domingo, 30 de noviembre de 2014

Género y personajes en "Los peores de la clase", de Federico Vegas

 I
Considerar al género como una posible categoría de análisis no goza de mucha  estima entre algunos estudiosos, por no valorarlo como tal más allá de un mero enfoque temático. Esto a pesar de que gracias a estas perspectivas de género es por lo que contamos con numerosos estudios sobre obras de escritoras poco tomadas en cuenta por el canon literario, debido a la cada vez más amplia participación de mujeres académicas en la docencia universitaria, en encuentros de especialistas, publicaciones y grupos de investigación. Mucho me asombraba durante mis años de formación la casi ausencia de obras literarias escritas por mujeres en los programas de estudio, tanto del bachillerato como de la universidad, salvo los casos excelsos representados por Teresa de la Parra, Antonia Palacios o Enriqueta Arvelo Larriva.  
     En el caso de los estudios literarios, al hablar de género indefectiblemente se nos ha remitido a lo que sucede con las mujeres, con su escritura, sobre cómo y sobre qué escriben, así como sobre la configuración de los personajes femeninos o,  en ocasiones, hacia los homosexuales, a lo que se conoce como literatura gay o lesbiana, lo que se ha llamado literatura o teoría queer. Podemos entender, por ahora, el término género como la construcción cultural de las “características específicas atribuibles a la masculinidad y a la feminidad, en virtud de una correspondencia con sus rasgos biológicos” (citado por Castro Ricalde, 2012: 10). El caso es que la identificación de sexo con biología y naturaleza y género con  cultura e historia se ha cuestionado si se considera como una separación rígida y estable. Debido esto a que el vínculo entre género femenino y sexo femenino no es indisoluble, como tampoco lo es necesariamente entre género y sexo masculino. Son las prácticas culturales las que normalizan, estabilizan y jerarquizan estas relaciones, siempre sujetas a cambio tanto como las sociedades que las sostienen   
Al hablar de género lo usual es que se haga referencia a una escritora, como ya dije, y siempre de parte de una mujer. Los estudios de género, en general, son cosa de mujeres. Sin embargo, hoy no será así pues la literatura que nos convoca está encarnada en un autor y sus textos,  Federico Vegas, sobre los que haremos algunos comentarios con la libertad e irreverencia que todo lector libre de ataduras teórico-críticas tiene la suerte de permitirse. Para mí existen dos Federico Vegas. El autor que ha revisitado la historia contemporánea venezolana y nos ha regalado dos novelas que considero capitales dentro de la narrativa más reciente en Venezuela Falke (2004),  que narra la malograda invasión de Román Delgado Chalbaud  a Venezuela en 1929 para derrocar a Juan Vicente Gómez, entremezclada con la vida y obra de uno de los participantes en la misma, Rafael Vegas, y Sumario (2010), sobre el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta de gobierno de Venezuela, en 1950. A este grupo yo agregaría  Los incurables (2012),  puesto que es una novela que, entremezclando datos históricos, anécdotas y ficción, como suele hacerlo el autor con notable maestría, reconstruye una biografía de Armando Reverón.
El otro Federico Vegas es el que refiere las visiones de mundo de innumerables personajes y las relaciones humanas, las de pareja sobre todo, con agudeza, ironía, mordacidad y humor, en sus relatos reunidos en El Borrador (1994); Los traumatólogos de Kosovo (2002), La carpa y otros cuentos (2008) y en novelas como Prima lejana (1999), Historia de una segunda vez (2006),  Miedo pudor y deleite (2007) y el Buen esposo (2013). Es cierto que estaría cometiendo un sacrilegio si no menciono al tercer Federico, al de los magníficos ensayos que su profesión de arquitecto le permite escribir, entre los cuales destaca ese delicioso libro titulado La ciudad y el  deseo (2007). Pero ya es hora de dejarse de rodeos, de regodearme pasando revista a la producción de tan  prolífico como favorito escritor y  abordar el libro de cuentos al que quiero dedicarle estos comentarios hoy: Los peores de la clase (2011).
Desde la portada del volumen publicado por Lugar común nos miran unos niños, entre los cuales se encuentra Federico, por supuesto, que nos seducen de entrada. Es la típica fotografía de colegio que todos en algún momento nos hemos tomado con nuestros compañeros de clase y que si ha habido suerte todavía conservamos para la nostálgica posteridad. Frente a ella no es posible no dejarse tentar y no hacer un ejercicio con la imaginación como el de Edgardo Rodríguez Juliá en su original novela- álbum Puertorriqueños. En este libro el escritor elabora novelescamente la crónica, tipos y costumbres de su país desde 1898, a partir de viejas fotos de las que va extrayendo vida a punta de imaginación y un verdadero conocimiento de la historia de Puerto Rico. Confieso que en alguna ocasión, mientras lo leía,  me adelanté al autor mirando las fotos que acompañan los textos a ver qué me contaban. Pero siempre salí derrotada por la habilidad del fabulador, me resultaba increíble todo lo que esas fotos le dijeron a su genio creador. Se trata de un libro realmente original y delicioso de recomendable lectura.
En el caso del volumen que les comento lo primero que hay que lamentar es que el diagramador nos haya fragmentado la foto, sólo podemos ver parte de ella lo que nos priva de la mayoría de los rostros y las miradas de esos niños que de seguro inspiraron varias de estos relatos. Por fortuna, al final del libro, la foto se incluye completa, pero ya no vemos los rostros con la nitidez y cercanía  necesaria para que nos cuenten sus historias. Entonces, entre lo que tal mutilación nos permite apreciar, en la parte inferior del libro, sobre el título del mismo, vemos el rostro de un rubito y bellísimo Federico/ niño muy serio, seriedad que lo acompaña en todas sus fotos hasta hoy día, con la cabeza ladeada y levantada ligeramente en una actitud de no disimulado desafío a ese mundo que mira frontalmente y que atrapará,  muchas veces sin piedad, en las páginas de sus futuros libros. Más atrasito y a su lado, sonríen dos niños con cierto rictus malévolo que nos hacen pensar que los peores están por ahí cerquita. En el extremo derecho, con la cabeza gacha, mirando la cámara con temor está ese niño tímido, que no juega bien al fútbol y que saca malas notas en matemáticas, de quien los demás hacen mofa y que siempre se encuentra incómodo y temeroso entre sus congéneres. Más arriba posa otro niño ojeroso y formal, el que seguro saca las mejores notas y piensa seguir la vocación sacerdotal, la de sus maestros. Sobre él, disgustadísimo, su compañero detesta estas fotos, tanto como los colegios de curas en los que su madre, beata de misa todos los domingos y rosario en familia, insiste en inscribirlo. Y, para terminar con esta digresión, sobre la cabeza de Federico, el rostro que me encanta, el chico feliz, el consentido de la casa, el que llega perfumado y bañadito a clase, se sienta en el primer puesto y asiste al aula contento porque le gusta estudiar. Aunque quien sabe, si hacemos caso de lo que se nos dice en el prólogo, este bambino no resulte sino otra más de “las promesas incumplidas”, uno de esos de los que tantas veces el autor oyó decir “Era el mejor, pero no resultó gran cosa”.       
En una entrevista con motivo de la publicación del libro Vegas declara: “Hay que comenzar con ese primer círculo en el que somos especialistas: la historia de lo que fuimos”. (El Universal, lunes 9/01/2012. Disponible www.eluniversal.com/arte-y-entretenimiento/120109/federico-vegas). Ya desde el prólogo se nos confirma que las historias aquí contadas forman parte de la vida del autor, son anécdotas que permanecieron vivas en la memoria y que, recuperadas por la ficción y el arte de la palabra, se les asegura pervivencia en el tiempo. Creo que no hace falta aclarar que se trata de un mundo muy masculino, la mayoría de sus personajes lo son, así como las sensibilidades, preocupaciones, aprendizajes o temores que se retratan. Es así como aparece el primer personaje, Plaza Wilson, del cuento “El borrador” que abre el volumen.  Es  pésimo alumno, pero forma parte de esos cuyos recuerdos entretenidos, alegres e hilarantes, merecen ser registrados, como bien lo dice el prólogo. Plaza Wilson se gana un lugar entre los héroes no sólo porque se “jubila” de las interminables misas y tormentosos rezos de rodillas sin que los curas se den cuenta, sino que porta uno de los más altos distintivos de la virilidad, el valor. Su padre le da soberanas palizas por sus malas notas, de las que muestra las huellas de los correazos perfectamente marcados en la espalda, lo que revela que los aguanta sin moverse, sin huir, según comprueban  sus compañeros en el baño, así como los  moretones y “tuturos” en la cabeza. Todo esto perpetrado por el Pater familia en estricto cumplimiento de su papel como cabeza del hogar.
