I
Considerar
al género como una posible categoría de análisis no goza de mucha estima entre algunos estudiosos, por no
valorarlo como tal más allá de un mero enfoque temático. Esto a pesar de que
gracias a estas perspectivas de género es por lo que contamos con numerosos
estudios sobre obras de escritoras poco tomadas en cuenta por el canon
literario, debido a la cada vez más amplia participación de mujeres académicas
en la docencia universitaria, en encuentros de especialistas, publicaciones y
grupos de investigación. Mucho me asombraba durante mis años de formación la
casi ausencia de obras literarias escritas por mujeres en los programas de
estudio, tanto del bachillerato como de la universidad, salvo los casos
excelsos representados por Teresa de la Parra, Antonia Palacios o Enriqueta
Arvelo Larriva.
En
el caso de los estudios literarios, al hablar de género indefectiblemente se
nos ha remitido a lo que sucede con las mujeres, con su escritura, sobre cómo y
sobre qué escriben, así como sobre la configuración de los personajes femeninos
o, en ocasiones, hacia los homosexuales,
a lo que se conoce como literatura gay o lesbiana, lo que se ha llamado literatura
o teoría queer. Podemos entender, por
ahora, el término género como la construcción cultural de las “características
específicas atribuibles a la masculinidad y a la feminidad, en virtud de una
correspondencia con sus rasgos biológicos” (citado por Castro Ricalde, 2012:
10). El caso es que la identificación de sexo con biología y naturaleza y
género con cultura e historia se ha
cuestionado si se considera como una separación rígida y estable. Debido esto a
que el vínculo entre género femenino y sexo femenino no es indisoluble, como
tampoco lo es necesariamente entre género y sexo masculino. Son las prácticas
culturales las que normalizan, estabilizan y jerarquizan estas relaciones,
siempre sujetas a cambio tanto como las sociedades que las sostienen
Al
hablar de género lo usual es que se haga referencia a una escritora, como ya
dije, y siempre de parte de una mujer. Los estudios de género, en general, son
cosa de mujeres. Sin embargo, hoy no será así pues la literatura que nos
convoca está encarnada en un autor y sus textos, Federico Vegas, sobre los que haremos algunos
comentarios con la libertad e irreverencia que todo lector libre de ataduras teórico-críticas
tiene la suerte de permitirse. Para mí existen dos Federico Vegas. El autor que
ha revisitado la historia contemporánea venezolana y nos ha regalado dos
novelas que considero capitales dentro de la narrativa más reciente en
Venezuela Falke (2004), que narra la malograda invasión de Román
Delgado Chalbaud a Venezuela en 1929
para derrocar a Juan Vicente Gómez, entremezclada con la vida y obra de uno de
los participantes en la misma, Rafael Vegas, y Sumario (2010), sobre el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud,
presidente de la Junta de gobierno de Venezuela, en 1950. A este grupo yo
agregaría Los incurables (2012), puesto
que es una novela que, entremezclando datos históricos, anécdotas y ficción,
como suele hacerlo el autor con notable maestría, reconstruye una biografía de
Armando Reverón.
El
otro Federico Vegas es el que refiere las visiones de mundo de innumerables
personajes y las relaciones humanas, las de pareja sobre todo, con agudeza,
ironía, mordacidad y humor, en sus relatos reunidos en El Borrador (1994); Los
traumatólogos de Kosovo (2002), La
carpa y otros cuentos (2008) y en novelas como Prima lejana (1999), Historia
de una segunda vez (2006), Miedo
pudor y deleite (2007) y el Buen esposo (2013). Es cierto que estaría
cometiendo un sacrilegio si no menciono al tercer Federico, al de los
magníficos ensayos que su profesión de arquitecto le permite escribir, entre
los cuales destaca ese delicioso libro titulado La ciudad y el deseo (2007). Pero ya es hora de dejarse
de rodeos, de regodearme pasando revista a la producción de tan prolífico como favorito escritor y abordar el libro de cuentos al que quiero
dedicarle estos comentarios hoy: Los
peores de la clase (2011).
Desde
la portada del volumen publicado por Lugar común nos miran unos niños, entre
los cuales se encuentra Federico, por supuesto, que nos seducen de entrada. Es
la típica fotografía de colegio que todos en algún momento nos hemos tomado con
nuestros compañeros de clase y que si ha habido suerte todavía conservamos para
la nostálgica posteridad. Frente a ella no es posible no dejarse tentar y no hacer
un ejercicio con la imaginación como el de Edgardo Rodríguez Juliá en su
original novela- álbum Puertorriqueños.
