales para comprender lo ridículo que te hace sentir el amor. Porque no hay ridículo más grande que estar enamorado solo de una mujer que está casada con un hombre “perfecto”.

Releer El amor supone, también, enfrentarse al hecho de que el amor en la adolescencia es mucho más arrobador de lo que puede serlo más adelante. Las palabras de Tránsito Ariza “Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas, que estas cosas no duran toda la vida” anticipa que las ilusiones seguirán llegando, pero cada vez menos fulminantes. La credulidad es un requisito del amor. En los primeros amores, que ese sentimiento de plenitud y completa satisfacción es el estado permanente de la pasión, y después, la convicción de que éste amor será diferente al pasado y de que los errores se pueden prevenir hablando. Pero, con el tiempo esos éxtasis emocionales empiezan a espaciarse, y hay que ser Florentino Ariza, si se quiere tenerlos a los 80 años.

Creo que hay espacios y personajes de la novela que no se exploran bien en la primera lectura. Por ejemplo, el caso inicial, en el cual el doctor se revela como lo que es: un moralista, correcto hombre de sociedad. El suicidio de Jeremiah de Saint-Amour pasa desapercibido en las primeras lecturas de El amor porque los personajes principales terminando siendo Florentino Ariza, Fermina Daza y el propio amor. Pero, esta primera parte nos permite conocer al doctor Juvenil Urbino, que por despreciable no deja de ser crucial en la novela. Creo que esta descripción inicial de su muerte (bastante absurda) mitiga el desprecio que le profesamos quienes nos sentimos solidarios con Florentino Ariza a lo largo de su tortuoso amor no correspondido.

Un Florentino Ariza —es bueno apuntarlo— que también se torna patético y impostado más de una vez. Esos poemas lastimeros, sus teorías sobre el amor, la castidad nominal, la fidelidad del corazón que le guarda a Fermina Daza, los dibujitos de mal gusto en el cuerpo de Olimpia Zuleta por los que terminan matándola y los perversos juegos con América Vicuña son todos elementos edulcorados y ridículos de un viejo desubicado. Claro que le envidiamos a América Vicuña, en algún momento de nuestras vidas y le recriminamos con creces a Sara Noriega.

Descubrir estos pasajes, tener estas variaciones en la percepción, solo es posible con varias lecturas de la novela, en los que cierta distancia de la historia central deje espacio para consideraciones más del conjunto.

Por lo demás, es una novela maravillosa que revisito cada vez con una mirada diferente. Y me satisface encontrar algo nuevo ella a cada nueva lectura, reconciliándome con algunos de pasajes y despreciando otros. Eso significa que es una novela viva, pienso; una novela que evoluciona con uno y con la que vamos estando de acuerdo en pasajes diferentes a medida que los años nos van pasando. Por eso debe ser que es una de las pocas novelas de las que recuerdo su inicio de memoria: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas siempre le recordaba el destino de los amores contrarios”. Leí esas líneas una tarde, hace muchos años, bajo el árbol de un estacionamiento cerca de casa en Coloncito. El árbol ya no está y yo sigo sin saber cuál es el olor de las almendras amargas.

domingo, 20 de abril de 2014

RÉQUIEM HETERODOXO POR EL GABO (III)

Centro de Convenciones de Cartagena de Indias con el anuncio del
Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) 2007. Foto: Miguel Gamboa

III. Un congreso frente a la Bahía de las Ánimas
(Crónica)

A finales de marzo de 2007, del 26 al 29, la Real Academia Española llevó a cabo el IV Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) en Cartagena de Indias. Y además de celebrar los ochenta años del Gabo, la RAE aprovechó la oportunidad para lanzar la edición conmemorativa por los cuarenta años de la primera edición de Cien años de soledad. Todo el mundo conoce esa hermosa edición, que cuenta con varios estudios preliminares y está cuidadosamente encuadernada.

Algunos estudiantes de la ULA de entonces nos animamos a ir a ese evento, con los recursos que hubiera. El cambio estaba a 0,85 así que podíamos permitirnos el lujo. Lujo, claro está, para estudiantes que comíamos en la universidad, viajábamos en la ruta o pagábamos con tiques estudiantiles y bebíamos una que otra cerveza, uno que otro día, a precios leoninos, para ambas partes.

Es justo que diga que yo al principio no quería ir, pesimista irremediable, sedentario irrestricto. Pero, luego de que los demás me contagiaran el entusiasmo y las ganas, y también de que me prestaran unos pesos, vi con mejores ojos lo del viaje y me animé como el que más. Y así fue que R, J, E, ML, M y yo nos fuimos por tierra, mientras que D, Y y M lo hicieron por avión, con un maravilloso paquete que incluía no-sé-cuántas noches en el hotel Decamerón.

