domingo, 31 de octubre de 2010

REVISITANDO A VIRGINIA WOOLF EN SU PROPIA HABITACIÓN

Comenzaré estas notas advirtiendo que quizá no sea mucho lo nuevo que me es posible decir hoy sobre Virginia Woolf, tan atendida por la crítica por considerarla una de las escritoras británicas “que ha contribuido de manera más original a la forma de la novela” debido a una obra “tan arriesgada, tan iconoclasta, tan llena de futuro” (Fuster García, 2006). Sin embargo, considero que no deja de ser oportuno, a la hora de exaltar grandes obras o libros capitales, el recordar y destacar la importancia que para la teoría feminista y el reconocimiento del papel histórico de la mujer ha significado su famosísimo ensayo Una habitación propia (1929), aunque sólo sea como merecido tributo a esta figura de las letras femeninas, todo un mito de la literatura universal y una de mis autoras de culto.

Hay que reconocer que el aporte de Virginia a la teoría feminista fue breve, constituido tan sólo por el libro que acabo de mencionar y por un ensayo posterior, Tres Guineas (1938), podríamos decir que de menor impacto. Y es que Una habitación propia arrojó una visión irónica y muy personal sobre el problema de la mujer como intelectual y escritora. La Woolf hizo afirmaciones, ofreció metáforas, que hoy nos parecen comunes porque las hemos hecho propias una vez que ella las dejó escritas para la posteridad. No es gratuito que cuando se hicieron las varias estadísticas de lo mejor del milenio figurara en Inglaterra entre los 100 ensayos más influyentes del siglo XX.

En octubre de 1928 Virginia Woolf fue invitada a dar una conferencia sobre la mujer y la novela en la Sociedad Literaria de Newhan y en la Odtaa de Girton, en Cambridge. Ambas conferencias se fundieron para dar como resultado el libro que publicó un año después. Fue todo un éxito editorial en su momento, se llegaron a vender diez mil ejemplares, según una anotación de su diario, así como la mayoría de las obras publicadas por la autora. Hay que tener en cuenta que nunca tuvo problemas para editar sus libros, dado el progreso de la editorial que ella y su esposo fundaron, y la fama adquirida como novelista original y experimental que obligaba al “mundillo literario” a leer “lo último de Virginia Woolf” (Lehmann, 1995:99).

Sin embargo hay que apuntar aquí que más recientemente algunas autoras de renombre, como Elaine Showalter, por ejemplo, han valorado este libro como un fracaso de la ensayística feminista, por considerar a la Woolf insuficientemente revolucionaria, opinión compartido por Kate Millett (Spacks, 1980: 39). No hay que olvidar tampoco los ataques contra su figura provenientes del movimiento feminista por considerarla poco comprometida con la causa de la mujer, como burguesa que sólo abogaba por los intereses de su clase.

Por su parte, uno de sus biógrafos, John Lehmann, administrador y luego copropietario de Hogarth Press, la editorial de Virginia y Leonard Woolf, considera que ella nunca superó el resentimiento que le produjo el tener que estudiar dentro de casa por ser mujer, mientras su hermano Thoby pudo disfrutar de una privilegiada educación en Cambridge; a pesar de que tuvo una educación liberal y que la importante y nutrida biblioteca de la casa paterna en Hyde Park Gate, estuvo a su disposición sin censura. Se sabe que Virginia fue una lectora voraz de excelente memoria. Tal resentimiento, según Lehmann se transparenta en su ensayo Una habitación propia.

Después de terminar Al faro, la novela de la que se dice es la favorita entre sus lectores, Virginia escribe dos obras con la intención de aligerar las tensiones que le producía el final de sus novelas más exigentes. Algunas de sus crisis nerviosas ocurrieron justamente luego de terminar una obra importante, entre otras razones porque era muy sensible a las críticas que sus publicaciones recibían. Una de estas obras fue justamente el libro que nos ocupa, al respecto declaró: “Siento la necesidad de hacer una escapada después de estos libros poéticos, tan serios y experimentales, cuya forma requiere siempre un cuidado minucioso” (citada por Lehmann, 1995:85).

Le cedo la palabra a Lehmann por su elocuente presentación del ensayo:

Pocas veces, o tal vez nunca, se había presentado un tema de debate o se había sostenido una idea con tanto humor, con tanto ingenio, con tal grado de luminosa imaginación y con tal ausencia de rencorosa retórica. Una habitación propia no sólo trata de la situación de la mujer, sino de la inteligencia creadora, de la naturaleza del genio y de la condena del fascismo. Es una obra chispeante, lúcida, convincente, divertida; en pocas palabras: una obra maestra (Lehmann, 1995:93-94).

Este “libro de vacaciones”, como ella le llamaba a estas lecturas “profilácticas”, consta de seis capítulos. En el primero, la autora, siempre en primera persona, por supuesto, y utilizando el recurso de la autoficción, desde un comienzo in media res, con un tono dialogante como se presta para una conferencia, analiza irónicamente las diferencias entre los privilegios y lujos de un colegio universitario para caballeros, donde se le obsequia una exquisita merienda y donde no puede visitar la biblioteca por ser mujer, y la pobrísima cena que le ofrecen por la noche en el colegio para señoritas. El lugar de los acontecimientos es Oxbridge, que no es otro que un enmascarado Cambrige.