En este libro el escritor elabora novelescamente la crónica, tipos y costumbres
de su país desde 1898, a partir de viejas fotos de las que va extrayendo vida a
punta de imaginación y un verdadero conocimiento de la historia de Puerto Rico.
Confieso que en alguna ocasión, mientras lo leía, me adelanté al autor mirando las fotos que
acompañan los textos a ver qué me contaban. Pero siempre salí derrotada por la
habilidad del fabulador, me resultaba increíble todo lo que esas fotos le
dijeron a su genio creador. Se trata de un libro realmente original y delicioso
de recomendable lectura.
En
el caso del volumen que les comento lo primero que hay que lamentar es que el
diagramador nos haya fragmentado la foto, sólo podemos ver parte de ella lo que
nos priva de la mayoría de los rostros y las miradas de esos niños que de
seguro inspiraron varias de estos relatos. Por fortuna, al final del libro, la
foto se incluye completa, pero ya no vemos los rostros con la nitidez y
cercanía necesaria para que nos cuenten
sus historias. Entonces, entre lo que tal mutilación nos permite apreciar, en la parte inferior del libro, sobre
el título del mismo, vemos el rostro de un rubito y bellísimo Federico/ niño
muy serio, seriedad que lo acompaña en todas sus fotos hasta hoy día, con la cabeza
ladeada y levantada ligeramente en una actitud de no disimulado desafío a ese
mundo que mira frontalmente y que atrapará,
muchas veces sin piedad, en las páginas de sus futuros libros. Más
atrasito y a su lado, sonríen dos niños con cierto rictus malévolo que nos
hacen pensar que los peores están por ahí cerquita. En el extremo derecho, con
la cabeza gacha, mirando la cámara con temor está ese niño tímido, que no juega
bien al fútbol y que saca malas notas en matemáticas, de quien los demás hacen
mofa y que siempre se encuentra incómodo y temeroso entre sus congéneres. Más
arriba posa otro niño ojeroso y formal, el que seguro saca las mejores notas y
piensa seguir la vocación sacerdotal, la de sus maestros. Sobre él,
disgustadísimo, su compañero detesta estas fotos, tanto como los colegios de
curas en los que su madre, beata de misa todos los domingos y rosario en
familia, insiste en inscribirlo. Y, para terminar con esta digresión, sobre la
cabeza de Federico, el rostro que me encanta, el chico feliz, el consentido de
la casa, el que llega perfumado y bañadito a clase, se sienta en el primer puesto
y asiste al aula contento porque le gusta estudiar. Aunque quien sabe, si
hacemos caso de lo que se nos dice en el prólogo, este bambino no resulte sino
otra más de “las promesas incumplidas”, uno de esos de los que tantas veces el
autor oyó decir “Era el mejor, pero no resultó gran cosa”.
En
una entrevista con motivo de la publicación del libro Vegas declara: “Hay que
comenzar con ese primer círculo en el que somos especialistas: la historia de
lo que fuimos”. (El Universal, lunes 9/01/2012. Disponible www.eluniversal.com/arte-y-entretenimiento/120109/federico-vegas). Ya
desde el prólogo se nos confirma que las historias aquí contadas forman parte
de la vida del autor, son anécdotas que permanecieron vivas en la memoria y
que, recuperadas por la ficción y el arte de la palabra, se les asegura
pervivencia en el tiempo. Creo que no hace falta aclarar que se trata de un
mundo muy masculino, la mayoría de sus personajes lo son, así como las
sensibilidades, preocupaciones, aprendizajes o temores que se retratan. Es así
como aparece el primer personaje, Plaza Wilson, del cuento “El borrador” que
abre el volumen. Es pésimo alumno, pero forma parte de esos cuyos
recuerdos entretenidos, alegres e hilarantes, merecen ser registrados, como bien
lo dice el prólogo. Plaza Wilson se gana un lugar entre los héroes no sólo
porque se “jubila” de las interminables misas y tormentosos rezos de rodillas
sin que los curas se den cuenta, sino que porta uno de los más altos
distintivos de la virilidad, el valor. Su padre le da soberanas palizas por sus
malas notas, de las que muestra las huellas de los correazos perfectamente
marcados en la espalda, lo que revela que los aguanta sin moverse, sin huir,
según comprueban sus compañeros en el
baño, así como los moretones y “tuturos”
en la cabeza. Todo esto perpetrado por el Pater
familia en estricto cumplimiento de su papel como cabeza del hogar.
