[El siguiente artículo fue publicado por el diario El impulso de Barquisimeto, en su suplemento dominical Literaria, hace un par de semanas. Lo redacté expresamente para esa publicación por petición de mi maestro y amigo, Elí Caicedo Pinto, a quien agradezco el incentivo de escribir un texto dedicado a la obra de Carlos Fuentes pocos días después de su muerte.
Entiendo que la extensión de este ensayo no es la más apropiada para un blog, y por ello llegué a considerar su publicación en varias partes. He renunciado a esa idea porque lo escribí de un tirón, sin cuidarme de dejar coyunturas adecuadas para su fragmentación, así que cierto pudor (y también una dosis considerable de ceguera creativa) me impide dividirlo. Pido disculpas por su extensión a los potenciales lectores y agradezco de antemano su valiosa paciencia, si llegaran a leerlo aunque sea en parte.]
La
desaparición física de un gran escritor conmueve los corazones de la comunidad
literaria y da lugar para que se hagan públicas muchas opiniones sobre él y su
obra. Las de los amigos cercanos, quienes compartieron su vida y los momentos
excepcionales de su carrera, suelen ser emotivas reafirmaciones de amistad,
remembranzas de tiempos felices, palabras íntimas compartidas con los amigos
comunes. Las de sus lectores, una revisión laudatoria de su obra, ese legado
para la posteridad que conecta al escritor con millones de soledades presentes
y futuras.
La
muerte de Carlos Fuentes no ha sido la excepción. Elena Poniatowska en el
portal digital de La Joranda publicó
un artículo, sencillo, pero muy sentido, sobre sus recuerdos con el escritor
mexicano. Gabriel García Márquez, en el mismo portal, pidió la publicación de
un texto aparecido en 1988, en el que pareció recoger por adelantado sus
palabras ante la muerte del amigo. Y así, muchos escritores, políticos, actores
y demás figuras han hecho público su dolor por la noticia inesperada de la
muerte de Carlos Fuentes.
Con
relación a su obra, la Real Academia Española había conmemorado los 50 años de
la publicación de La región más
transparente, en 2008, cuando Fuentes cumplía 80 años. Una de esas ediciones
extraordinarias para todo el mundo de habla hispana que la RAE inauguró con el
Cuatricentenario del Quijote y que da
lugar a importantes estudiosos de la literatura para realizar brillantes
disertaciones sobre la obra en sí o su significación dentro de la historia de
las letras.
Y
no es para menos. La extensa obra de Carlos Fuentes, que abarca casi todos los
géneros, ocupa un lugar importante en la historia de la literatura
hispanoamericana. Algunas de sus novelas más célebres (La muerte de Artemio Cruz [1962] o Terra Nostra [1975]) le hicieron merecedor de importantes
galardones a ambos lados del Oceano Atlántico, como los premios “Rómulo
Gallegos” (1977) y “Miguel de Cervantes” (1987).
En
ocasión de este último, Enrique Krauze, historiador y ensayista mexicano
célebre por sus polémicas, hizo público un ensayo titulado “La comedia mexicana
de Carlos Fuentes”, en el cual hacía un descarnado retrato de un Fuentes
desconectado de la realidad mexicana, superficial en la creación de sus
personajes y dandy oportunista de la
hora revolucionaria, tanto de México como de Latinoamérica.
Reseño
este artículo porque paradójicamente Krauze ataca el aspecto más celebrado de
Carlos Fuentes: Su profundo conocimiento de México, como cultura y nación.
Gonzalo Celorio, por ejemplo, en su trabajo para la edición de la RAE, que
mencionamos más arriba, señala que La
región más transparente es “La primera novela que le confiere a la ciudad
de México una voz propia y que la abarca en su conjunto”. María Teresa Colchero
Garrido, por su parte, en el artículo “La polémica ocasionada por Krauze sobre
Carlos Fuentes”, publicado en algún lugar y que se encuentra huérfano de pie de
imprenta en la vasta internet, sale al paso a estas declaraciones
(quién-sabe-cuándo) para dejar claro que el distanciamiento que Krauze acusa en
Fuentes de la realidad mexicana debido a que la mayor parte de su vida ha
vivido fuera del país no puede en ningún sentido ser motivo para la
descalificación, a tenor de que es improcedente aplicar determinismos
espaciales a esas relaciones conceptuales entre un escritor y su terruño.