“El pasillo” trata un tópico de la literatura masculina: la masturbación. El narrador no sólo presenta una galería variada y colorida de curas, “esa familia mitológica que comienza a desdibujarse”, con sus pintorescas características físicas y psicológicas,  lo que ya es un aporte al mundo simbólico de la literatura venezolana, sino que trata el tema muy frecuente en el cine y la literatura de la culpa del adolescente perseguido por sus preceptores religiosos por la práctica del estigmatizado hábito de la masturbación. No falta la consabida escena en el baño donde el varón mejor dotado sexualmente hace exhibición de ello ante sus compañeros, otro tópico masculino. Se trata de un cuento hilarante en el que el narrador, que no dudamos en identificar con el autor, al menos eso se esfuerza en hacernos creer, dice lo siguiente, refiriéndose al “héroe” en cuestión, cuando es sorprendido en plena clase por el padre Ascupe: “Cuando logro ver el rostro de Zuazola, intuyo que se inicia algo importante en mi vida, un cuento que podrá acompañar una vejez solitaria” (p.32).
“El terrón”, uno de mis relatos favoritos, narra el enfrentamiento entre el temido y arbitrario profesor de matemáticas (¿por qué siempre el más temido es el profe de matemáticas?)  y Moreno, el más osado alumno de la clase, con el que nadie se atreve a meterse. Una actuación injusta del profesor para con su alumno, un taco de tierra lanzado engañosamente como venganza, y una carrera infructuosa por todo el colegio en persecución del presunto culpable, estructuran el derrumbe de la personalidad todopoderosa del temible profesor, agobiado por las punzadas de las várices y la úlcera estomacal; así como el perfil heroico de otro de los expulsados, de los peores, quien en su plan casi perfecto no tomó en cuenta los comentarios de sus admiradores, como bien dice el narrador en el magnífico final, pues a Moreno lo tomó desprevenido “ese afán de celebrar la valentía que tenemos los cobardes”.   
Y, en “Los mangos”, al fin aparecen los personajes femeninos. Es este otro cuento encantador en el que aparecen hermanadas la presencia de las madres y las primeras inquietudes del  amor. Claro que tratándose de Federico Vegas, de su eficacia narrativa, presentar a las madres es un prodigio de síntesis y originalidad. Un grupo de niños es llevado al colegio por sus madres quienes se turnan en común acuerdo. He aquí ellas: “Chevrolet verde, chiquita y ausente, los lunes. Opel blanca, somnolienta y amante de la música, los martes. Renault negra, tiesa y pendiente del espejo retrovisor, los miércoles. Los jueves le toca a la camioneta de mi casa, y es difícil describir a la propia madre. Pontiac azul, joven, bella y reilona, los viernes”. (p.43). Esta última, la joven y bella, será, por supuesto, el objeto del enamoramiento que el narrador adulto rememora, su infantil y platónico amor, así como el bochornoso episodio que su golosa afición a los mangos le hace padecer.
Creo que ya es apreciable lo que esta narrativa ofrece: una variadísima galería de personajes. Y no me refiero sólo al libro que comentamos hoy, lo que nos hace reconocer que la obra de Vegas es terreno fértil para el estudio de la configuración de sus personajes. Hay que tener en cuenta, según apuntan algunos críticos, que no son muy frecuentes los estudios  sobre el personaje de la obra literaria dada la complejidad del mismo, como si se tratara de un cierto menosprecio,  lo cual  también ocurre con las perspectivas de género. El hecho de que se caiga en la tentación de vincular al personaje literario con la persona real trae consigo “fascinantes equívocos y paradojas”, como bien apunta Fernando Sánchez Alonso (p.80), por lo que la importancia del personaje  para la crítica moderna ha decaído si se le compara con la relevancia que le concedían  las poéticas del pasado. La complejidad psicológica de toda persona, lo que se reflejaría en su representación literaria, con todas su contradicciones y funciones dentro del relato, hacen  problemático su abordaje analítico, lo que ocasiona que muchas veces se busque erradamente una correspondencia plena directa entre el personaje y la biografía del autor o con el referente social.        
En el caso de la narrativa de Vegas es innegable la importancia que este le concede al personaje,  como narrador  realista e intimista que es, al menos en los relatos que comentamos. En cuanto a la forma de caracterizar sus personajes es notable la combinación de dos maneras identificadas como “resumida” y “escenificada”. En la primera el narrador expone de entrada las características físicas y psicológicas de su personaje.  En la caracterización escenificada, en cambio, el narrador lo deja actuar  para que en el trascurrir del discurso narrativo el lector lo conozca por sus actuaciones. Así el relato “El agua tibia” comienza con la descripción física de la bella madrina del equipo, objeto del deseo de todos los chicos del colegio, que milagrosamente se convertirá en el primer amor del narrador. Seguidamente, la escenificación de su caprichosa personalidad  irá dando a conocer  su tiránico comportamiento en un relato que trata de los primeros encuentros eróticos y las diferencias femeninas y masculinas en este aspecto.
 Y es que Eros, su falocéntrica presencia definidora de la identidad  masculina es asunto central de las acciones que mueven a los personajes, en varios relatos, como vemos en los cuentos “La pereza”, de cruel desenlace, y el hilarante “La ascensión”.  No hay que perder de vista que la mayoría están  narrados desde la primera persona, desde la forma autobiográfica, así que es la propia visión de los hechos contados por parte del narrador lo que les da sentido a los mismos, gracias a breves reflexiones, frases que como pinceladas se dejan  caer, irónicas algunas, sabias o desencantadas otras. De modo que el recurso autoficcional también  se hace presente desde el momento en que el narrador se autodefine como antihéroe con suerte, ya sea como pésimo jugador de fútbol, condenado a la banca, aunque por ello se hace novio de la madrina en “Agua tibia”; o como pésimo lanzador que noquea de un mangazo al hijo de la madre bella de “Los mangos” sin que nadie se entere; o como uno de los cobardes que admiran la valentía de Moreno en “El terrón”.
En otros relatos, en cambio, el narrador aparece ofreciendo su visión desde fuera, como simple intermediario de lo contado, puesto que no está implicado en la historia ni como protagonista ni como testigo, a través de fragmentos transcritos en cursiva, para diferenciarlos del discurso del personaje al que le cede la palabra. Tal es el caso de “Suerte de principiante”, en el que aparece  uno de esos compañeros que fueron los mejores de la clase, pero cuyo destino no resultó memorable, por no tener nada relevante para ser contado. La mirada, sin embargo, será en estos casos siempre comprensiva, como no podía ser otra la mirada de un escritor, de quien contempla y comparte el drama humano.
Al llegar a este punto de mis comentarios, me vino a la memoria un artículo leído hace ya algún tiempo en una revista Quimera. En el mismo, un crítico de cuyo nombre no puedo acordarme, comparaba a dos de sus profesores de la Universidad. Uno de ellos era un viejo profesor a punto de jubilarse que dictaba un seminario sobre El Quijote. La clase consistía fundamentalmente en la lectura de capítulos de la obra por parte del docente. Lo hacía con pasión, enfatizando lo más resaltante, salpicando la lectura de breves comentarios. Su seminario contaba siempre con pocos alumnos. En el aula vecina, un joven y actualizado profesor impartía una clase que gozaba de gran fama, los estudiantes se esforzaban  por conseguir un cupo ella. El especialista en crítica literaria llenaba la pizarra de fórmulas que daban cuenta de la estructura de las obras estudiadas con mucho rigor.     
La moraleja de la historia era que pasado el tiempo, tanto el autor del artículo como algunos de sus compañeros de estudios habían olvidado las clases del joven profesor, cuyas fórmulas críticas habían pasado de moda, mientras recordaban como entrañables las lecturas de su viejo profesor, cómo les había hecho vivir El Quijote y cómo ellos, con el paso del tiempo, se sorprendían imitando sus modos de lectura. Es por eso que en la segunda parte de estas notas, quiero dar paso a lo que verdaderamente importa, a la escritura de Federico Vegas, a su cuento “La ascensión”, uno de los más hilarantes del libro, además de ser buen ejemplo de todo lo expuesto anteriormente