“El
pasillo” trata un tópico de la literatura masculina: la masturbación. El
narrador no sólo presenta una galería variada y colorida de curas, “esa familia
mitológica que comienza a desdibujarse”, con sus pintorescas características
físicas y psicológicas, lo que ya es un
aporte al mundo simbólico de la literatura venezolana, sino que trata el tema
muy frecuente en el cine y la literatura de la culpa del adolescente perseguido
por sus preceptores religiosos por la práctica del estigmatizado hábito de la
masturbación. No falta la consabida escena en el baño donde el varón mejor
dotado sexualmente hace exhibición de ello ante sus compañeros, otro tópico
masculino. Se trata de un cuento hilarante en el que el narrador, que no
dudamos en identificar con el autor, al menos eso se esfuerza en hacernos creer,
dice lo siguiente, refiriéndose al “héroe” en cuestión, cuando es sorprendido
en plena clase por el padre Ascupe: “Cuando logro ver el rostro de Zuazola,
intuyo que se inicia algo importante en mi vida, un cuento que podrá acompañar
una vejez solitaria” (p.32).
“El
terrón”, uno de mis relatos favoritos, narra el enfrentamiento entre el temido
y arbitrario profesor de matemáticas (¿por qué siempre el más temido es el profe de matemáticas?) y Moreno, el más osado alumno de la clase, con
el que nadie se atreve a meterse. Una actuación injusta del profesor para con
su alumno, un taco de tierra lanzado engañosamente como venganza, y una carrera
infructuosa por todo el colegio en persecución del presunto culpable,
estructuran el derrumbe de la personalidad todopoderosa del temible profesor, agobiado
por las punzadas de las várices y la úlcera estomacal; así como el perfil
heroico de otro de los expulsados, de los peores, quien en su plan casi
perfecto no tomó en cuenta los comentarios de sus admiradores, como bien dice
el narrador en el magnífico final, pues a Moreno lo tomó desprevenido “ese afán
de celebrar la valentía que tenemos los cobardes”.
Y,
en “Los mangos”, al fin aparecen los personajes femeninos. Es este otro cuento
encantador en el que aparecen hermanadas la presencia de las madres y las
primeras inquietudes del amor. Claro que
tratándose de Federico Vegas, de su eficacia narrativa, presentar a las madres
es un prodigio de síntesis y originalidad. Un grupo de niños es llevado al
colegio por sus madres quienes se turnan en común acuerdo. He aquí ellas: “Chevrolet
verde, chiquita y ausente, los lunes. Opel blanca, somnolienta y amante de la
música, los martes. Renault negra, tiesa y pendiente del espejo retrovisor, los
miércoles. Los jueves le toca a la camioneta de mi casa, y es difícil describir
a la propia madre. Pontiac azul, joven, bella y reilona, los viernes”. (p.43).
Esta última, la joven y bella, será, por supuesto, el objeto del enamoramiento
que el narrador adulto rememora, su infantil y platónico amor, así como el
bochornoso episodio que su golosa afición a los mangos le hace padecer.
Creo
que ya es apreciable lo que esta narrativa ofrece: una variadísima galería de
personajes. Y no me refiero sólo al libro que comentamos hoy, lo que nos hace
reconocer que la obra de Vegas es terreno fértil para el estudio de la
configuración de sus personajes. Hay que tener en cuenta, según apuntan algunos
críticos, que no son muy frecuentes los estudios sobre el personaje de la obra literaria dada
la complejidad del mismo, como si se tratara de un cierto menosprecio, lo cual
también ocurre con las perspectivas de género. El hecho de que se caiga
en la tentación de vincular al personaje literario con la persona real trae
consigo “fascinantes equívocos y paradojas”, como bien apunta Fernando Sánchez
Alonso (p.80), por lo que la importancia del personaje para la crítica moderna ha decaído si se le
compara con la relevancia que le concedían las poéticas del pasado. La complejidad
psicológica de toda persona, lo que se reflejaría en su representación
literaria, con todas su contradicciones y funciones dentro del relato,
hacen problemático su abordaje
analítico, lo que ocasiona que muchas veces se busque erradamente una
correspondencia plena directa entre el personaje y la biografía del autor o con
el referente social.
