viernes, 14 de febrero de 2014

EL GENERAL DE LA ROVERE (y otros héroes), de Indro Montanelli (y Parte III)

Hasta este punto he considerado la parte del libro que corresponde a El general de la Róvere. Ahora me gustaría hablar de los …Otros héroes. Claro, no sin antes aclarar que harían falta muchas páginas para tratar con la atención adecuada los demás personajes de la parte inicial de las historias. El propio coronel Müeller, presente en el “drama” de Giovanni Bertone De la Róvere, es una figura a la que bien valdría la pena dedicar unas cuantas palabras, pero para no extenderme más, creo decir mucho y nada, apuntando que es el antecesor más directo que he conseguido en la literatura del también coronel Hans Landa (Unglorious Basterds, de Quentin Tarantino). No por el encanto o los cambios bruscos (deliberados) de una personalidad afable a una siniestra. Más bien por la frialdad de sus cálculos, el decoro de su inhumanidad.

Ya anticipé que otras ocho semblanzas componen esta parte del libro de Montanelli. La primera de ellas es de Vittorio de Sica, el legendario director del Ladrón de bicicletas. No es un retrato condescendiente y laudatorio. Todo lo contrario. Podría pensarse que don Indro trata con más rudeza a los que sabe que por la cercanía sabrán disculparla. Y de Sica lo sabe, intuye esa falta de indulgencia en su amigo y por eso dice entre divertido y alerta ante cierta indiscreción: “Chitón [señalando a Montanelli]. Éste es capaz de escribir también esto…” Y no se equivocó.

Por supuesto que lo más resaltante de la nota no es la mordacidad. Es la profundidad con la que el autor puede ver a través de los hechos, de lo particular, para mostrar un retrato del carácter de lo humano. Lo que queda más patente de esta lectura de la personalidad de Sica es la proyección del conocimiento que tiene don Indro Montanelli de los detalles, y esa fineza lingüística (afortunada traducción) para plasmar ideas viejas con un registro que parece nuevo:
De Sica, sobre los cincuenta ya, ha engordado un poco y ha encanecido, pero ni el éxito ni los trabajos han logrado oscurecerle aquella pátina de infantil inocencia que hizo de él el actor más tiernamente amado por los espectadores y más aún por las espectadoras, lo cual es monopolio exclusivo de ciertos napolitanos y de ciertos ingleses. Un día, acaso, De Sica será antiguo; viejo, jamás (:100).

Para mí, estas palabras no dejan de tener cierta familiaridad, cierto parentesco amable con los retratos de García Márquez sobre sus amigos, y en eso sí debe tener su cuota el traductor. Como sea, lo que importa es que a partir de esta semblanza puede fijarse un rumbo que determina el tono de las demás: observaciones amistosas o sutilmente mordaces de personajes disimiles en los que se traduce una época, post Segunda Guerra Mundial, y varios caracteres forjados a la sazón.

Militares, profesores, actores y artistas en general conforman el mosaico de estos retratos escritos en los que se traslucen facetas interesantes del espíritu humano. Bien vale la pena señalar aquí que gracias a un afortunado vicio profesional, estas semblanzas están estructuradas como episodios; anécdotas divertidas o tragicómicas, de las cuales Montanelli rescata los detalles de la personalidad de sus conocidos para construir personajes (puede decirse) universales.

Y digo que es un afortunado vicio profesional porque a diferencia de la mayoría de semblanzas, en las cuales se hace un recuento de las cualidades o defectos de una persona, en los retratos de Montanelli, como buen periodista, lo que prima es el detalle de un momento, de una acción, de un episodio. Si aparecen varios hechos en la vida de un personaje, es solo para contextualizar, es decir, para informar al lector de aspectos generales de la vida del personaje, que le ayuden a comprender cabalmente sus móviles.