No sé si ustedes lo habrán hecho, pero calcular la duración de un viaje por tierra valiéndose de la distancia como referencia es un castigo a la paciencia. Las quince horas que habíamos calculado desde Cúcuta hasta Cartagena se convirtieron en veintidós. Con el agravante de que siendo la primera vez que íbamos, así que esas veintidós parecieron cuarenta.

Al fin llegamos a Cartagena la mañana calurosa del mismo 26 de marzo, una hora antes de que, según el programa, el Gabo diera el discurso inaugural del congreso. En el terminal nos esperaba un amigo de la familia de ML, quien nos acompañaría a ubicarnos en la ciudad. A decir verdad, y muy a pesar de algunas desavenencias infortunadas, esa ayuda inusitada nos fue muy útil, viendo las cosas en retrospectiva.

Luego de las presentaciones de rigor, acompañadas de sonrisas protocolares —por si acaso— nos subimos a un taxi que nos llevó a la avenida Pedro de Heredia, en la que queda (o quedaba. Son tan frágiles nuestras geografías urbanas) una pensión de estudiantes. 15000 mil pesos por noche. Toda una ganga.

Dejamos los morrales y raudos pretendimos salir hacia el Centro de Convenciones, sede del congreso. Pretendimos. En ese momento, no se sabe de dónde todavía, a ML le dio hambre. Y no del hambre natural y serena que se calma con el conjuro “Tengo hambre”, sino la histérica y desesperada de los niños “¡Quiero comer ya!” Una sorpresa tétrica se apoderó de todos porque estábamos a minutos de que empezara el discurso. Escasos diez minutos o menos.

E asumió la defensa de los planes. Lo primero fueron las explicaciones racionales, la lógica ante todo: “Podemos comer luego”. Obcecación fría como respuesta: “Yo tengo hambre ya”. Pragmatismo masculino, entonces: “Nosotros vinimos a ver al Gabo. Podemos comer cuando termine el discurso”. Intransigencia femenina: “Yo quiero comer ya, porque después se me quita el hambre”. La ofuscación subía y el tiempo pasaba. Intervine, diplomático metiche, para intentar una destrabe que nos beneficiara a todos: “Mira, E tiene razón. Esos discursos no duran mucho”. No había miramientos con nadie: “A mí no me importa. Yo tengo hambre”. No había solución de continuidad a la vista para aquella discusión. Y en realidad era un obstáculo absurdo, después de todos los preparativos, los inconvenientes, la conciliación de voluntades y el maratónico viaje de la noche anterior, parecía una broma de mal gusto que todos los esfuerzos se perdieran por un itinerario alimenticio.

Agotados los canales pacíficos, la fuerza de la determinación pudo lo que los argumentos no: E destrabó la querella categóricamente: “¡Pues, yo vine a ver al Gabo, y lo voy a ver, muérase quien se muera de hambre!” Todos, excepto ML, pensábamos eso mismo, pero sólo E tiene la bilis necesaria para expresarlo en esos términos. A dios gracias, porque de inmediato nos subimos en la primera buseta que vimos.

La pensión no está lejos del casco histórico de la ciudad, así que llegamos en un santiamén. Caminamos una avenida hasta la torre del reloj y desde allí pudimos ver la enorme torta cuadrada de queso gruyere que es el Centro de Convenciones de Cartagena de Indias, puesta justo encima del mar, como si le ganara espacio a la bahía, que a todas estas no sé si realmente se llama de las Ánimas o si fue un nombre que el Gabo le dio para bautizarla con más elegancia que las autoridades.

Cuando llegamos a la puerta había casi tanta seguridad como personas. Se explica la seguridad no por el Gabo, sino porque a la inauguración del evento habían asistido el rey Juan Carlos y Bill Clinton (vaya uno a saber por qué razón este último). Entre los presentes estaban D, Y y M que habían llegado también esa mañana a la ciudad. De más está decir que al acto de instalación del congreso no podían pasar más que los invitados “especiales” y las autoridades. De manera que nosotros nos quedamos con el centenar de personas que estaban afuera, alrededor de un extraño monumento a los pescadores, cuyas figuras humanas tienen unas inapropiadas posturas, si se las ve desde determinada perspectiva.

¿Se imaginan lo que se ve desde un costado? Foto: Miguel Gamboa


En este punto mi memoria es difusa. No recuerdo cuánto tiempo pasó. Si acaso llegamos unos minutos antes de concluido el discurso, o si alcanzamos a distraernos en los alrededores del centro de convenciones. Lo que sí recuerdo es que de repente hubo mucho tumulto, una gran algarabía porque el Gabo por fin salía y los presentes teníamos la oportunidad de codearnos con la leyenda. Como suele ocurrir en estos casos, solo unos pocos afortunados estaban en la posición correcta para ver de cerca a la celebridad. Los demás debíamos resignarnos al margen, al exterior, separados de todo el acontecimiento por los que llegaron temprano y los periodistas, esos seres enmantillados que tienen acceso ilimitado y que siempre se ubican en la primera línea, haciendo que los presentes en el lugar de los hechos tengan peor visión que los que en casa disfrutan desde el sofá. Ironías del mundo moderno.