En
el caso de la narrativa de Vegas es innegable la importancia que este le
concede al personaje, como narrador realista e intimista que es, al menos en los
relatos que comentamos. En cuanto a la forma de caracterizar sus personajes es
notable la combinación de dos maneras identificadas como “resumida” y “escenificada”.
En la primera el narrador expone de entrada las características físicas y
psicológicas de su personaje. En la
caracterización escenificada, en cambio, el narrador lo deja actuar para que en el trascurrir del discurso
narrativo el lector lo conozca por sus actuaciones. Así el relato “El agua
tibia” comienza con la descripción física de la bella madrina del equipo,
objeto del deseo de todos los chicos del colegio, que milagrosamente se
convertirá en el primer amor del narrador. Seguidamente, la escenificación de
su caprichosa personalidad irá dando a
conocer su tiránico comportamiento en un
relato que trata de los primeros encuentros eróticos y las diferencias
femeninas y masculinas en este aspecto.
Y es que Eros, su falocéntrica presencia
definidora de la identidad masculina es
asunto central de las acciones que mueven a los personajes, en varios relatos, como
vemos en los cuentos “La pereza”, de cruel desenlace, y el hilarante “La
ascensión”. No hay que perder de vista
que la mayoría están narrados desde la
primera persona, desde la forma autobiográfica, así que es la propia visión de
los hechos contados por parte del narrador lo que les da sentido a los mismos,
gracias a breves reflexiones, frases que como pinceladas se dejan caer, irónicas algunas, sabias o
desencantadas otras. De modo que el recurso autoficcional también se hace presente desde el momento en que el
narrador se autodefine como antihéroe con suerte, ya sea como pésimo jugador de
fútbol, condenado a la banca, aunque por ello se hace novio de la madrina en
“Agua tibia”; o como pésimo lanzador que noquea de un mangazo al hijo de la
madre bella de “Los mangos” sin que nadie se entere; o como uno de los cobardes
que admiran la valentía de Moreno en “El terrón”.
En
otros relatos, en cambio, el narrador aparece ofreciendo su visión desde fuera,
como simple intermediario de lo contado, puesto que no está implicado en la
historia ni como protagonista ni como testigo, a través de fragmentos
transcritos en cursiva, para diferenciarlos del discurso del personaje al que
le cede la palabra. Tal es el caso de “Suerte de principiante”, en el que aparece
uno de esos compañeros que fueron los
mejores de la clase, pero cuyo destino no resultó memorable, por no tener nada
relevante para ser contado. La mirada, sin embargo, será en estos casos siempre
comprensiva, como no podía ser otra la mirada de un escritor, de quien
contempla y comparte el drama humano.
Al
llegar a este punto de mis comentarios, me vino a la memoria un artículo leído
hace ya algún tiempo en una revista Quimera.
En el mismo, un crítico de cuyo nombre no puedo acordarme, comparaba a dos
de sus profesores de la Universidad. Uno de ellos era un viejo profesor a punto
de jubilarse que dictaba un seminario sobre El Quijote. La clase consistía
fundamentalmente en la lectura de capítulos de la obra por parte del docente.
Lo hacía con pasión, enfatizando lo más resaltante, salpicando la lectura de
breves comentarios. Su seminario contaba siempre con pocos alumnos. En el aula
vecina, un joven y actualizado profesor impartía una clase que gozaba de gran
fama, los estudiantes se esforzaban por
conseguir un cupo ella. El especialista en crítica literaria llenaba la pizarra
de fórmulas que daban cuenta de la estructura de las obras estudiadas con mucho
rigor.