II
LA ASCENCIÓN
Pacheco Luján era, y seguirá siendo, el mejor pintor de la clase y de toda la historia del colegio. Mientras jugábamos en los recreos se la pasaba buscando creyones huérfanos. Un 910 “verde esmeralda” de Prismacolor, gastado, que­brado, hundido en los pantanos de las primeras lluvias y rodeado de tapitas de refresco, en manos de Pacheco se convertía en un resto arqueológico y recibía un trato de especialista. Después de limpiarlos y afilarlos, rellenaba con el nuevo color un recuadro en su block de dibujo y escribía al lado: “arena sucia al mediodía”, o “sangre en la acera cuando llueve”. Llevaba su colección de creyones en una bolsa de tela escocesa amarrada a la correa; allí estaban entrecruzados ejemplares de todas las marcas y ninguno era tan viejo ni tan corto como para no merecer una punta digna y un recuadro clasificatorio.
Además, su nombre era Pedro Pablo, lo que venía bien para una seguidilla que entonces existía y se la endilgamos: “Pedro Pablo Pacheco, pobre pintor portu­gués, pinta preciosos paisajes, pero, para poder pintar­los, pide prestados papeles, pinturas, pinceles…”, conti­nuando con variantes que solían ofenderlo, pues tenía las erupciones belicosas de los grandes artistas.
Su especialidad eran acorazados alemanes explo­tando en medio de un mar oscuro y frío, bajo un cielo tan lleno de terribles resplandores que nunca había so­brevivientes. También le gustaba hacer cortes transver­sales del barco justo antes de la explosión, mostrando el ajetreo de un día normal o la paz de las noches: los depósitos de balas y bombas de profundidad, los ascen­sores y las poleas, los motores y las hélices, los tubos de goma del agua y la gasolina, las ollas con litros de sopa, el salón de juegos con mesas de billar, los largos cuartos con las hamacas y los marinos que iban a morir mientras dormían.
Otras de sus especialidades eran los viajes submari­nos, las tumbas de los faraones, las ciudades perdidas en la jungla y escenas aisladas de una historieta sin final ni principio, donde unos personajes monstruosos exclama­ban sin que supiéramos la razón: “¡Recórcholis!”, “¡Cás­pita!”, “¡Zambomba!”
Nuestro amigo no era bueno con la figura humana y la disimulaba con bocanadas de humo o masificándola en ejércitos de los cuales sólo se veían estandartes, botas y lanzas. Una vez que nos mandaron a representar a Si­món Bolívar, pintó primero una llanura y, más allá, a lo lejos, una selva intrincada, una cascada con neblina y un río. En el río había un barco y en el barco un punto azul y rojo que era el uniforme del Libertador.
Tenía un sacapuntas en forma de mapa mundi donde el Ecuador se había borrado por el uso. Cuando afilaba un creyón echaba la viruta en la misma bolsa escocesa y se iba formando en el fondo un aserrín tornasol, mezcla de todos los colores del mundo. Una vez que el dibujo parecía estar listo, Pacheco metía la mano en su bolsa, sacaba un poco de aquel polvillo mágico y lo dejaba caer sobre el dibujo como la pimienta en una sopa de cebolla; luego movía la hoja para que las partículas encontraran sitio en los poros del papel y por entre los altibajos de los colores, soplando delicadamente el sobrante de vuel­ta en su bolsa. Entonces surgían los halos en la luz de los ocasos o los destellos del fuego en el mar. Ese era el momento en el que podíamos acercarnos a su pupitre y enumerar las sorpresas que iban emergiendo: jirafas jugando con castores, una culebra con una rara sonrisa asomada entre las sombras, vuelos de pájaros o de avio­nes. Y siempre ejércitos de hormigas que avanzan por entre el musgo hacia un tronco viejo, suben hasta otras ramas que arrojan sombra sobre un camino que se pier­de en un horizonte entre campos de cultivo con amplias chimeneas cuyas volutas de humo ocultan las señales de otras comarcas en lo más alto de las montañas.
En la escalera que subía a los laboratorios de biolo­gía y de química, un día colocaron en el descanso una enorme foto mural donde reinaba el pico Bolívar. Era una majestuosa fotografía en blanco y negro del Cen­tro Excursionista Loyola tomada una mañana de sol inmaculado cuando el rocío barniza las rocas y a cada pliegue de la nieve lo define una sombra. Con el tiempo nos acostumbramos a la infinitud de aquella cordillera y nadie le prestaba atención mientras hacíamos filas en la escalera antes de entrar al laboratorio de química. A ve­ces el Padre Rector nos mandaba a arrimar para mostrar el gran paisaje a algún visitante ilustre. Sólo entonces nos volteábamos por cortesía a mirarlo de nuevo y volvía a asombrarnos.
Una mañana, al apretujarnos contra las barandas, vimos, al igual que el Rector y su comitiva, un huevo pintado con un grueso marcador Berol Titánic entre la segunda y la tercera estación del teleférico. Era la clásica gran A con las dos puntas girando en espiral como los bigotes de Salvador Dalí, y una rayita vertical en pleno tope de la cabeza de la cual brotaba un chorro igual a la cola de los cometas, o a la lava de un volcán despa­rramándose por las estribaciones de los Andes. Era un dibujo ordinario y anónimo idéntico al que rayan con navajas en los tabiques de los baños sin destreza ni mé­rito, salvo el insólito lugar donde había sido perpetrado. Fue realizado de prisa, sin detenerse a medir las propor­ciones o el efecto, pero esas son las características que exige ese estilo furtivo.
Mientras buscaba con tenacidad al culpable, el Pa­dre Rector empezó a recubrir los rayones con témpera blanca, pero a los pocos días la tinta resurgía, cada vez más decidida a permanecer para siempre en las cum­bres nevadas. Las decenas de retoques que requería el camuflaje de aquel testimonio lo fueron enfureciendo y arreciaron sus interrogatorios y amenazas colectivas, al punto de anunciar que traería a la Policía Técnica Judi­cial. Prometió castigos tan terribles que hasta los acuse­tas de siempre se asustaron.
En una de sus sesiones de restauración, el Rector des­cubrió que había algo más en la montaña. Por entre una hendidura que podía ser una gruta, lo miraba un indio vestido sólo con un taparrabo. Creyó que era parte inte­gral de la foto, pero, ¿cómo podía aguantar tanto frío un aborigen de los Andes? No le fue fácil concluir que aquel individuo en cuclillas, portando un penacho de plumas y un hacha para cortar cabelleras, no era un timoto-cuica, sino un genuino miembro de las tribus sioux o apache.
Cuando estaba a punto de compartir el extraordi­nario hallazgo antropológico con Ayestarán, el director de disciplina, encontró también unas huellas que siguió metódicamente cuesta arriba hasta notar oculto en un glaciar al Abominable Hombre de las Nieves. Justo en aquel sitio pasaba un manto de neblina y la figura es­taba borrosa, pero el rastro de sus huellas sí era incon­fundible, y pudo percatarse de que a la bestia la seguía un cazador con un rifle de mira telescópica. Corrió a su despacho, buscó una lupa y una escalerilla, y se pasó el resto de la tarde encontrando alpinistas perdidos, co­rredores de trineo, rebaños de llamas, medio caballo del indio sioux y otras cientos de figuras que vio o creyó ver encandilado por los resplandores del sol en la nieve.
Al entender por fin la técnica de dibujo, basada en sugerencias impresionistas que desaparecían al alejarse o acercarse demasiado, terminó su pesquisa agotado y contento al saberse dueño de un gran secreto, pues sólo había una persona en todo el colegio capaz de realizar esas criaturas en miniatura, alguien que dibujaba pri­morosas imágenes de la virgen para la Congregación Mariana, escenografías de teatro y los adornos gráficos del anuario escolar.
A Pedro Pablo Pacheco Luján le extrañó que lo lla­maran en febrero para empezar a trabajar en la nueva edición del anuario, y le costó disimular su sorpresa al conocer el verdadero motivo de la cita y comenzar a enfrentar la acusación. Logró escuchar con dignidad la extensa y detallada enumeración de sus intervenciones, pero cuando el Rector pretendió extender su falta al di­bujo superpuesto y sin escala, sí le cambió el color de la cara y el tono de voz:
–Padre, yo jamás dibujaría algo tan mal hecho.
–¿Por “mal hecho” se refiere a mal ejecutado o a que constituye una mala acción?
–Usted sabe que mis dibujos sólo se ven con lupa, en cambio el otro se ve desde la entrada al rectorado.
–Usted dice que ese dibujo no es suyo, pero sí recono­ce que ha hecho todos los demás, lo cual quiere decir que es cómplice de una acción de vandalismo contra los bie­nes del colegio. O usted me dice quién es su socio arrui­nando la foto mural, o lo tendré que expulsar por lo que usted supone que está bien hecho. El tamaño y la altura del adefesio indica que el criminal recibió ayuda… en alguien se encaramó.
¿Qué puede haberle causado a Pacheco tanta indig­nación? ¿El forzarlo a convertirse en soplón o haberlo involucrado en una obra de arte tan vulgar? Aquí es oportuno reflexionar sobre la manera en que la educa­ción jesuita, con sus rígidas normas y silogismos, podía traernos beneficios tanto por acción como por reacción. Quiero creer, para beneficio del Rector, gloria de Pache­co y reconocimiento del movimiento muralista en Ve­nezuela, que en ese momento se consolidó la voluntad y responsabilidad creadora de Pedro Pablo Pacheco. No debo entrar en un terreno que desconozco, pero me atre­vería a decir que incluso encontró el estilo que iba a ca­racterizarlo, porque esa misma tarde reapareció el mismo huevo en las mismas cumbres, pero ya no se trataba de aquella figura escueta, que un estudioso de las tendencias colec­tivas podría llamar “clásica”, y algún otro “popular”, o “populista”. Ahora había volumen, consistencia, identi­dad y fiera expresión.
Pacheco rescató el planteamiento de la representa­ción inicial y partiendo de su esquema simplista fue ela­borando una variante más tridimensional, más corpórea y abigarrada, utilizando sombras sin abusar del degradé. Los pocos que lograron verla aún hablan de “gallardía y donaire”. Para la maraña de pelos en la base elaboró un enredo selvático semejante al chorreteo de un Pollock. En cambio, para acusar los nervios, venas y tendones que participan en los frenéticos estiramientos de un or­gasmo juvenil, se valió de unas líneas semejantes a los grabados de Durero. Fue en la explosión de semen don­de hubo más propuesta y celebración, quizás demasiada, al tomarse la libertad de fundirla con cremosos aludes de nieve que amenazaban a los pueblos en la base de la sierra y todo el valle de Mérida.
Con esa obra de arte, y su firma en la esquina de la foto intervenida: “P. P. P.”, había decretado su propia ex­pulsión. La categoría de “rechazado” siempre es un buen comienzo para un pintor; así aparecerá cuando se escri­ba su biografía, pues él mismo anota en su currículum, espero que con más humor que rencor: Expulsado del co­legio San Ignacio a los trece años.
La expulsión era suficiente castigo. No hacía falta ensañarse con su primera obra en gran escala; bastaba algo de sensibilidad artística para que el Rector, quien valoraba con pasión el dinero, mas no los placeres que con el dinero se consiguen, hubiera guardado en las bó­vedas del colegio aquella obra adelantada a su tiempo, esperando por épocas más liberales para el mercado de un Pacheco fundacional, inicio de un estilo que, insisto, no estoy llamado a definir. Basta con leer en el catálogo de su última exposición:
Una búsqueda que siempre parte de elementos infanti­les, oníricos y paisajísticos, llevados a límites entre mitológi­cos e hiperrealistas, y apoyada sin complejos en la máxima de Wölfflin: “La naturaleza nos ofrece el privilegio de participar en una existencia más amplia y más pura.”
Hoy en día, con un sugerente título entre panteísta y religioso como “Ascensión en los Andes”, aquella primera obra de gran formato y técnicas mixtas, que fue quemada frente a la arquería de un campo de fútbol, se podría ha­ber vendido por el equivalente a unas mil fotografías del Centro Excursionista Loyola.