Decía, pues, que éramos los desesperados devotos que querían ver al Gabo desde cerca, pero no podíamos. Cámara en mano bordeábamos el cinturón de personas, vallas y agentes de seguridad, buscando un ángulo prodigioso que permitiera la foto para la posteridad (y para presumir luego, claro). No había manera.

En un momento confuso, Y se acercó a uno de los agentes y le dijo algo que no logré escuchar, pero que lo persuadió de dejarla pasar hasta donde estaban las camionetas en las que había de montarse el Gabo. Animado por la fortuna de Y, yo también me acerqué al agente, con la humilde cámara digital que me había prestado E, creo, y le dejé caer mi más lastimero: “Déjeme tomar una foto cerca”. “No” dijo con la cabeza el hierático personaje que en cuestión de segundos se había convertido en gárgola respetuosa del protocolo. Aunque no era algo que debiera sorprender a nadie. Sólo había que ver los factores para comprender su transmutación momentánea: Por un lado, Y con su 1,65 de estatura, cabello claro y sedoso; sonrisa limpia, sugerente; piel blanca y juvenil, pecho exuberante, caderas anchas y piernas prodigiosas (¡qué piernas!) y, por el otro lado, nosotros cuatro, E, R, J y yo, ¡qué cuarteto! E el equivalente real de Florentino Ariza, desmirriado, con la patética expresión de felicidad en el rostro por ver al Gabo; R, gradullón bondadoso salido de una película de Kubrick, con esos lentes de erudito gringo; J, aspecto de gánster sin clase, ordinario como una servilleta de lija y con una risa igual de suave y yo, y yo, verdulero de mercado de pueblo, con el bigote más infame del mundo, y más demacrado que un papá primerizo por el viaje de la noche anterior; es decir, un cuarteto sin gracia y lamentable, Beatles miserables, sin ningún chance de persuadir a nadie de dejarlos pasar. Era comprensible la actitud del agente de seguridad.

Al final Y se sacó su foto con el Gabo, sonrientes ambos en la camioneta, aunque Mercedes tenía un cañón acorde con la situación, y a nosotros nos tocó conformarnos con tirar fotos aquí y allá sobre la gente a ver si algo caía en el cuadro. M, ausente y callado, terminó sacando la mejor foto de la tarde para los hombres: un perfecto plano general del perfil del Gabo, que atestigua que estuvimos allí.

Todo pasó así de rápido y casi no tuvimos tiempo de hablar entre nosotros mientras pasaba. Cuando las camionetas se hubieron ido nos sentamos exhaustos, después del alboroto a hacer cómputo de lo vivido. Ya podíamos esperar a que nos dieron los pases para el congreso, y debo creer que ML, por fin comió porque estaba tranquila y sonriente con todo el grupo.

Los siguientes días del congreso fueron agradables. El Gabo ya no volvió, pero de alguna manera aquella mañana habíamos estado lo suficientemente cerca como para sentirnos satisfechos. Después de todo, la presencia física de un autor se percibe perfectamente en los rastros que va dejando en los lugares que narra. Así como Cervantes dejó huellas eternas en la Mancha del Quijote, así sentimos nosotros que Cartagena de Indias es una prolongación de El amor en los tiempos del cólera. De modo que nos dimos a recorrerla, buscando las correspondencias entre el libro y el mapa, a ver si la realidad era fiel a la novela. Pero, eso es parte de otro cuento.

El Gabo de perfil y con sombrero, rodeado por más seguridad que admiradores. Foto: Miguel Gamboa

viernes, 18 de abril de 2014

RÉQUIEM HETERODOXO POR EL GABO (II)

II. Cien años de soledad y las ganas de escribir
Estaba claro para mí en ese momento que si La cándida Eréndira era parte de un universo más grande, en el cual confluían las historias de un mundo tan fascinante, no había manera de que no leyera el libro por el que García Márquez era celebrado. Porque el nombre del autor no era nuevo para mí. Y su rostro estaba encriptado en la mítica portada del libro de los profesores Raúl Peña Hurtado y Luis Rafael Yepes. ¿Lo recuerdan? Claro que sí.

En la propia biblioteca del liceo, que ahora recuerdo que se llama “Aurelio Ferrero Tamayo”, pedí prestada la edición de 1986, Oveja Negra, de Cien años de soledad. Pasta dura, con una sobrecubierta blanca, en el que hay un lazo rojo dibujado con la inscripción “Nobel 82”.

Me senté allí y de inmediato el libro me absorbió por entero. Hay un cuento de Federico Vegas, publicado no hace mucho, en Los peores de la clase. Es muy buen cuento, y define a la perfección lo que es descubrir Cien años de soledad en la adolescencia: una entrega total y arrobadora, que no se puede ni se quiere superar.