Cualquiera de los personajes resultaría una buena muestra de ella, por ejemplo, “Kuebler”, la semblanza de un teniente coronel ex oficial nazi, quien un buen día, aparentemente ante los cambios de planes de su fin de semana, se deja aplastar por un muro. Este personaje patético, a quien Montanelli conoce de oídas, le sirve para construir un retrato harto claro del espíritu de los oficiales de regímenes totalitarios para quienes pensar, tomar sus propias decisiones, no es una opción:
Kuebler había sido un “funcionario”, o sea un “ejecutor de órdenes” ejemplar, mientras las órdenes le habían llegado de “arriba”, de una anónima “autoridad” … Pero sobre el modo de pasar un week-end no existían órdenes … Estoy seguro de que, cuando se situó debajo de la vacilante cornisa, tuvo justamente la sensación de cumplir una orden con aquella perfecta elección de tiempo y de movimientos con las que él había cumplido siempre las órdenes. Y en sustancia no se mató, pues ello hubiera entrañado su responsabilidad; se dejó, más disciplinado y funcionarescamente, matar “desde arriba” (p.119).

Claro que hay otros episodios más amenos, cargados de esa mordaz elocuencia de Montanelli para descifrar las contradicciones de las convicciones humanas. La cual, todo hay que decirlo, está muy relacionada con la inocua misoginia de Montanelli que —¿para qué negarlo?— saca algunas risillas. Este es el caso de “Ciervo blanco”, un supuesto “nativo americano”, quien en realidad es un napolitano de cepa que se gana la vida montando un show de habilidades circenses. El caso es que el pretendido príncipe sioux es descubierto por una amiga de Montanelli, la mañana después del espectáculo, gracias a un pequeño pero definitivo detalle.
Al subir a mi habitación del hotel … [Luisa] me dijo que había visto en el salón a Ciervo Blanco, vestido igual que cuando estaba en el escenario.
-Es natural –dije-. Para él, las plumas en la cabeza son como la corbata para mí.
La señorita se rió.
-¿Crees tú? –dijo-. Ése es de tu misma raza; es italiano.
-¿Un italiano con esa piel? –protesté, indignado.
-La piel se cambia como se quiere. Lo que no se puede cambiar es la mirada con que los italianos, todos los italianos y tan sólo los italianos, acompañan a una mujer cuando pasa por delante de ellos. Y él, me ha mirado así.
Hice rápidamente un pequeño examen de conciencia y luego dije:
-Vuélvete, Luisa, y paséate delante de mí.
Luisa obedeció y controlé mis pupilas.
-¿Sólo nosotros, los italianos…? –le dije al poco.
-Sólo vosotros, los italiano –respondió Luisa con seguridad.
-¡Vamos! –dije entonces-. Pero cuando lleguemos al salón, precédeme unos diez metros.
En el salón, efectivamente, estaba Ciervo Blanco sentado en un sillón, con sus plumas, su tomawak, su calumet y un periódico en la mano. Pero cuando pasó Luisa, levantó la cabeza, y pude ver que sus pupilas seguían una trayectoria idéntica a la que poco antes siguieran las mías, yendo a detenerse en el mismo punto, rotundo y hermoso, de aquel cuerpo femenino (p.133).

Como se ve, son pequeñas historias, que por su estructura y sus recursos parecen antes cuentos que reportajes. La sorpresa del final, la intimidad de sus acciones, la especificidad del personaje, todo hace pensar en un relatos literarios, los cuales seguramente han sido enriquecidos con la imaginación de Montanelli, pero en los que prevalece el interés por dibujar (o intentar el boceto) del carácter humano, en su imperfección o en su maravilla.

No es un libro particularmente profundo ni fundamental, pero cuando se lo lee con el propósito de descifrar sus alcances, yo diría que lo que nos permite comprender El general de la Róvere (y otros héroes), de Indro Montanelli, es que los buenos libros (como las buenas películas) se construyen no con buenas historias, sino con buenos personajes. Es una verdad antigua, pero no deja de ser oportuna. Menos ahora cuando hay tanto best seller suelto. Así, cuando un nuevo escritor se presenta a un editor para decirle que tiene una buena idea para un libro, éste último debería responderle como Mallarmé: “Los buenos libros no se escriben con ideas, sino con personajes”. Y de eso, Montanelli sabe mucho, como lo demuestra este libro.

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