REFERENCIAS
Castro Ricalde, Maricruz (2012) “El género, la literatura y los estudios culturales en México”. Estudios sobre las Culturas Contemporáneas. Epoca II, Vol. XVIII. Num.35. Colima. Pp.9-29.

Sánchez Alonso, Fernando (1998). Teoría del personaje narrativo ( Aplicación a   El amor en los tiempos del cólera) Didáctica10, 79-105. Servicio de Publicaciones UCM.

           Vegas, Federico (2012). Los peores de la clase. Caracas: Lugar Común.



jueves, 22 de mayo de 2014

TRIBUTO A GARCIA MÁRQUEZ

 Próximamente se celebrará en Caracas (¡Ay, Caracas!! San Cristóbal no existe para estos eventos...) un tributo a los Beatles. Se conmemoran cincuenta años de la llegada de los cuatro chicos de Liverpool a Nueva York para actuar en el show de Ed Sullivan. Fue una presentación de antología que alcanzó setenta y tres millones de espectadores, marcando con ello la “invasión del rock británico a los Estados Unidos”, y la fama del grupo que devino en leyenda. Son muchas las bandas seguidoras de los Beatles en el mundo. Suelen hacer periódicos encuentros y dar conciertos para disfrute de sus fans.  Tuve la fortuna de asistir al concierto que en noviembre de 2011 ofreció el grupo mexicano Morsa, uno de los mejores en el mundo que mantienen viva la Beatlemanía, en Guadalajara. Fue toda una cita con la nostalgia y la memoria de tantos temas entrañables. Los chicos, vestidos con los multicolores trajes del Sargento Pimienta, dieron vida a los inmortales Jhon Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr.

De modo que me preparo con entusiasmo beatlemaníaco para asistir al revival de la presentación del 9 de febrero de 1964, en el show de Ed Sullivan, por parte del grupo venezolano Beat3. En esta ocasión  interpretarán las canciones que los Beatles tocaron en esa oportunidad, usando un vestuario similar, al igual que el escenario de la presentación. Leo sobre estos chicos, de los cuales no tenía idea de su existencia,  que “es la primera y única banda venezolana invitada a grabar en el legendario estudio Nº 2 (oficial de The Beatles) en “Abbey Road”, en Londres, luego de sus cuatro años de éxitos (1999, 2000, 2001 y 2006) en el “International Beatles Week Festival” de Liverpool, ciudad natal de The Beatles, donde estos músicos venezolanos realizaron un total de 35 conciertos, incluyendo 15 presentaciones en el famoso “Cavern Club”, donde The Beatles saltó a la fama, siendo los Beat3 homenajeados por el Alcalde de la ciudad y nombrados Embajadores de la Cultura Liverpool 2008”. ¡Vaya, de lo que viene una a enterarse a estas alturas!!! ¿Será porque de Venezuela solo trasciende lo malo a la luz pública? ¿Porque una inmensa mayoría sólo se dedica a hablar pestes del país, tanto dentro como fuera (lo que es como pegarle a la mamá)  del mismo?  