Pero, el gusto que se desprende de la prosa de los Cien años implica un dilema: avanzar pronto y descubrir en ese mundo maravilloso el destino de los Buendía o extender el placer de la lectura, leyendo poco a poco. Yo me quedé con este último. Quince días me tomó leer la novela completa, avanzando unas cuantas páginas cada vez, para poder saborear cada pasaje, escena por escena. Empecé a leerla en la biblioteca y luego leía algunos fragmentos en casi cualquier lugar. El libro iba conmigo a todos lados. Era la segunda novela que leía y estaba fascinado con ella. Desde ese momento adquirí la costumbre de no salir jamás de casa sin un libro (se entiende que ese jamás implica excepciones, puntuales excepciones).

Leía, pues, a cada momento, con paciencia y cuidado. Y cuando fui a terminarlo, cuando las últimas páginas aparecieron, era de noche. Casi la una, si mal no recuerdo. Me detuve y esperé hasta el día siguiente. Como en un ritual, quise esperar para leer las dos páginas finales hasta poder sentarme en la misma silla, frente a la misma mesa en la misma biblioteca donde había empezado a leer la novela. Así que la memorable y terrible frase:
Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra

me encontró en el mismo lugar que al principio, como si yo también revelara los propios pergaminos de mi historia circular.

No hay mucho que pueda decir sobre los Cien años que ya no se haya expresado mejor. Te diviertes, sufres, esperas, abandonas; aprendes y desaprendes; amas y odias. Las horas o los días (según el ritmo de lectura) pueden ser claros u oscuros, dependiendo de la prosperidad o decadencia de Macondo. Es un libro con todo en él.

Las exégesis literarias han visto muchas cosas en los Cien años del Gabo: alegorías míticas del origen del mundo, reconstrucciones metafóricas de nuestra historia, denuncias de los crímenes de las corporaciones y sus gobiernos lacayos sobre el pueblo. Yo debo confesar que la primera vez que lo leí no vi nada de eso. Y aún me cuesta verla. En cambio, en la segunda lectura de Cien años me quedó muy clara la importancia que las relaciones afectivas tienen en el mosaico general de la novela: los noviazgos, el matrimonio, los hermanos, padres e hijos, tíos y sobrinos (tías y sobrinos, más interesante aún); la lujuria, el incesto, el amor no correspondido, los pecados de la pasión, los castigos de las supercherías. En un pueblo como Macondo, en el que hay pocas cosas que hacer, el sexo y sus derivados seguramente cobran relevancia. Y el Gabo, un hombre casado muchos años con una mujer de carácter fuerte, sabe cómo plantear algunos de esos bemoles de las relaciones. El pasaje que más disfruté de esa segunda lectura (además de la desbocada lujuria entre Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia) es la cantaleta de Fernanda del Carpio a Aureliano Segundo “que empezó una mañana como el monótono bordón de una guitarra, y que a medida que avanzaba el día fue subiendo de tono, cada vez más rico, más espléndido”.
Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la cantaleta hasta el día siguiente, después del desayuno, cuando se sintió aturdido por un abejorreo que era entonces más fluido y alto que el rumor de la lluvia, y era Fernanda que se paseaba por toda la casa doliéndose de que la hubieran educado como una reina para terminar de sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran panes del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratando de mantener a flote un hogar emparapetado con alfileres, donde había tanto que hacer, tanto que soportar y corregir desde que amanecía Dios hasta la hora de acostarse, que llegaba a la cama con los ojos llenos de polvo de vidrio y, sin embargo, nadie le había dicho nunca buenos días, Fernanda, qué tal noche pasaste, Fernanda, ni le habían preguntado aunque fuera por cortesía por qué estaba tan pálida ni por qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no esperaba, por supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo la había tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un monigote pintado en la pared, y que siempre andaban desbarrando contra ella por los rincones, llamándola santurrona, llamándola farisea, llamándola lagarta, y hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva voz que ella era de las que confundían el recto con las témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del Santo Padre, pero no había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos, para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se servía de día y el vino rojo de noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento de preguntar con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio, si era que ella no cagaba mierda, sino astromelias, imagínense, con esas palabras, y para que Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas mayores en el dormitorio, contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de mucha heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura mierda, mierda física, y peor todavía que las otras porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia hija, de modo que nunca se había hecho ilusiones con el resto de la familia, pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco de más consideración de parte de su esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y soberana la grave responsabilidad de sacarla del solar paterno, donde nunca se privó ni se dolió de nada, donde tejía palmas fúnebres por gusto de entretenimiento, puesto que su padrino había mandado una carta con su firma y el sello de su anillo impreso en el lacre, sólo para decir que las manos de su ahijada no estaban hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la había sacado de su casa con todas las admoniciones y advertencias y la había llevado a aquella paila de infierno donde no se podía respirar de calor, y antes de que ella acabara de guardar sus dietas de Pentecostés ya se había ido con sus baúles trashumantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a quien bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era una, que era una, todo lo contrario de ella, que era una dama en el palacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios, obediente de sus leyes y sumisa a su designio, y con quien no podía hacer, por supuesto, las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se prestaba a todo, como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque éstas al menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija única y bienamada de doña Renata Argote y don Fernando del Carpio, y sobre todo de éste, por supuesto, un santo varón, un cristiano de los grandes, Caballero de la Orden del Santo Sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio de conservarse intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de novia y los Ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas.