Mucho
de cierto hay en las palabras tanto de Celorio como de Colchero Garrido, puesto
que el texto de Krauze pareció encontrar una respuesta contundente de parte de
Fuentes (por lo menos en este aspecto histórico y cultural) en el monumental
ensayo El espejo enterrado, publicado
en 1992. Por bien que muchas novelas, cuentos, obras de teatros, crónicas y
guiones de cine de Carlos Fuentes ocupen una atención especial en los estudios
de la literatura castellana de los siglos XX y XXI, es El espejo enterrado el libro que parece reunir en todos los
sentidos al mejor Fuentes. Y no sólo porque se trata de un concienzudo
recorrido por el devenir histórico de América, sino porque además llega en el
momento preciso en que el “Nuevo Mundo” se enfrentaba a un hecho crucial para
su identidad como continente: Los Quinientos años del “descubrimiento”.
Sus
detractores, entre ellos el propio Krauze, deben estar de acuerdo con ello,
puesto que él mismo reconoce que para bien o para mal Fuentes es un
extraordinario escritor. Si Aura (1962)
o La gran novela latinoamericana (2011)
pudieron resultar insatisfactoria, la una, y polémica, la otra, El espejo enterrado en cambio vino a dar
forma definitiva a un tema que había explorado Fuentes durante toda su carrera.
De hecho, algunos llegan a afirmar que este libro es algo así como los “Cien
años de soledad” de Fuentes, no sólo porque su estructura se presta para la
lectura novelada, sino porque en él confluyen otros libros (novelas, cuentos,
ensayos) publicados anteriormente por el mexicano. Yo en lo particular pienso
que es el ensayo más ameno y sustancioso que he leído hasta este momento sobre
la historia y cultura latinoamericanas.
El
proyecto en sí se originó entre 1988 y 1989. Surgió como una serie televisiva en
cinco partes que el productor Michael Gill y la Smithsonian Institution se
plantearon a propósito del cumplimiento del V centenario de la llegada de
Cristóbal Colón a tierras americanas. La producción del audiovisual terminó en
1991 y el Fondo de Cultura Económica, basado en él, decidió publicar un libro y
lanzarlo en el año de la celebración, 1992. La edición es bellísima. 440
páginas en el más fino papel con láminas “full” color de cuadros, esculturas,
piezas arqueológicas, monumentos arquitectónicos, árboles genealógicos…
indispensables para comprender y seguir el hilo de la exposición hecha por
Carlos Fuentes.
Octavio
Paz había escrito El laberinto de la
soledad, documento sociológico y filosófico sobre el mexicano y sus
relaciones de identidad con los símbolos y el medio. Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina,
compendio vastísimo sobre el saqueo al continente. Ambos libros, sin embargo,
carecían del enfoque que les permitiera estar a la altura de la crisis cultural
que el momento planteaba. El primer libro fue una exégesis restringida al
mexicano, a la formación de México y a su tradición.; el segundo tuvo un
evidente sentido de denuncia. El espejo
enterrado en cambio fue mucho más allá y se planteó una exploración más
amplia del hecho americano, desde una perspectiva identitaria, que otros
autores ya habían planteado, con mayor o menor suerte. Fue sobre todo una
visión cultural de los hechos y elementos que marcaron un antes y un después
dentro de la construcción de América.
La
propia introducción del libro es una invitación a revivir la discusión que
Pedro Henríquez Ureña, Arturo Uslar Pietri o Fernando Ortiz ya habían sostenido
sobre la significación del viaje de Colón. Recuerda mucho a estos autores sobre
todo cuando casi al comienzo del prólogo apunta que: “Colón, más que el oro, le
ofreció a Europa una visión de la Edad de Oro restaurada”, “el paraíso terrenal
y el buen salvaje que lo habitaba”. De allí en adelante el balance no será tan
idílico y por ello, a mitad de la introducción Fuentes se pregunta y nos
pregunta: “¿Tenemos realmente algo que celebrar (por los Quinientos años de la
llegada de Colón)?” A pesar de la dolorosa situación política, social y
económica que Latinoamérica vivía en los primeros años de la década del noventa
(y que se ha extendido hasta nuestros días), Fuentes encuentra un motivo para
celebrar: la gran herencia cultural.