Bien… Me pregunto si estos tributos sólo se dan en el mundo de la música y el espectáculo. La reciente y muy sentida desaparición física del tan nuestro Gabriel García Márquez tuvo un impacto mundial. La televisión española, por ejemplo, dedicó por más de una semana variados micros para recordar al entrañable escritor que tanto tuvo que ver con el hispanismo y la gloria de las letras españolas. Los principales diarios dedicaron páginas enteras a la memoria y exaltación de la vida y obra del gran escritor por parte de autores de renombre. Almudena Grandes, Alessandro Baricco, Javier Marías, entre muchos otros, publicaron su reconocimiento a la estatura del gran hombre de letras que acababa de desaparecer de este plano terrenal.

Felix de Azúa, por su parte, recuerda en un artículo publicado en El País cuando, siendo muy joven, conoció al Gabo, quien aún no era el famoso escritor, porque todavía era “feliz e indocumentado”. Años después, cuenta  de Azúa, coincidió con el ya reconocido escritor en una reunión en casa de su editora. En medio de la tertulia, uno de los invitados comenzó a recitar el famoso poema  anónimo Soneto a Cristo crucificado, García Márquez se unió a su contertulio y “lo dijeron a capella”. La conversación continuó, pero Gabo la interrumpió para  recitarlo una y otra vez hasta unas 10 o 12 veces, paladeando las palabras, lentamente, cerrando los ojos. Tal acontecimiento se lo explica  de Azúa de esta manera: “Aunque yo diría (no lo sé, por supuesto) que García Márquez no tenía creencias religiosas, aquel soneto, como cualquier obra maestra del lenguaje, le permitía participar de toda la esperanza, de todo el consuelo que suele aportar una religión. La perfección de la palabra escrita con arte, el resplandor de la verdad que lleva consigo, bastan para entender que el sentido de nuestras vidas es exactamente aquel que nosotros le damos, el que alcanzamos a cristalizar en algunos momentos excepcionales”.

Dicho esto me atrevo a proponer, ¡ah, jóvenes, tesoros de la buena memoria!,   como primer tributo a nuestro querido Gabo, aprendernos y recitar el precioso soneto en cuestión. Es verdad que no es necesario ser creyente para apreciarlo. Soy católica, pero de poca fe, practicante a veces, sobre todo ahora en esta etapa otoñal de mi existencia. Sin embargo, la historia de Cristo, un martirio que demuestra la increíble crueldad de la que es capaz el ser humano, siempre me ha conmovido, pues es para los creyentes el sacrificio de un Dios para redimir a la humanidad (por demás irredimible, a mi entender), pero también, para el no creyente, la constatación de la maldad, el ensañamiento y la muerte para con el inocente, monstruosos hechos que ocurren a diario en este mundo tantas veces cruel.
Transcribo el soneto con deleite para el lector aplicado:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muévenme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.


¡Cuánto desinterés en el amar pregonó el inspirado autor anónimo, el Amor con mayúscula, suprema utopía… ¡

Y es que recién me doy cuenta que toparse con García Márquez no es inusual, ha estado siempre presente ante nuestra vista, en nuestras vidas, en los anaqueles de bibliotecas y librerías, en los programas de Castellano y Literatura de liceos y universidades, en fotos y afiches, y hasta en las llamadas “guarimbas” que tanto nos han incordiado la vida últimamente. Supe que algunos cretinos, a raíz de su fallecimiento,  quemaron ejemplares de Cien años de soledad; no sé si sacrilegio o estupidez, o ambos dos… Para citar algo más simpático, les cuento que en La Librería del Centro, de la calle Galileo 52 de Madrid, librería especializada en libros hispanoamericanos, se encuentra un pequeño museo del escritor. La intención no es fetichista. La idea es ofrecer al amante de los libros y la literatura  un contacto visual y sentimental con objetos personales que hablan de la individualidad y/o cotidianidad de apreciados escritores españoles y latinoamericanos. Es cautivante ver una boina de Ernesto Cardenal o los lentes de pasta negra que tanto identificaban a Onetti, papeles que pertenecieron a García Márquez o un bolígrafo de María Mercedes Carranza. La nota garciamarquiana se recibe de entrada porque, apenas empujas la puerta de cristal y suena la campanilla que anuncia al visitante, te sale al encuentro un perrillo “atorrante” (cómo no recordar a Benedetti al momento) ladrando desaforado hasta que el dependiente lo llama a la calma. ¿Que cómo se llama el susodicho? Gabo, ¿qué otro nombre podía tener? Gabo omnipresente, Gabo eterno…

Me preguntaba arriba si las letras convocan tributos al igual que la música, pues me parece que no otra cosa se ha hecho con Cervantes y su Quijote. El Círculo de Bellas Artes de Madrid, solía hacer lecturas de El Ingenioso hidalgo… sin parar hasta agotarse el 16 de abril, día del libro y del idioma castellano. Digo solía porque no sé si tan loable iniciativa ha permanecido en el tiempo, pues ahora los españoles cada vez que se menciona alguna cosa que ya no está dicen: “tú sabes…la crisis…” Ojalá que la crisis no haya acabado con estas memorables lecturas. En nuestra Universidad de los Andes, en el Táchira,  la cátedra de Literatura Española organizó con éxito, gracias a sus entusiastas alumnos, lecturas continuas de El Quijote durante el día del idioma. Entonces, valga otro tributo al Gabo, la lectura continua de Cien años de soledad, durante la celebración del próximo día del idioma o en las aulas de clase de liceos y universidades o en tertulias de clubes, peñas, etc. Sin duda sus participantes disfrutarán de una obra diferente a la que ya seguro han leído. Esa lectura en colectivo, oyendo la voz de otros, sus pausas, risas, énfasis y silencios, otorgan una riqueza insospechada al texto. Lo comprobé durante el evento que mencioné en honor  de  El Quijote, celebrado en el salón de Usos Múltiples de la ULA.  

Otra propuesta: el maestro Domingo Miliani nos pedía en clase que enseñáramos “latinoamericanidad” a nuestros alumnos. ¿Qué mejor manera habrá de hacerlo que enseñándoles “garciamarqueanidad”? Otra recomendación didáctica es la de desarrollar la memoria aprendiendo poemas y el inicio de las grandes obras de la literatura universal. Así que aquí va el desafío: ¿Desocupado lector, eres capaz de identificar a cuál de las obras de García Márquez pertenecen los siguientes inicios de sus obras y aprendértelos en consecuencia?:

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas siempre le recordaba el destino de los amores contrariados”.

“El coronel destapó el tarro de café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiro la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de la lata”.

De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo
llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil”.

“Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventana y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza”.

“El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una
adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible”.

“Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado de Barranquilla esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la familia y no tenía la menor idea de cómo encontrarme”.

“El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió completo salpicado de cagada de pájaros”.  

“Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia”.