En esa oración interminable, a la que falta todavía un largo fragmento que omitido por razones de espacio, hasta la respuesta catártica de Aureliano Segundo, “Cállate ya, por favor”, hay más literatura que en muchas trilogías ridículas en las que tanto papel se desperdicia hoy. Y hay más literatura porque es la vida misma trasplantada a la ficción, sin aditivos falsos o melodramáticos. El insoportable zumbido de una cantaleta en una versión tan pura que uno llega anticiparse a Aureliano Segundo en esa justa petición: “Cállate, Amaranta, por Dios”.

Aunque en honor a la verdad hay que reconocer que después de la tortura de Amaranta, Aureliano Segundo se enfrenta a la  lluvia, “y la comida no vuelve a faltar nunca más”. De lo que se colige que el aguijón de las cantaletas femeninas tiene su utilidad de vez en cuando.

Ahora bien, si La cándida Eréndira despertó en mí el placer de leer, Cien años de soledad me persuadió de que podía escribir. La cercanía que sentía con el calor de Macondo y su espíritu rocambolesco era la misma que podía sentir con mi propio pueblo. Las cosas que decían los personajes eran verosímiles y tenía la sensación de que ya las había escuchado. Los hechos mismos de la novela se parecían a algunos que yo mismo había presenciado. Siendo así, no era tan difícil que yo escribiera una historia interesante y trascendental sobre mi pueblo. ¡Y lo hice! O al menos lo intenté.

El resultado de esa fiebre de escritura fueron unas cuarenta páginas manuscritas a lapicero, en un viejo cuaderno. La historia no podía ser más mala. Un refrito lamentable que combinaba “La frutas muy altas”, de Pocaterra, las rutas no contadas del coronel Aureliano Buendía, algunas anécdotas tergiversadas de mi pueblo y todo el patetismo de una historia de amor adolescente. Creo que hace algunos meses me conseguí ese cuaderno, para mi vergüenza literaria. Aunque no tanta como la que siento al recordar los apellidos del personaje central: Santander Buenaventura. Una extravagancia digna de una novela de Luis Mora Ballesteros.

Mi ácido sentido autocrítico me salvó del escarnio público o de —algo peor— las falsas adulaciones. Abandoné el proyecto antes del clímax dramático para suerte de mi dignidad, justo a tiempo para descubrir que ni yo era un García Márquez futuro ni las supuestas coincidencias de personajes y anécdotas eran ciertas. La ilusión literaria y el talento creativo del Gabo invadían la realidad para hacerme sentir cerca de su propia realidad ficticia.

De esta manera, me quedaron dos aprendizajes sobre la escritura a partir de Cien años de soledad: 1) desarrollar un estilo propio y 2) nunca confiar en la primera versión de lo que se ha escrito. Lo malo de esos aprendizajes es que nunca los puse en práctica.

La otra diferencia con La cándida Eréndira es que en los Cien años fueron los verbos y no los adjetivos los que me parecieron fascinantes. Seguramente hay por ahí muchos estudios y análisis sobre el uso de los verbos en esta novela del Gabo. Yo me conformó con saber que, además del inicio y el final (ambos tan magistrales como conocidos), el pasaje que recuerdo con más claridad (aunque no de memoria) es el que dice:
Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran dos amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano. En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco, hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centro de gravedad, la sembró en su sitio, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y los globos invisibles que la esperaban al otro lado de la muerte. Apenas tuvo tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas.

Y lo recuerdo claramente, entre otras obvias razones, por los verbos alacranear y comadrejear. Nunca antes los había oído, nunca después los volví a oír.


Hace unos tres o cuatro años, en una venta de libros usados de San Cristóbal, conseguí esa edición que había leído por primera vez y sin pensarlo la compré. No la tengo ahora mismo aquí conmigo, porque se quedó allá en San Cristóbal, esperando la mudanza definitiva. Se quedó con otras cinco ediciones que he ido comprando por inercia y curiosidad, porque a pesar del cliché (hoy no me molesta) Cien años de soledad es mi libro favorito del Gabo.