La
moraleja de la historia era que pasado el tiempo, tanto el autor del artículo
como algunos de sus compañeros de estudios habían olvidado las clases del joven
profesor, cuyas fórmulas críticas habían pasado de moda, mientras recordaban
como entrañables las lecturas de su viejo profesor, cómo les había hecho vivir
El Quijote y cómo ellos, con el paso del tiempo, se sorprendían imitando sus
modos de lectura. Es por eso que en la segunda parte de estas notas, quiero dar
paso a lo que verdaderamente importa, a la escritura de Federico Vegas, a su
cuento “La ascensión”, uno de los más hilarantes del libro, además de ser buen
ejemplo de todo lo expuesto anteriormente
II
LA ASCENCIÓN
Pacheco
Luján era, y seguirá siendo, el mejor pintor de la clase y de toda la historia
del colegio. Mientras jugábamos en los recreos se la pasaba buscando creyones
huérfanos. Un 910 “verde esmeralda” de Prismacolor, gastado, quebrado, hundido
en los pantanos de las primeras lluvias y rodeado de tapitas de refresco, en
manos de Pacheco se convertía en un resto arqueológico y recibía un trato de
especialista. Después de limpiarlos y afilarlos, rellenaba con el nuevo color
un recuadro en su block de dibujo y escribía al lado: “arena sucia al
mediodía”, o “sangre en la acera cuando llueve”. Llevaba su colección de
creyones en una bolsa de tela escocesa amarrada a la correa; allí estaban
entrecruzados ejemplares de todas las marcas y ninguno era tan viejo ni tan
corto como para no merecer una punta digna y un recuadro clasificatorio.
Además,
su nombre era Pedro Pablo, lo que venía bien para una seguidilla que entonces
existía y se la endilgamos: “Pedro Pablo Pacheco, pobre pintor portugués,
pinta preciosos paisajes, pero, para poder pintarlos, pide prestados papeles,
pinturas, pinceles…”, continuando con variantes que solían ofenderlo, pues
tenía las erupciones belicosas de los grandes artistas.
Su
especialidad eran acorazados alemanes explotando en medio de un mar oscuro y
frío, bajo un cielo tan lleno de terribles resplandores que nunca había
sobrevivientes. También le gustaba hacer cortes transversales del barco justo
antes de la explosión, mostrando el ajetreo de un día normal o la paz de las
noches: los depósitos de balas y bombas de profundidad, los ascensores y las
poleas, los motores y las hélices, los tubos de goma del agua y la gasolina,
las ollas con litros de sopa, el salón de juegos con mesas de billar, los
largos cuartos con las hamacas y los marinos que iban a morir mientras dormían.
Otras
de sus especialidades eran los viajes submarinos, las tumbas de los faraones,
las ciudades perdidas en la jungla y escenas aisladas de una historieta sin
final ni principio, donde unos personajes monstruosos exclamaban sin que
supiéramos la razón: “¡Recórcholis!”, “¡Cáspita!”, “¡Zambomba!”
Nuestro
amigo no era bueno con la figura humana y la disimulaba con bocanadas de humo o
masificándola en ejércitos de los cuales sólo se veían estandartes, botas y
lanzas. Una vez que nos mandaron a representar a Simón Bolívar, pintó primero
una llanura y, más allá, a lo lejos, una selva intrincada, una cascada con
neblina y un río. En el río había un barco y en el barco un punto azul y rojo
que era el uniforme del Libertador.
Tenía
un sacapuntas en forma de mapa mundi donde el Ecuador se había borrado por el
uso. Cuando afilaba un creyón echaba la viruta en la misma bolsa escocesa y se
iba formando en el fondo un aserrín tornasol, mezcla de todos los colores del
mundo. Una vez que el dibujo parecía estar listo, Pacheco metía la mano en su
bolsa, sacaba un poco de aquel polvillo mágico y lo dejaba caer sobre el dibujo
como la pimienta en una sopa de cebolla; luego movía la hoja para que las
partículas encontraran sitio en los poros del papel y por entre los altibajos
de los colores, soplando delicadamente el sobrante de vuelta en su bolsa.
Entonces surgían los halos en la luz de los ocasos o los destellos del fuego en
el mar. Ese era el momento en el que podíamos acercarnos a su pupitre y
enumerar las sorpresas que iban emergiendo: jirafas jugando con castores, una
culebra con una rara sonrisa asomada entre las sombras, vuelos de pájaros o de
aviones. Y siempre ejércitos de hormigas que avanzan por entre el musgo hacia
un tronco viejo, suben hasta otras ramas que arrojan sombra sobre un camino que
se pierde en un horizonte entre campos de cultivo con amplias chimeneas cuyas
volutas de humo ocultan las señales de otras comarcas en lo más alto de las
montañas.
En
la escalera que subía a los laboratorios de biología y de química, un día
colocaron en el descanso una enorme foto mural donde reinaba el pico Bolívar.