Paro aquí esperando que tú, ahora ocupado lector, continúes el juego memorioso en clase, en facebook, en charlas con amigos, donde quieras…

No sé si se hace necesario cerrar este tributo a García Márquez explicando el por qué comencé estas notas hablando de los Beatles. Qué tendrán que ver unos rockeros con el notable escritor, me imaginé que se preguntaría algún hipotético lector. Pues googleando para salir de la interrogante que yo misma me planteaba, me encontré con el artículo que el Gabo escribió a raíz del asesinato de Jhon Lennon en Nueva York, el 8 de diciembre de 1980. La conmoción mundial que tan absurda muerte provocó fue considerada por el escritor como la apoteosis de los que nunca ganan, como “la victoria mundial de la poesía”. En mundo donde sólo cuentan los vencedores, los que pegan más fuerte, los que sacan más votos, los que meten más goles, los hombre más ricos o las mujeres más bellas, el mundo llora a alguien que “sólo le escribió al amor”. Para García Márquez los fanáticos de los Beatles no tienen edad predeterminada,  porque “la única nostalgia que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles”.

lunes, 12 de mayo de 2014

RÉQUIEM HETERODOXO POR EL GABO (y V)



Eran las cuatro o cuatro y media, cuando un críptico mensaje de R me sorprendió distraído. “Parece que llegó el paredón de fusilamiento. Ojalá sea sólo un rumor”. No lo entendí de inmediato. Me tomó un rato asociar la frase con las noticias recientes sobre la salud del Gabo. Entonces, como el eco de una sorpresa esperada lo entendí. Entré al twitter, donde sabía que estaría resonando la noticia, pero al mismo tiempo con la esperanza de que la última parte del mensaje fuera cierta, es decir, que no fuera cierto. Pero, no. Era terriblemente cierto el rumor. Entonces, me acerqué a la improvisada biblioteca que he ido formando estos meses y tomé dos libros del Gabo que tengo conmigo. El primero, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada y, el segundo, el volumen VI de la obra periodística del Gabo, De Europa y América -2. En el primero busqué el inicio, magistral introducción al ciclo de Macondo y su realismo mágico; en el segundo, un pasaje, tomado de una de sus crónicas por el bloque socialista, que pudiera parecer intrascendente, pero que yo lo encuentro extraordinario:
Varias semanas más tarde, en mi viaje de regreso a Francia, también encontré en el tren una familia checa que venía de vacaciones. Un francés les hizo una confidencia: en París hay un sitio donde se cambia dinero checo a un precio tres veces más alto que el oficial. El checo rehusó el ofrecimiento.
–Eso perjudica nuestra economía –dijo.

Conmueve, ¿verdad?

*****

He descubierto que dos escritores me han acompañado desde el principio en esta relación que tengo con la literatura. Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. A cada lugar que he ido, en cada casa que he ido fundando bibliotecas personales, siempre he tenido libros de ambos conmigo. A veces los pierdo o los recupero. Compro otros nuevos. Vuelvo a perderlos. Quizás con el propósito secreto de encontrarlos en algún puesto de libros usados por casualidad y sentirme satisfecho de poder adquirirlo, como la primera vez. Hoy que recibo esta nefasta noticia no siento sólo que ha muerto parte de la literatura del continente. No siento sólo que el mundo ha perdido al más grande escritor vivo que quedaba. No siento sólo que los lectores del mundo hemos perdido la oportunidad de tropezarnos con alguna nueva palabra suya a la vuelta de una página. Siento sobre todo que he perdido a un amigo, a un compañero de viaje.

V. Compañero de viaje
No he leído todo lo que publicó el Gabo en vida. Me faltan algunos títulos, pero creo que no los fundamentales. Desde la primera vez que leí La cándida Eréndira los libros del Gabo han ido y venido en mis lecturas, aleatoriamente. En ocasiones como resultado de puestas al día necesarias, que en todo caso también le debieron bastante al azar. Con esto quiero decir que algunos de estos títulos los apunté en algún lugar para leerlos, y después, por pura coincidencia (?) me los encontré y pude leerlos. Tal es el caso de La mala hora, novela que hallé en una papelería de Coloncito a un precio inmejorable. La leí con entusiasmo, pero luego —en un acto de ingenuidad altruista— se la presté a un amigo que quería empezar a leer y me pidió que le recomendara un libro. Como lo tenía a mano, se lo presté y, como ya sospecharán, no lo volví a ver. Ni al libro ni al amigo, ahora que lo pienso.

Haciendo un inventario mental de mi relación con los libros del Gabo, creo recordar que la mayoría de ellos pasaron momentáneamente por mis manos para luego perderse entre los ires y venires de la vida. Estoy seguro de que La hojarasca fue mía al mismo tiempo que La mala hora, pero no recuerdo cuál fue su destino. Tuve también una edición muy hermosa de Ojos de perro azul que desapareció en las mismas condiciones que La hojarasca. Una vez quise robarle a un amigo Doce cuentos peregrinos, pero por pudor no lo hice, a pesar de que disfruté mucho leyéndolo en las tardes de ocio de la universidad. Creo que hoy se lo robaría, sin remordimientos.

También fue mía una edición elegante de El general en su laberinto. La regalé, creo que a una chica guapa, de bucles rebeldes y pecas, muy probablemente con segundas intenciones. Intenciones fallidas, como suele ocurrir en estos casos.

El coronel no tiene quien le escriba me lo prestaron y nunca lo devolví, pero así mismo se fue de mis manos. No lamenté ese hurto porque en realidad el libro nunca fue mío. Me gustaría volver a leerlo en estos días. Ojalá se encuentre en algún puesto de libros usados.

Nunca fueron míos Relato de un náufrago, Crónica de una muerte anunciada, Noticia de un secuestro, Los funerales de la mamá grande, Cuando era feliz e indocumentado, El mismo cuento distinto, El otoño del patriarca, Memorias de mis putas tristes ni los Cuentos completos. La mayor parte de ellos los fui leyendo bajo régimen de préstamo. Algunos de la biblioteca de la universidad. De todos, del que tengo más claro el recuerdo es de los Cuentos completos. Lo leí una Semana Santa, cada tarde, en la rudimentaria plaza de El Piñal, cuando el sol inclemente dejaba paso al fresco de la brisa vespertina. Fui unas cuatro o cinco tardes, religiosamente, a sentarme en una banca de láminas de hierro a leer en paz esos cuentos maravillosos. Siempre asociaré el recuerdo de “En este pueblo no hay ladrones” con la imagen de la lámpara que a las ocho de la noche me iluminaba en la modestia polvorienta de aquella plaza de El Piñal.

La literatura también va poblando los lugares que hemos habitado, como escenario de nuestras vidas. Alguna vez intentaré escribir las memorias de los lugares en los que leí aquellos libros que más recuerdo. Los libros nos van acompañando en cada viaje, en cada lugar que vamos ocupando. Me gustaría que se entendiera de estas líneas que las novelas, los cuentos, las crónicas del Gabo han estado presentes en mi vida, como una parte viva de ella. Los lugares en que habité, como Coloncito, El Piñal, San Cristóbal; mis casas itinerantes, aunque no por ello menos acogedoras y trascendentales: Capacho y Cordero; hasta aquellas geografías donde estuve de vacaciones por algunos días o adonde viajé fuera, como Mérida, Santa Bárbara de Barinas o la Cartagena que ya relaté en otra parte de este mismo texto. Lugares que no sólo significan espacios, sino etapas de mi vida, han estado marcados también por la presencia de la obra del Gabo.

Y así como recuerdo estos sitios, también sé que algunas amistades muy cercanas de mi vida han tenido como co-protagonista al Gabo. Luis Mora Ballesteros, hermano de la vida, y yo hablábamos mucho del Gabo cuando nos conocimos en la universidad. Él también tenía el firme propósito de ser escritor. Quiso el destino y mi maldad que ciertos poemas suyos y un primer intento de novela —pésimos ejercicios— desaparecieran de su currículo para siempre. Tiempo después, sorteando el hambre una semana de Feria de San Sebastián, nos divertimos mucho, entre cigarro y cigarro, leyendo las anécdotas del Gabo en Vivir para contarla, la bellísima primera edición de Norma, que una chica le envió a Luis desde Miami, con todo el embalaje de una joya. Uno de los episodios más interesantes de aquellas lecturas fue sobre una ocasión en que Álvaro Mutis salvó de un incendio los manuscritos de La casa (primer título de Cien años de soledad), a pesar de que él consideraba esas páginas una pérdida de tiempo. Ahora que junto ambas anécdotas, creo que probablemente yo también debí salvar el Naufragio del vengador e Íncubo deseo de la basura. Pero, también recordar esos títulos me tranquiliza un poco.