Muchos
vieron esa afirmación desde la idea de que el espejo al que aludía el título
del libro y el que Latinoamérica debía ver era el de Europa como su semejante,
un lugar del cual venimos y que por tanto guarda las claves de lo que somos. La
verdad es que esa conclusión es tan correcta como equivocada. La Europa que
Fuentes proponía que viera Latinoamérica era la España monárquica que tuvo su
influencia sobre el continente (y buena parte del mundo) entre los XV y principios
del XIX, y pedía que la mirara sobre todo desde los ojos de lo que fue América
antes de ese nombre. Cuando Carlos Fuentes plantea su metáfora del espejo cita
ejemplos emparentados con esa época. Habla de don Quijote y Alonso Quijano, del
antiguo Mediterráneo y de Velásquez; habla también de Quetzalcóatl y del
Veracruz precolombino. Eso debe alertarnos de un sentido ancestral de su
metáfora.
¿Dónde
empieza El espejo enterrado? En las
primeras importaciones de la España colonizadora al Nuevo Mundo: la plaza de
toros y la virgen. No desde la perspectiva de lo que heredamos, sino de la
significación que estos elementos tienen en el imaginario español medieval y
del enorme influjo que tuvo en la formación de ese imaginario lo que el
Mediterráneo había llevado a la península durante la época de los romanos y el
éxodo que significó su disolución. Es decir que El espejo enterrado arranca desde la historia del Otro; una
relación de hechos ajena y que en primera instancia pasa por contar lo que fue
un proceso extranjero de formación cultural. “Qué es España al llegar a estas
tierras” parece sugerir el comienzo del libro.
Cuatro
capítulos y casi cien páginas después, aún estamos en España. Es tan sólo en el
quinto capítulo cuando nos encontramos con el “Nuevo Mundo”. Llegamos a él con
el propio viaje de Carlos Fuentes. Krauze había denunciado en su ensayo que
Fuentes conocía poco a México y que su visión era a lo sumo turística. Su
espíritu cosmopolita y viajero despertó en Fuentes una atención accesoria por
un mundo exótico, dice Krauze. No sabemos qué tanto de cierto pueda haber en
esta afirmación tan subjetiva. De lo que sí podemos estar seguro es de que del
viaje que realizó Fuentes para conocer a México y Latinoamérica nace este orden de El espejo enterrado: primero, una exploración del mundo español del
siglo XV y luego la llegada, junto con Hernán Cortés y Francisco Pizarro a
tierras americanas.
Pero
en esta llegada no hay sólo la visión del conquistador. Primero hay un recuento
de que lo había en el “Nuevo Mundo” y cómo a partir de ello se organizaron las
relaciones simbólicas de las culturas que se encontraron (porque fueron muchas
más que dos). Fuentes, como Uslar Pietri, parece decir que no sólo el nativo
del “Nuevo Mundo” no fue el mismo ante la llegada de los españoles, sino que
también el español cambió con este encuentro. No podía seguir viendo el mundo
de la misma manera, es cierto, pero tampoco podía ser ajeno al influjo que este
nuevo ser humano iba a tener en su comida, su lengua y su descendencia. Hernán
Cortés desposó a la Malinche como un acto simbólico de poseer el mundo recién
“descubierto” no sólo en los bolsillos, sino también en la sangre.
A
estas alturas del libro uno puede lamentarse de las pocas páginas que Fuentes
dedica al mundo americano antes de la llegada de los españoles frente a la gran
cantidad de datos y referencias que se presentan de España. Lamentablemente es
una realidad el hecho de que los conquistadores españoles (como casi todos los
invasores de la historia) destruyeron la mayoría de los registros históricos
que dan cuenta de la larguísima tradición anterior a ellos. Es una
justificación pobre lo sé. Pero, menos que justificar esta desproporción del
libro, pienso que no podemos olvidar que del encuentro entre los nativos del
“Nuevo Mundo” y los españoles no surgió una continuación del “Viejo Mundo”,
sino algo totalmente nuevo que con el tiempo rompió el cordón umbilical, y que
menos tuvo que ver con lo que se perdió del mundo precolombino que con la
poderosa historia preservada por la voz oficial del conquistador.