Era una majestuosa fotografía en blanco y negro del Centro Excursionista
Loyola tomada una mañana de sol inmaculado cuando el rocío barniza las rocas y
a cada pliegue de la nieve lo define una sombra. Con el tiempo nos
acostumbramos a la infinitud de aquella cordillera y nadie le prestaba atención
mientras hacíamos filas en la escalera antes de entrar al laboratorio de
química. A veces el Padre Rector nos mandaba a arrimar para mostrar el gran
paisaje a algún visitante ilustre. Sólo entonces nos volteábamos por cortesía a
mirarlo de nuevo y volvía a asombrarnos.
Una
mañana, al apretujarnos contra las barandas, vimos, al igual que el Rector y su
comitiva, un huevo pintado con un grueso marcador Berol Titánic entre la
segunda y la tercera estación del teleférico. Era la clásica gran A con las dos
puntas girando en espiral como los bigotes de Salvador Dalí, y una rayita
vertical en pleno tope de la cabeza de la cual brotaba un chorro igual a la
cola de los cometas, o a la lava de un volcán desparramándose por las
estribaciones de los Andes. Era un dibujo ordinario y anónimo idéntico al que
rayan con navajas en los tabiques de los baños sin destreza ni mérito, salvo
el insólito lugar donde había sido perpetrado. Fue realizado de prisa, sin
detenerse a medir las proporciones o el efecto, pero esas son las
características que exige ese estilo furtivo.
Mientras
buscaba con tenacidad al culpable, el Padre Rector empezó a recubrir los
rayones con témpera blanca, pero a los pocos días la tinta resurgía, cada vez
más decidida a permanecer para siempre en las cumbres nevadas. Las decenas de
retoques que requería el camuflaje de aquel testimonio lo fueron enfureciendo y
arreciaron sus interrogatorios y amenazas colectivas, al punto de anunciar que
traería a la Policía Técnica Judicial. Prometió castigos tan terribles que
hasta los acusetas de siempre se asustaron.
En
una de sus sesiones de restauración, el Rector descubrió que había algo más en
la montaña. Por entre una hendidura que podía ser una gruta, lo miraba un indio
vestido sólo con un taparrabo. Creyó que era parte integral de la foto, pero,
¿cómo podía aguantar tanto frío un aborigen de los Andes? No le fue fácil
concluir que aquel individuo en cuclillas, portando un penacho de plumas y un
hacha para cortar cabelleras, no era un timoto-cuica, sino un genuino miembro
de las tribus sioux o apache.
Cuando
estaba a punto de compartir el extraordinario hallazgo antropológico con
Ayestarán, el director de disciplina, encontró también unas huellas que siguió
metódicamente cuesta arriba hasta notar oculto en un glaciar al Abominable
Hombre de las Nieves. Justo en aquel sitio pasaba un manto de neblina y la
figura estaba borrosa, pero el rastro de sus huellas sí era inconfundible, y
pudo percatarse de que a la bestia la seguía un cazador con un rifle de mira
telescópica. Corrió a su despacho, buscó una lupa y una escalerilla, y se pasó
el resto de la tarde encontrando alpinistas perdidos, corredores de trineo,
rebaños de llamas, medio caballo del indio sioux y otras cientos de figuras que
vio o creyó ver encandilado por los resplandores del sol en la nieve.
Al
entender por fin la técnica de dibujo, basada en sugerencias impresionistas que
desaparecían al alejarse o acercarse demasiado, terminó su pesquisa agotado y
contento al saberse dueño de un gran secreto, pues sólo había una persona en
todo el colegio capaz de realizar esas criaturas en miniatura, alguien que
dibujaba primorosas imágenes de la virgen para la Congregación Mariana,
escenografías de teatro y los adornos gráficos del anuario escolar.
A
Pedro Pablo Pacheco Luján le extrañó que lo llamaran en febrero para empezar a
trabajar en la nueva edición del anuario, y le costó disimular su sorpresa al
conocer el verdadero motivo de la cita y comenzar a enfrentar la acusación.
Logró escuchar con dignidad la extensa y detallada enumeración de sus
intervenciones, pero cuando el Rector pretendió extender su falta al dibujo
superpuesto y sin escala, sí le cambió el color de la cara y el tono de voz:
–Padre,
yo jamás dibujaría algo tan mal hecho.
–¿Por
“mal hecho” se refiere a mal ejecutado o a que constituye una mala acción?
–Usted
sabe que mis dibujos sólo se ven con lupa, en cambio el otro se ve desde la
entrada al rectorado.