Alguna vez E me contó su travesía para comprar Noticia de un secuestro, porque él es un incondicional del Gabo, pero luego la novela no lo impresionó tanto como esperaba. Le quedó la anécdota, digo yo. No todos los libros tratan de lo que cuentan. Algunas veces, es más importante lo que pasa con el libro, como en La novena puerta, de Román Polanski.

Que Matute me regalara esa hermosa edición de La cándida Eréndira a pocos meses de la muerte del Gabo ha sido una fortuna. También lo ha sido haber comprado ese ejemplar de sus reportajes, muchos de los cuales hablan de Caracas. Una Caracas distante en el tiempo y el imaginario, pero que aún conserva muchas de las calles y de los edificios que viera el Gabo mientras vivió aquí, “feliz e indocumentado”.

Obtener estos libros en estos días me acercó nuevamente al Gabo en un momento oportuno. Me reconcilié con su obra y su papel en mi vida días antes de su muerte, la cual fue una sorpresa, pero una sorpresa esperada. A su edad y con su salud, morir no sólo es natural, sino hasta liberador, como dice mi madre, alma bondadosa y sabia. El duelo subsiste, claro. No obstante, es un duelo natural por la ausencia, no por la pérdida. Rendimos homenaje a quien supo construir una ficción más real que la realidad, y cuyos libros marcaron el destino de muchos, los hayan leído o no.

Me falta por leer una buena parte de la obra del Gabo. Hasta ahora he cubierto, en ciclos que se renuevan, lo fundamental, como ya dije. Ya irá la vida eventualmente poniendo en mis manos y en mis lecturas los libros que me faltan. Pese a que parece haber una tendencia entre cierto grupo de lectores a soslayar sus libros por archiconocidos o porque son un cliché, como el propio Javier Marías admite, siempre es posible encontrarse con el encanto secreto de las grandes obras, cuando se las lee a conciencia. Y la del Gabo se resiste a las modas y a los aparatosos simulacros. No hace falta que yo la defienda. Me basta con disfrutarla, conforme va llegándome, por entregas, como hasta ahora. Igual que un amigo con el que nos reencontramos cada tanto para descubrir cosas que se aprenden poco a poco, a lo largo de la vida.

*****

Veo por la ventana, ahora cuando el sol empieza a levantarse la mañana del 18 de abril de 2014, y en el fondo, entre los edificios, se alcanza a ver el Ávila brumoso y azul. El Ávila que seguramente habrá visto el Gabo cuando vivió aquí en Caracas. El Ávila eterno que nos precedió y nos sucederá. Nos sucederá tanto con la misma inmensidad que la obra del Gabo.

Yo sólo quería dejar constancia de la honda pena que sentí por la noticia de la muerte de un escritor que ha tenido tanto que ver con mis placeres literarios. Alguien, en el futuro, escribirá algo digno de su nombre y su obra. Alguien contará mejor lo que yo he querido contarles aquí. Alguien seguramente sabrá contar con mejores palabras, las palabras adecuadas, la soledad que acompañará al mundo ahora que el Gabo no está. Y quizás también sepa decirnos si estaremos atrapados en un cataclismo que no termina nunca o si por fin tendremos una segunda oportunidad.

jueves, 24 de abril de 2014

RÉQUIEM HETERODOXO POR EL GABO (IV)

IV. El amor en los tiempos del cólera. Arrebatos y paciencia.

Si usted nunca vio clases con JC, no sabe de qué se trata la “tergiversación deplorable de los argumentos”: “El amor en los tiempos del cólera habla de una pareja que se conoce en la juventud. Por alguna razón no pueden tener nada en ese entonces, pero se consiguen cuando viejos y resulta que él se confiesa:
            -¿Sabes, Fermina? Tú siempre me gustaste, desde que estábamos chamos.
            -Cónchale, Florentino, tú también me gustabas. ¿Por qué nunca me dijiste nada?

Y así se hacen novios ya de viejos”. Alguien se arriesga: “¿En serio, profesor? Me parece recordar que era diferente”. “No, no, es así como le digo. Por eso la película es bastante diferente de la novela”.

Pero, no: resulta que El amor en los tiempos del cólera no es esa pésima teleserie que planteaba el profesor JC con saña. Esta novela, muy al contrario, es un interesantísimo tratado sobre las relaciones amorosas, que soporta muchas lecturas y que uno ama o detesta según la marea de los afectos que esté pasando.

No recuerdo exactamente cuándo leí por primera vez El amor. Pero, estoy casi seguro de que fue al salir del liceo luego de un tormentoso amor no correspondido, porque —como todos los hombres, que nos enamoramos una vez y para siempre— recuerdo que me sentí Florentino Ariza. Hoy no le discuto esa propiedad de personaje a E, por muchas razones.

Es probable que haya pedido prestada la primera edición que leí de El amor en la biblioteca de Coloncito, un recinto espléndido en el que existen (o existían) maravillas insospechadas. Sí recuerdo claramente que era la edición Oveja Negra, de cubierta amarilla con el vapor de ruedas dibujado a un costado. Es una edición que he visto varias veces en algún puesto de libros usados, pero que nunca me decidí a comprar. En parte porque no tengo una relación afectiva tan profunda con esta novela como con las dos primeras; en parte porque tengo una bella edición que me regaló Ronald Castillo, entrañable amigo del pueblo, en 2005. Un detalle, sin duda alguna, muy estimable: la primera reimpresión de la primera edición Norma. Cubierta flexible, lila, con una caricatura de Botero en la cubierta, y una fotografía amable del Gabo en la contracubierta, acompañada por una inapropiada cita de la novela. Sensacionalismo editorial, sin duda.

Paradójicamente, aunque esta novela no ha sido de las más trascendentales en mi vida, en relación con la obra del Gabo, sí es la que más he leído. Quizás porque he tenido más despechos que epifanías literarias.

El amor es una novela sobre el amor escrita por un hombre que ha entendido que a las mujeres hay que tenerles paciencia. De allí que todas las mujeres sueñen con el doctor Juvenal Urbino y todos los hombres tengamos pesadillas con él. Ningún hombre en su sano juicio se imagina alcanzando esos estándares de belleza, corrección, éxito y amaneramiento sofisticado. El género masculino, en general,  es más de la cerveza, el mundanal fútbol, la película pasable. Otros, de la rumba, el lupanar, los gallos de pelea. Los hay también híbridos entre estos y, al margen, unos más que tienen manías excéntricas, pero esos no cuentan, porque seguramente no consiguen mujer.

Las mujeres, en cambio, las hay del tipo que se quieren casar con el hombre perfecto —hallado en forma natural o fabricado a fuerza de “sugerencias”—. También de las que se casan por inercia con un buen tipo o que parece bueno al principio. El otro gran grupo de mujeres es el que se quiere casar, pero no consiguen con quien o con el que quieren no se quiere casar con ellas.

Podría decirse, entonces, que en cuanto a relaciones amorosas los hombres se dividen en Florentino Ariza y el doctor Juvenal Urbino, mientras que las mujeres se dividen en Fermina Daza y las demás. (Esto siempre a partir de los personajes de la novela).