Aún
faltaba tiempo para esa ruptura y mientras tanto la virgen traída desde la
península y el toro que vino en las bodegas de los barcos encontraron un
asidero en las primeras poblaciones fundadas en Tierra Firma que iniciaron una
historia doméstica. La virgen de Guadalupe ocupó el sitio de la diosa Coatlicue
y el resto del continente, quizás siguiendo este ejemplo, llamó en español
cristiano a sus madres protectoras: la Virgen del Valle (Colombia), la Virgen
del Cobre (Cuba), la Virgen de Coromoto (Venezuela). La fiesta brava, por su
parte, construyó sus arenas monumentales y alimentó la reyerta del toro contra
el hombre de tal manera, que en Venezuela por ejemplo, la Feria Internacional
de San Sebastián (eminentemente taurina), en Táchira, llegó a ser de las más importantes
en el mundo de habla castellana.
Pero
el vínculo con España era apenas una delicada red de artificiosas instituciones.
Tan virtual era este dominio en los primeros tiempos que a pesar de los
importantes “negocios” que la corona tuvo con las tierras recién anexadas,
Fuentes se ve obligado a volver a la península y desde allá ver cómo llegan los
barcos cargados de oro mientras los monarcas españoles, durante sucesivos
reinados, se disputan el poder con el resto de Europa.
El
Siglo de Oro aparece en medio del turbulento escenario europeo, como para recordarnos
el altísimo valor cultural que la nueva situación del mundo iba a legar a la
humanidad. De esta época es nada más y nada menos que Don Quijote de La Mancha. Aunque en este capítulo el mundo
americano desaparece de momento y nos toca conformarnos con disfrutar de la
rica exposición de cuadros y literatura españoles de este altísimo momento del
arte mundial. Lo que en España se produjo en ese momento era el resultado de lo
que el mundo estaba viviendo y cómo se proyectaba en una generación de artistas
que volvían sus ojos al mundo terrenal y olvidaban un poco el celestial.
Para
cuando regresamos a América, las cosas han avanzado a su propio ritmo, pero ha
quedado patente un rasgo definitivo de la historia subsecuente y el carácter de
lo latinoamericano: el trasplante forzoso de todo lo que en el “Nuevo Mundo”
germinó significaría para siempre un espíritu violento y caótico que ya nunca
jamás halló acomodo. Es allí donde radica la ruptura que abrió la brecha
insalvable entre España y sus supuestas colonias de ultra mar.
Tanto
el aborigen que es arrancado de su sistema político, su religión y su ciudad,
en fin de su cultura, para sujetarlo a la ciudad española y al cuartel
improvisados en las tierras conquistas y el africano traído como animal para
los trabajos forzados mantendrán una actitud ajena y siempre se sentirán
extraños a ese mundo que les tortura y somete.
El
propio español que vino desarrolló una conciencia diferente y vio a la
península y ella a él con otros ojos. El profesor Rubén Darío Jaimes, en una de
sus clases de Literatura Latinoamericana, especialmente del Caribe, refería en
cierta ocasión una anécdota muy ilustrativa de esta idea. No recuerdo los
protagonistas o si mi memoria de la anécdota es exacta, pero lo importante es
el planteamiento: Un latinoamericano en España a modo de guasa le dice a un
español: “Tu abuelo que fue a América a saquear y a violar” y éste le responde:
“Mi abuelo no, el tuyo, porque el mío no salió de aquí”. De muchas maneras, el
español que se embarcó en la aventura de la conquista y colonización no podía
regresar a España siendo el mismo. Debía enfrentar los fantasmas que Europa
alimentó en su conciencia de una supuesta tierra de utopías con la tragedia de
la esclavitud y las ambiciones de las riquezas desmedidas.
El
español “exiliado”, el aborigen conquistado y el negro raptado se encontraron
de pronto en un paraíso extraño que promovía una confusión de identidad,
difícilmente “aclarable” por las leyes de uno, de otro o de “unotro”. Fuentes
se plantea las preguntas posibles de ese momento identitario:
¿Cuál
era nuestro lugar en el mundo? ¿A quién le debíamos lealtad? ¿A nuestros padres
europeos? ¿A nuestras madres quechuas, mayas, aztecas o chibchas? ¿A quién
deberíamos dirigir ahora nuestras oraciones? ¿A los dioses antiguos o a los
nuevos? ¿Qué idioma íbamos a hablar, el de los conquistados, o el de los
conquistadores? (pág. 206)
Y
es de esta crisis de identidad donde surge el mestizaje, lo verdaderamente
latinoamericano, lo verdaderamente nuevo. Fuentes lo define con una idea
europea: el barroco, y su explicación es satisfactoria, aunque la idea en que
se apoya para rematar sus afirmaciones satisface más por la amplitud que por
la justicia de la comparación:
Más
allá del mundo del imperio, el oro y el poder; más allá de las guerras entre
religiones y dinastías, un valiente mundo nuevo [¿Brave New World?] se estaba formando en las Américas, con manos y
voces americanas. Una nueva sociedad, una nueva fe, con su lenguaje propio, sus
propias costumbres, sus propias necesidades (pág. 207).