A. Izquierda: ¿? A. Centro: Rómulo Gallegos. A. Derecha: El Gabo
D. Izquierda: Horacio Quiroga. D. Centro: Pablo Neruda. D. Derecha: Mariano Picón Salas

RÉQUIEM HETERODOXO POR EL GABO (I)

S/T. 2014. Homenaje gráfico que Jonathan Osaru me ha prestado para ilustrar este homenaje escrito. Honor que me hace

En 2010, Bettina y yo asistimos al IX Encuentro de Investigadores de la Literatura Venezolana y Latinoamericana, que en esa edición se tituló “Lecturas que cambiaron vidas”. Se suponía que los ponentes debían presentar a los autores o libros que habían tenido un impacto significativo en sus vidas y por qué. A decir verdad, muy pocos de los asistentes respetaron las pautas originales de la convocatoria, pero quienes lo hicieron dieron maravillosos ejemplos en entretenidas disertaciones. Fiel a mi costumbre, no escribí mi ponencia sino hasta unas horas antes de darla, y hasta el último momento me debatí entre dedicarla a García Márquez o a Montaigne. Unos escrúpulos ridículos de escolar pretencioso me persuadieron de que García Márquez era un cliché, y que por más íntima y personal que fuera mi exposición, el lugar común, el llover sobre mojado, iba a aburrir a la audiencia. Me decidí por Montaigne, que también es uno de mis escritores favoritos, pero no fue una decisión sincera: el escritor que cambió mi vida fue el Gabo. Y lamento que en vez de un homenaje en ese momento, ahora tenga que escribir este réquiem para el responsable de mi pasión por la literatura.

I. 09 en Castellano y la cándida Eréndira
A pesar de que siempre fui un lector curioso, el primer lapso en 4to año de bachillerato me gané un merecido 09 en Castellano y Literatura porque nos pusieron como lectura la gran Doña Bárbara. Desde las primeras páginas me pareció una novela insoportable, tediosa e innecesaria. En realidad, nunca había leído una novela, así que no tenía la paciencia que amerita el descubrimiento de un gran libro, y sí mucho criterio atrofiado por la pedantería del adolescente.

La literatura que había leído, en su mayoría, eran cuentos y poemas. Casi todos de un magnífico libro de texto titulado Alegría de leer 4, que perteneció a mi padre y que él guardó desde 1954 o 55 y que hoy yo tengo en mi poder, como uno de mis mayores tesoros. Como decía, no había leído más que textos cortos y atlas de interés científico. Hasta que en el segundo lapso de ese mismo 4to año, la profesora de cuyo-nombre-quisiera-acordarme en este momento (ingrata memoria, “destartalado barquito”) asignó la lectura de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, toda la colección de cuentos, de la cual yo sólo copié el que da título al volumen.

Como dice Forrest Gump, es curioso como recuerda uno algunas cosas y otras no. Yo tampoco recuerdo mi primer par de zapatos o la última vez que entré voluntariamente a misa, pero jamás olvidaré la mañana en que me entregaron las copias del libro y lo abrí frente a la biblioteca del liceo y leí las trece palabras que definirían la relación más estrecha e íntima que he tenido con cualquier cosa en el mundo, después de mi familia: “Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia”. No sabría explicar por qué esas palabras tuvieron tan honda resonancia en mí. Uno recuerda muy mal los móviles ocultos del espíritu, cuando después de que el destino se ha revelado se intentan comprender las causas de acciones remotas. Lo cierto es que ahora quiero creer que la frase “el viento de su desgracia” me pareció una genialidad, distinta y más profunda que cualquier otra que hubiera escuchado antes. Y lo era porque las implicaciones de la frase iban más allá de lo que significaba. Como si las palabras ordenadas de ese modo pudieran transmitir la sensación de que uno comprendía la gravedad de los hechos que se desencadenaban con el vendaval mucho antes de que pasaran. Y ya no pude parar:
La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.
La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.

Cuántos adjetivos. Cuántos epítetos inverosímiles. Como si reinventara la Ilíada o la Odisea, para bien, ese inicio condensa lo grotesco y lo increíble con lo cotidiano a través de los adjetivos. Sobreadjetivar es un vicio de los escritores noveles, pero en un genio es un recurso de extraordinario valor. Supongo que entendí el realismo mágico más por lo adjetivos del Gabo, que por los análisis de clases. Esa imagen inesperada, pero exacta, que surge de una simple cualidad o característica, gracias a la cual uno se va imaginando los detalles físicos de un ambiente que no se puede describir de otra manera sin resultar desagradable.

Giro (twist) creo que le llaman en el cine al cambio brusco de la trama. La cándida Eréndira fue el giro de mis gustos fundamentales. Fue la primera novela que leí  completa (aunque más parece un cuento largo) y fue la primera vez que leía con pasión algo más por sus palabras que por su historia.