–Usted
dice que ese dibujo no es suyo, pero sí reconoce que ha hecho todos los demás,
lo cual quiere decir que es cómplice de una acción de vandalismo contra los
bienes del colegio. O usted me dice quién es su socio arruinando la foto
mural, o lo tendré que expulsar por lo que usted supone que está bien hecho. El
tamaño y la altura del adefesio indica que el criminal recibió ayuda… en
alguien se encaramó.
¿Qué
puede haberle causado a Pacheco tanta indignación? ¿El forzarlo a convertirse
en soplón o haberlo involucrado en una obra de arte tan vulgar? Aquí es
oportuno reflexionar sobre la manera en que la educación jesuita, con sus
rígidas normas y silogismos, podía traernos beneficios tanto por acción como
por reacción. Quiero creer, para beneficio del Rector, gloria de Pacheco y
reconocimiento del movimiento muralista en Venezuela, que en ese momento se
consolidó la voluntad y responsabilidad creadora de Pedro Pablo Pacheco. No
debo entrar en un terreno que desconozco, pero me atrevería a decir que
incluso encontró el estilo que iba a caracterizarlo, porque esa misma tarde
reapareció el mismo huevo en las mismas cumbres, pero ya no se trataba de aquella
figura escueta, que un estudioso de las tendencias colectivas podría llamar
“clásica”, y algún otro “popular”, o “populista”. Ahora había volumen,
consistencia, identidad y fiera expresión.
Pacheco
rescató el planteamiento de la representación inicial y partiendo de su
esquema simplista fue elaborando una variante más tridimensional, más corpórea
y abigarrada, utilizando sombras sin abusar del degradé. Los pocos que lograron
verla aún hablan de “gallardía y donaire”. Para la maraña de pelos en la base
elaboró un enredo selvático semejante al chorreteo de un Pollock. En cambio,
para acusar los nervios, venas y tendones que participan en los frenéticos
estiramientos de un orgasmo juvenil, se valió de unas líneas semejantes a los
grabados de Durero. Fue en la explosión de semen donde hubo más propuesta y
celebración, quizás demasiada, al tomarse la libertad de fundirla con cremosos
aludes de nieve que amenazaban a los pueblos en la base de la sierra y todo el
valle de Mérida.
Con
esa obra de arte, y su firma en la esquina de la foto intervenida: “P. P. P.”,
había decretado su propia expulsión. La categoría de “rechazado” siempre es un
buen comienzo para un pintor; así aparecerá cuando se escriba su biografía,
pues él mismo anota en su currículum, espero que con más humor que rencor:
Expulsado del colegio San Ignacio a los trece años.
La
expulsión era suficiente castigo. No hacía falta ensañarse con su primera obra
en gran escala; bastaba algo de sensibilidad artística para que el Rector,
quien valoraba con pasión el dinero, mas no los placeres que con el dinero se
consiguen, hubiera guardado en las bóvedas del colegio aquella obra adelantada
a su tiempo, esperando por épocas más liberales para el mercado de un Pacheco
fundacional, inicio de un estilo que, insisto, no estoy llamado a definir.
Basta con leer en el catálogo de su última exposición:
Una
búsqueda que siempre parte de elementos infantiles, oníricos y paisajísticos,
llevados a límites entre mitológicos e hiperrealistas, y apoyada sin complejos
en la máxima de Wölfflin: “La naturaleza nos ofrece el privilegio de participar
en una existencia más amplia y más pura.”
Hoy
en día, con un sugerente título entre panteísta y religioso como “Ascensión en
los Andes”, aquella primera obra de gran formato y técnicas mixtas, que fue
quemada frente a la arquería de un campo de fútbol, se podría haber vendido
por el equivalente a unas mil fotografías del Centro Excursionista Loyola.
REFERENCIAS
Castro
Ricalde, Maricruz (2012) “El género, la literatura y los estudios culturales en
México”. Estudios sobre las Culturas Contemporáneas. Epoca II, Vol. XVIII.
Num.35. Colima. Pp.9-29.
Sánchez
Alonso, Fernando (1998). Teoría del personaje narrativo ( Aplicación a El amor
en los tiempos del cólera) Didáctica10, 79-105. Servicio de Publicaciones
UCM.
Vegas, Federico (2012). Los peores de la clase. Caracas: Lugar
Común.