Donde
se construía una iglesia católica, el arquitecto mestizo ponía un símbolo
aborigen. En las liturgias de la Semana Santa, los yorubas introducían sus
cánticos y rituales. Al plato de comida español se le agregaba el maíz. El
sincretismo espontáneo (y necesario) cobró una vigencia cada vez mayor en la
descendencia. Aborigen, negro y español siguieron guardando un espíritu de
extrañamiento y quizás nunca lo abandonaron. Las rebeliones de esclavos fueron
pan de cada día y siempre tenían el proyecto de una nación africana. La primera
junta patriótica de Caracas se organiza en defensa de los Derechos de Fernando
VII. Es el mestizo, originario de estas tierras y producto de un proceso
histórico que para él constituye su génesis, el que empieza a apoderarse de la
noción de un mundo propio.
Este
capítulo del libro titulado “El Barroco del Nuevo Mundo” es particularmente
especial en este sentido. No parece gratuito que esté ubicado en pleno centro
del libro (es el IX de XVIII capítulos) y tampoco parece inocente que recoja
hasta ese momento los aspectos resaltantes de toda la exposición precedente y
sirva de pórtico al largo proceso de la independencia americana. Por supuesto
que Fuentes regresa a España un capítulo más antes de centrarse en las guerras
de las colonias contra el imperio, pero es una estación necesaria para explicar
los aspectos que justificaron y precipitaron la ruptura política definitiva
entre ambas orillas.
Desde
esa ruptura hasta el siglo XX como etapa histórica de la Latinoamérica
constituida hay un profundo análisis de los personajes y procesos que reunieron
en poco más de 150 años todo el largo devenir que a otros continentes o
naciones les llevo más de cuatro siglos. Simón Bolívar y José de San Martín
como impulsores de la independencia sureña y la larga lista de tiranos que
durante el siglo XIX gobernaron las nacientes repúblicas protagonizan el
turbulento suceder de gobiernos y ensayos democráticos que no dan un resultado
esperanzador hasta bien entrado el siglo pasado.
Pero
estás esperanzas demoraron muy poco o no pasaron de ser eso. El capítulo XVI,
“Latinoamérica” no logra por momentos desligarse de la poderosa influencia que
tuvo la política en un sistema cultural que una vez más recibía el ataque
económico de potencias extranjeras. Poco o nada puede decirse de los aspectos
culturales que se mantenían o desarrollaban bajo los terribles conflictos de
una democracia mercantil, salvo que el espíritu cimarrón del latinoamericano
abrazó las banderas de la revolución como única salida posible.
Polarizado
el mundo en dos grandes centros, EE. UU. y la URSS, Latinoamérica se debatía
entre las contradicciones que durante toda su historia habían encerrado sus posibilidades:
riquezas naturales contra el saqueo de regímenes foráneos. Con lo que no puedo
estar de acuerdo, siempre como conclusión de la lectura, es que, según Fuentes,
esa Latinoamérica sumida en estos problemas diacrónicos volviera los ojos a
España para encontrar allí: “la playa europea del Nuevo Mundo” (pág. 356).
Muy
difícilmente podía encontrar Latinoamérica en España esos rastros de un faro
cultural, cuando la península venía de 50 años de dictadura fascista y su
salida, aunque pomposamente celebrada como democrática, fue precisamente la
monarquía. Latinoamérica había roto con el Imperio español esperanzada en un
modelo republicano que le permitiera por fin acceder a la modernidad. No es
lógico que encontrara en la corona del rey Juan Carlos algún rastro de esa
democracia anhelada, ni siquiera por el hecho de que el Rey allanara el camino
para la realización de elecciones libres. El proceso político que viven casi
todos los países latinoamericanos y la propia España es prueba de ello.