Pero, uno no llega a esa conclusión al leer por primera vez El amor. Recuerdo que lo fascinante de aquella primera lectura era —una vez más— compartir con los personajes situaciones iguales: que la novela contara parte de mi vida y poder decir, como con una canción, “Eso me pasa a mí”. Todos los hombres abandonados nos sentimos pobres, feos y miserables; pero, al mismo tiempo, todos tenemos la certeza de que ella va a volver, tarde o temprano, cuando descubra que podemos ser mejores. De tal modo que leer, por primera vez, El amor es un viaje al averno, en el que uno se consume con Florentino Ariza y luego asciende con la esperanza bajo el brazo de que siempre hay segundas oportunidades.

En este descenso, por supuesto, uno llega a odiar a Fermina Daza cuando, sin misericordia, le clava una estaca en el corazón al mísero Florentino Ariza. Y la odia el resto de la novela por esa felicidad cómoda y de escaparate que es su vida con el flemático doctor. Y se la odia porque no hay derecho de hacer eso. No se puede amar con tanta locura y luego hacer semejante desplante. No hay fealdad o pobreza que lo justifique. Al menos eso creo uno cuando lee El amor a los diecisiete años. (Que luego, a lo largo de su vida, Florentino Ariza se acueste hasta con la abuela de Cenicienta es una retaliación justa para semejante desprecio). Pero, en realidad Fermina Daza desama por las mismas razones que lo hace Marcela en el Quijote: nadie está obligado a amar de vuelta a alguien sólo porque este lo ama. Y nadie puede ser echado a la hoguera por eso.

Fermina Daza —me pareció en esa oportunidad— nunca llega a amar realmente a nadie. Es muy fría, desaprensiva, indiferente. Tuvo un arrebato de pasión rebelde por Florentino Ariza, pero todo fue una ilusión. Ella misma se lo escribe a Florentino Ariza. Se casa con el doctor Juvenal Urbino en otro arrebato: un arrebato de rabia por las chanzas de su prima. Lo del final tiene mucho de inercia. También de arrebato de vejez, si vamos un poco más lejos. Optamos por creer, sin embargo, hay amor en ese final, porque la alternativa (que ella no lo ame) sería muy insípida, poco romántica. A los diecisiete años, el amor tiene que prevalecer.

Por su parte, lo que conmueve del amor de Florentino Ariza por Fermina Daza es lo metódico, lo imperturbable, lo obstinado. Lo eternamente febril, también. Amar de esa manera requiere vocación y uno desearía tenerla, para que el desengaño sucesivo de la experiencia no nos convierta en unos cínicos descastados. Aunque también haya que reconocer que la ficción matiza esa devoción, convirtiendo en adorable un persistencia que en la realidad sería locura temible.

Lo cierto es que Florentino Ariza ama como lo hacemos la mayoría de los hombres corrientes: con mucho de idealización, con mucho de plan a futuro, con mucho de sueño hecho realidad. Lo bueno para él es que le funciona, y puede poner un broche de oro a su delirio de amor. La vida en realidad dura más que unas 300 páginas y el “desgaste de lo cotidiano” suele ser más implacable que en la prosa del Gabo.

Como fuere, Florentino Ariza en su segundo cortejo de Fermina Daza comprende que el amor de arrebatos es una cosa de la juventud y las idealizaciones, así que opta por la estrategia a mediano plazo, a la amistad primero y el amor después. No creo que me haya dado cuenta en aquella época de que la cercanía paciente es una de las formas del amor tranquilo, del largo amor. Seguramente lo que aprendí fue que esas escenas de café y charlas, de los paseos vespertinos, de la compañía mutua eran aspectos secundarios; como los sucedáneos de un amor que en la práctica solo se había interrumpido por ese absurdo matrimonio, que duró un poco más de lo esperado. Estoy convencido ahora de que Florentino Ariza sentía lo mismo en esos momentos de felicidad plena.

*******

He leído luego unas seis veces El amor en los tiempos del cólera. Aún no entiendo el amor. Lo sigo encontrando problemático y complicado. Pero, algo sí he sacado en limpio de estas lecturas: el amor es ridículo. No sólo en el sentido de cursi y melodramático. Ridículo en las formas que nos afecta, insospechadamente, en los momentos más inesperados. Ridículo en los momentos desastrosos. En que los planes siempre se vengan abajo; en que una frase de amor susurrada al oído sea respondida con desprecio; en que nos asalte un despecho tan terrible como el cólera; en que nos sorprenda un mal estomacal durante una visita crucial. Y uno tiene que estar preparado para hacer el ridículo cuando se enamora.

Pienso que la principal falla de la película de Mike Newell —además de estropear el tono caribeño del Gabo y desperdiciar a un magnífico Bardem— fue la incapacidad de proyectar esa ridiculez intrínseca del amor. No debió ser muy trascendental la puesta en escena del momento en que Florentino Ariza y el doctor Juvenal Urbino se encuentran en la oficina de correos, porque no la recuerdo. Tampoco debió serlo el momento terrible en que Florentino Ariza ve a Fermina Daza embarazada. Esos son momentos fundamentales para comprender lo ridículo que te hace sentir el amor. Porque no hay ridículo más grande que estar enamorado solo de una mujer que está casada con un hombre “perfecto”.

Releer El amor supone, también, enfrentarse al hecho de que el amor en la adolescencia es mucho más arrobador de lo que puede serlo más adelante. Las palabras de Tránsito Ariza “Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas, que estas cosas no duran toda la vida” anticipa que las ilusiones seguirán llegando, pero cada vez menos fulminantes. La credulidad es un requisito del amor. En los primeros amores, que ese sentimiento de plenitud y completa satisfacción es el estado permanente de la pasión, y después, la convicción de que éste amor será diferente al pasado y de que los errores se pueden prevenir hablando. Pero, con el tiempo esos éxtasis emocionales empiezan a espaciarse, y hay que ser Florentino Ariza, si se quiere tenerlos a los 80 años.

Creo que hay espacios y personajes de la novela que no se exploran bien en la primera lectura. Por ejemplo, el caso inicial, en el cual el doctor se revela como lo que es: un moralista, correcto hombre de sociedad. El suicidio de Jeremiah de Saint-Amour pasa desapercibido en las primeras lecturas de El amor porque los personajes principales terminando siendo Florentino Ariza, Fermina Daza y el propio amor. Pero, esta primera parte nos permite conocer al doctor Juvenil Urbino, que por despreciable no deja de ser crucial en la novela. Creo que esta descripción inicial de su muerte (bastante absurda) mitiga el desprecio que le profesamos quienes nos sentimos solidarios con Florentino Ariza a lo largo de su tortuoso amor no correspondido.

Un Florentino Ariza —es bueno apuntarlo— que también se torna patético y impostado más de una vez. Esos poemas lastimeros, sus teorías sobre el amor, la castidad nominal, la fidelidad del corazón que le guarda a Fermina Daza, los dibujitos de mal gusto en el cuerpo de Olimpia Zuleta por los que terminan matándola y los perversos juegos con América Vicuña son todos elementos edulcorados y ridículos de un viejo desubicado. Claro que le envidiamos a América Vicuña, en algún momento de nuestras vidas y le recriminamos con creces a Sara Noriega.

Descubrir estos pasajes, tener estas variaciones en la percepción, solo es posible con varias lecturas de la novela, en los que cierta distancia de la historia central deje espacio para consideraciones más del conjunto.

Por lo demás, es una novela maravillosa que revisito cada vez con una mirada diferente. Y me satisface encontrar algo nuevo ella a cada nueva lectura, reconciliándome con algunos de pasajes y despreciando otros. Eso significa que es una novela viva, pienso; una novela que evoluciona con uno y con la que vamos estando de acuerdo en pasajes diferentes a medida que los años nos van pasando. Por eso debe ser que es una de las pocas novelas de las que recuerdo su inicio de memoria: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas siempre le recordaba el destino de los amores contrarios”. Leí esas líneas una tarde, hace muchos años, bajo el árbol de un estacionamiento cerca de casa en Coloncito. El árbol ya no está y yo sigo sin saber cuál es el olor de las almendras amargas.