Leí y leí esa mañana, sin detenerme, sin prestarle atención a nada ni a nadie. Quizás dos o tres horas estuve leyendo, embelesado por esas construcciones lingüísticas, por cada palabra vieja, conocida o no, que ahora se reinventaba. No lo terminé porque el mediodía obligaba a abandonar el liceo, pero sí lo hice cuando en la noche me desocupé de las actividades intrascendentes de la adolescencia. Serían las once o doce de esa misma noche cuando pasé la última página y sentí por primera vez el vacío de terminar un libro que te ha atrapado sinceramente; el desamparo de que la vida continúe más allá de los personajes. Tenía 16 años y había aprendido a leer.


Como dije antes, leí unas copias incompletas, a las que afortunadamente alguien agregó la portada. Este diciembre que pasó, trece años y nueve meses después de aquella primera lectura, encontré la misma edición en el puesto de libros usados de Matute, un excéntrico vendedor de libros, filósofo popular, escritor irreverente, avispado conocedor del arte y la literatura en todas sus formas y militante genuino de sus causas. Le conté sin muchos detalles mi vínculo con esa edición del libro y entonces me lo dio como regalo de navidad, maravilloso regalo de Navidad. La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (siete cuentos), Editorial Sudamericana, primera edición, 1972, Buenos Aires. Me acompaña al costado izquierdo mientras escribo estas líneas.

La cándida Eréndira al costado izquierdo

domingo, 13 de abril de 2014

NAVEGACIÓN A LA VISTA, de Gore Vidal

Al final de unas de las entradas que publiqué hace cosa de unos meses, apuntaba que los buenos libros son aquellos que tienen grandes personajes. Ahora me gustaría agregar, quizás un poco en la onda de Italo Calvino cuando hablaba de los clásicos (de la literatura, se entiende), que los libros buenos son aquellos que te invitan a seguir leyendo. Calvino decía que un clásico es ese libro que puedes leer una y otra vez, encontrando siempre algo nuevo en él. La sorpresa en la lectura. La novedad. Un buen libro, por su parte, es el que invita a volverlo a leer, pero también el que promueve la lectura de otros libros, de más libros. No porque los recomiende o sugiera, porque le sirvan de referencia, sino porque su exquisitez ratifica y estimula el placer de la lectura. Yo siento que Navegación a la vista (2008), de Gore Vidal, es de este tipo de libros.

Gore Vidal publicó Una memoria, en 1995, que al parecer es una autobiografía. Y digo al parecer porque no la conozco de primera mano. Navegación a la vista apareció en 2006 y constituyó una segunda parte de ese libro, aunque más con el formato de memorias. La diferencia entre ambos conceptos, según lo veo yo, es que el primero (la autobiografía) relata la vida del autor, mientras que el segundo (las memorias) va dando cuenta de episodios, sensaciones, reflexiones, recuerdos sueltos. Esta caprichosa diferencia seguramente está equivocada (Bettina puede sacarnos de dudas), pero me sirve para informar sobre el valor narrativo de este libro.

Vidal no sólo fue un eximio escritor, además fue un hombre de la vida política estadounidense y descendía de políticos y familias del jet set de los siglos XIX y XX. Esto le permitió llevar una vida elegante, marcada por las más sofisticadas amistades y relaciones familiares, como los Roosevelt y los Kennedy. También tuvo amistad con personalidades como Tennessee William, Truman Capote, Greta Garbo, Francis Ford Coppola y Federico Fellini, entre muchos otros. Sabiendo esto, quizás sea fácil anticipar que muchas de las anécdotas contenidas en el libro sean curiosos episodios con estas personalidades, en las que Vidal no deja escapar la oportunidad de hacer algún chiste, alguna recriminación, alguna confesión o alguna concesión al tiempo y a las amistades, pasadas o presentes.

Lo divertido en la relación de estos episodios es que Vidal, ya sea que los cuente con humor, o con amargura, lo hace con mucha elegancia, cuidando siempre las formas de un buen novelista, pero también con soltura y familiaridad. De tal modo que, al final, se tiene la sensación de que Gore Vidal cuenta cada hecho, cada evento emotivo o entretenido, como si hablara con alguien conocido; como si entre tanta fama el lector fuera un amigo a quien se le hace una confidencia.

Lo que se ha señalado como una debilidad del libro, es decir, su azaroso orden, su tono caprichoso, sus confidencias irreverentes, antes que un vicio tiene todas las características de una virtud. Precisamente porque hace patente la naturaleza de la conversación: como las cosas le van llegando, así las cuenta; como su memoria las recuerda y como las evalúa al momento de escribirlas. De manera que no es raro encontrar en el capítulo 33 alusiones a la niñez, a esa época en que creció rodeado de compañías de aviación y viajes al Senado (p. 187), y en los primeros capítulos referencias a su tiempo presente. Podrían citarse cientos de pasajes del libro para ilustrar esto:
Hace poco, mientras leía una colección de cartas de Paul [Bowles], me encontré recordándolo más que nunca, puesto que en cada una mostraba una cara diferente; también le gustaban los detalles básicos que a menudo revelan más de lo que parece querer confesar (p.127).