De
hecho, el capítulo XVII, “La España contemporánea”, es una exposición en la que
Fuente no puede mostrarnos un nexo real entre la antigua monarquía y sus
actuales descendientes coloniales. Menciona a Rubén Darío en un momento en que
su admiración por la cultura española le hace olvidar que el poeta nicaragüense
escribe en medio de los estertores de una época gloriosa, a casi un siglo de
distancia.
Lo
que si encuentro acertado es el último capítulo dedicado a la presencia de lo
hispanoamericano en Norteamérica.
Si
bien el éxodo en busca de oportunidades ha esparcido al latino a todos los
rincones del mundo (caso especial el de España) es en los EE. UU. donde ha
calado con mayor intensidad. Luego de la larga lucha de la revolución contra la
influencia del consumismo estadounidense parece ser esta cultura la que tiene
más que temerle a la presencia del latino. El Otro para el latinoamericano en
estos momentos, no es el europeo, es su vecino del Norte. Y allí justamente se
libra la disputa más seria por el dominio cultural.
Durante
la gran migración europea de mediados del siglo XIX y luego durante las guerras
mundiales, EE. UU. recibió un número gigantesco de nuevas nacionalidad, lenguas
y culturas. Pero, palió los efectos sobre la vida doméstica con un proceso,
quizás controlado, quizás espontáneo, en el que las nacionalidades recién
llegadas se organizaron en guetos. Territorios exclusivos para sus compatriotas,
en los que hasta el idioma se cuidó de toda contaminación; se habla en sus
lenguas, se profesa su religión, se mantiene su vestido.
La
cultura latinoamericana, compleja, vasta, llegó después e inmediatamente supuso
un desajuste. El “Norte” llegó a un acuerdo con las comunidades negras,
italianas, judías, árabes, chinas, casi siempre restrictivo, de participación
social, de convivencia aséptica y de diferenciación racial. Los latinos en
cambio no entendieron estas restricciones. Su número creciente, su naturaleza
mestiza y su capacidad para adaptar a su propio código los elementos de otras
culturas han logrado que la cultura latinoamericana cobre una presencia activa
entre los sectores políticos y culturales estadounidenses. Un ejemplo de ello,
es por ejemplo la campaña a favor del voto latino que deben hacer los
candidatos presidenciales en EE. UU. no ya como una opción, sino como una
necesidad aritmética. El desplazamiento del inglés por el español como la
segunda lengua más hablada en el mundo, es también muy ilustrativo de este
fenómeno.
El
último apartado del libro, “El espejo desenterrado”, vuelve sobre la metáfora
propuesta en la introducción del libro: la herramienta capaz de enseñar a
Latinoamérica un rostro propio en medio de la crisis política, económica y
social que distorsiona la gran riqueza cultural del continente.
Fuentes
ve con optimismo el futuro del continente en virtud de que éste “se transforma
y se mueve, creativamente, mediante la evolución o revolución, mediante
elecciones y movimientos de masas, porque sus hombres y mujeres están cambiando
y moviéndose” (pág. 387). Ese es un hecho que no necesita comprobación. La era
de información inmediata que vivimos hace más patente la capacidad del
latinoamericano para enfrentar estos cambios con éxito a pesar de las
advertencias sobre las limitaciones económicas de la mayoría de la población. Y
este es el rasgo fundamental del que hablábamos dos párrafos más arriba y el
cual deben “temer” los vecinos culturales de Latinoamérica.
El espejo enterrado
de Fuentes termina como empieza, situándonos en la mañana en que Colón vio
tierras americanas por primera vez y de la desbordante cultura que se originó a
partir de ese día, entre cambios e intercambios. Cierra el libro al igual que
la introducción insistiendo en la naturaleza simbólica del espejo, que al mismo
tiempo que refleja la realidad es un proyecto de la imaginación. Aunque la hace
en forma de pregunta, no entiendo muy bien la sugerencia. Intuyo que debe ser
algo así como que el reflejo que proyecta el espejo somos nosotros tal cual
somos y también al revés. Complicada idea que quizás nos dé pistas sobre
Latinoamérica, ese paraíso terrenal, la fuente de la eterna juventud y el
rincón del mundo en el que espera la posibilidad absoluta; un carnaval eterno
de las formas, en el que se sufren las alegrías y la muerte se festeja.
Excelente artículo, aporta gran cantidad de información sobre la obra Fuentes de una forma clara y concisa. Gracias!!
ResponderEliminarGracias a ti por tu amable lectura.
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