Desde las primeras páginas, luego de la duda sobre el qué decir sobre las mujeres y la novela, ofrece la tesis que plantea lo único que se precisa para escribir, además del genio: tener dinero y una habitación propia.

En el segundo capítulo, la autora narra su visita al Museo Británico, donde consulta una amplia bibliografía sobre el tema de la mujer, todos escritos por hombres. Le impresiona sobre todo uno de ellos, cuyo título es de suyo impactante: La inferioridad mental, moral y física del sexo femenino, de un tal Profesor Von X, del cual Virginia se burla porque lo califica de inseguro dentro de su rol como miembro del sexo dominante. Con sólo revisar la prensa se da cuenta de que su país está dominado por el patriarcado, e inmediatamente nos informa que ha heredado de una tía una renta de 500 libras anuales, lo que le asegura su independencia económica.

En el tercer capítulo crea un personaje imaginario con el fin de demostrar por qué las mujeres no han descollado en el campo de la ciencia, de la literatura, del arte en general: una hermana de Shakespeare. Ésta, dotada del mismo talento que su hermano, no podrá desarrollarlo porque su condición femenina se lo prohibirá, por lo que acabará derrotada y desaparecida en el anonimato de una vida intrascendente.

En el cuarto capítulo pasa revista a las escritoras que van apareciendo en el panorama literario de los primeros siglos de la literatura inglesa, con inmensas dificultades y deficiencias hasta que la figura de Aphra Behn surge a finales del siglo XVII como la escritora que pudo ganar dinero con sus obras. Este hecho constituye para Virginia el comienzo de la liberación femenina, aunque se da cuenta de que todavía en el siglo XIX, el de las grandes novelistas inglesas, algunas de ellas, salvo Jane Austen, tuvieran que camuflarse bajo seudónimos masculinos: George Eliot y las hermanas Brontë, por ejemplo, quienes publicaron algunas de sus obras bajo los nombres de Currer Ellis y Acton Bell.

Este es el capítulo que hace una de las afirmaciones fundamentales del libro: la necesidad de que las escritoras encuentren un lenguaje propio que las exprese sin tener que recurrir al lenguaje masculino, el cual obedece a un temperamento y una sensibilidad diferente, propósito perseguido por la propia autora a lo largo de toda su obra.

El quinto capítulo revela, a mi modo de ver, el feminismo de Virginia, un feminismo moderado, diría yo, tal como confesó de sí misma nuestra Teresa de la Parra. Al abogar porque las mujeres deben acentuar las diferencias entre ellas y los hombres, buscar su especificidad como sexo, supongo que hoy seguramente militaría en las filas de lo que denominamos “feminismo de la diferencia”.

Sin embargo, en el último capítulo clama porque los sexos se fundan en uno solo al tratarse de la creación, propuesta sugestiva y acertada, a mi modo de ver, aunque parezca una paradoja respecto a lo afirmado en el capítulo anterior sobre las diferencias. Pide con Coleridge que la mente del poeta o el novelista debe ser andrógina, para que así surja la mejor literatura. Al respecto afirma:

El estado cómodo y normal del ser es aquel en que los dos conviven en armonía, colaborando espiritualmente. Aunque uno sea un hombre, la parte femenina de su cerebro debe obrar sus efectos, y una mujer también debe relacionarse con el hombre que hay en ella… Tal vez una mente puramente masculina sea incapaz de crear como una mente puramente femenina (Woolf, 1997: 162)

Quiero finalizar citando a Virginia Ocampo, de quien dicen que la Woolf se burlaba dado su carácter divertido, malicioso y “su lengua afilada”, le escribió lo siguiente en una carta:

La deliciosa historia de la hermana de Shakespeare que de modo tan inimitable cuenta usted, es la más bella historia del mundo. Ese supuesto poeta (la hermana de Shakespeare) muerto sin haber escrito una sola línea, vive en todas nosotras, dice usted. Vive aún en aquellas que, obligadas a fregar los platos y acostar a los niños, no tienen tiempo para oír una conferencia o leer un libro. Acaso un día renacerá y escribirá. A nosotras nos toca crearle un mundo en que pueda encontrar la posibilidad de vivir íntegramente, sin mutilaciones (citado por Fuster G., 2006).

Y ese ha sido el compromiso de todas… Falta por hacer… Estamos en ello.

REFERENCIAS

Fuster García, Francisco (2006). “Cerrando la puerta”. Sobre la vigencia de Una habitación propia y el feminismo woolfiano. A parte Rei. Revista de Filosofía, Nº 48. Disponible en serbal.pntic.mec.es/cmunoz11/Fuster48.pdf

Lehmann, John (1995). Virginia Woolf. Barcelona: Salvat.

Spacks, Patricia (1980). La imaginación femenina. Madrid/Bogotá: Debate/Pluma.

Woolf, Virginia (1997). Una habitación propia. Barcelona: Seix Barral.


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