Hace dos días la política asomó la cabeza como acostumbra hacer en los malos tiempos. Sí, todas las épocas son malas, pero unas son peores que otras. Esta lo es para nuestro país. Un congresista de la minoría (es decir, demócrata) por Michigan, John Conyers, presidente del Comité Judicial de la Cámara de Representantes, acudió a Ohio con otros congresistas y asesores para establecer si era verdad que el eufórico partido republicano local había robado las elecciones presidenciales de 2004 para George W. Bush. El resultado ha sido un informe realizado por Conyers que ha publicado una compañía de Chicago con un prefacio escrito por mí. Sí, Virginia, las elecciones fueron robadas y a base de bien, y el equipo de Conyers lo explica con bastante detalle (p. 178).

La pequeña fiesta salió bien. [Greta] Garbo llegó temprano y enseguida se puso el blazer de Howard. Le gustaba vestirse de hombre. También le gustaba referirse a sí misma en términos masculinos. «¿Dónde está el servicio de los chicos?», era una de sus frases favoritas. Fue Ina Claire, la refinada actriz cómica de Broadway, quien entró en el lavabo justo después de que Garbo hubiera salido, y sí, encontró la tapa del retrete levantada. (p.219).

Una vez más llevé a Howard en su silla de ruedas por unos pasillos que acabaría conociéndome de memoria. Estaba alegre, lo que hacía honor a la dulzura de su carácter, puesto que sabía que yo había enmudecido de pavor. Cuando la enfermera abrió la puerta de los quirófanos, de la que yo no podía pasar, Howard se volvió hacia mí en su silla de ruedas y dijo: «Bueno, ha sido estupendo». Y la puerta se cerró detrás de él (pp. 94-95).

Sobre este último episodio me gustaría decir algo. Gore Vidal era homosexual. Es un hecho conocido que en una de las campañas electorales a las que se presentó su consigna no oficial era el de ser el primer representante del Senado públicamente gay. Sin embargo, su relación con Howard Auster, la cual duró toda su vida prácticamente, fue muy reservada y comedida (como deberían ser todas las relaciones, valga decir). Por ello, quizás, conmueva tanto este capítulo (16), en el cual nos relata la calamitosa enfermedad de Howard, entrando y saliendo de hospitales; viajando de un lado a otro en busca de un lugar favorable para su salud, y finalmente, de su muerte:
Fijaron la operación para la semana siguiente. Cuando salí de la habitación, Howard me dijo: «Bésame». Así lo hice. En los labios, algo que llevábamos cincuenta años sin hacer (p. 96).

Reconforta leer la ternura del amor, sin necesidad de infidencias groseras.

Otro aspecto divertido de este tomo son las fotografías que contiene. Algunos documentos verdaderamente excepcionales acompañados, algunos de ellos, por hilarantes leyendas:


Aquí estoy junto a la estatua del Dolor de Saint-Gaudens que Henry Adams había encargado en honor a su mujer, Clover. A unos dos o tres metros de distancia está enterrado Howard, como lo estaré yo cuando saque tiempo de mi apretada agenda (p.86).


Un último verano en Klosters. Garbo tiene sesenta y cinco años. Nunca logré que volviera a Ravello, donde disfruto de una «luna de miel» con el director de orquesta Leopold Stokowski y de donde se vio obligada a marchar por culpa de un cámara de noticiarios escondido entre los arbustos que desde entonces siempre se jactó de su gran hazaña. No lloré cuando más tarde la Mafia lo mató de un tiro (p. 216).

*********

Al principio del libro en una “Nota del autor”, Gore Vidal nos explica que “navegación a la vista” es lo que hacen los marineros cuando deben habérselas con el mar sin radar o cartas, confiando tan sólo en referencias visuales del horizonte. Curiosa y a la vez acertada forma de ilustrar la tarea de contar la propia vida. Disfruté este libro, precisamente, por lo que tiene de tanteo, de reconstrucción aventurada de una vida que el autor cree recordar. Y también porque al final (creo que sin la amargura que han querido ver en ello algunos críticos), Gore Vidal se reencuentra con la misma persona que fue toda su vida, como Charles Kane, como todos algún día. Y esto, invita a leer, al menos la primera parte de las memorias de Gore Vidal.


[Vidal, Gore (2008). Navegación a la vista. Barcelona: Mondadori. Pp. 303] 

(Como dato curioso les dejo la portada del libro con la etiqueta del precio: ¡30 bolívares! Pude descargar la portada en Google Imágenes, pero quería presumir de mi fortuna con esta joya. Hacerles fieros, como decíamos en casa).