Hasta este punto he
considerado la parte del libro que corresponde a El general de la Róvere. Ahora me gustaría hablar de los …Otros héroes. Claro, no sin antes
aclarar que harían falta muchas páginas para tratar con la atención adecuada
los demás personajes de la parte inicial de las historias. El propio coronel
Müeller, presente en el “drama” de Giovanni Bertone De la Róvere, es una figura
a la que bien valdría la pena dedicar unas cuantas palabras, pero para no
extenderme más, creo decir mucho y nada, apuntando que es el antecesor más
directo que he conseguido en la literatura del también coronel Hans Landa (Unglorious Basterds, de Quentin
Tarantino). No por el encanto o los cambios bruscos (deliberados) de una
personalidad afable a una siniestra. Más bien por la frialdad de sus cálculos,
el decoro de su inhumanidad.
Ya anticipé que otras ocho
semblanzas componen esta parte del libro de Montanelli. La primera de ellas es de
Vittorio de Sica, el legendario director del Ladrón de bicicletas. No es un retrato condescendiente y
laudatorio. Todo lo contrario. Podría pensarse que don Indro trata con más
rudeza a los que sabe que por la cercanía sabrán disculparla. Y de Sica lo
sabe, intuye esa falta de indulgencia en su amigo y por eso dice entre
divertido y alerta ante cierta indiscreción: “Chitón [señalando a Montanelli].
Éste es capaz de escribir también esto…” Y no se equivocó.
Por supuesto que lo más
resaltante de la nota no es la mordacidad. Es la profundidad con la que el
autor puede ver a través de los hechos, de lo particular, para mostrar un
retrato del carácter de lo humano. Lo que queda más patente de esta lectura de
la personalidad de Sica es la proyección del conocimiento que tiene don Indro
Montanelli de los detalles, y esa fineza lingüística (afortunada traducción)
para plasmar ideas viejas con un registro que parece nuevo:
De Sica, sobre los cincuenta ya, ha engordado un poco
y ha encanecido, pero ni el éxito ni los trabajos han logrado oscurecerle
aquella pátina de infantil inocencia que hizo de él el actor más tiernamente
amado por los espectadores y más aún por las espectadoras, lo cual es monopolio
exclusivo de ciertos napolitanos y de ciertos ingleses. Un día, acaso, De Sica
será antiguo; viejo, jamás (:100).
Para mí, estas palabras no
dejan de tener cierta familiaridad, cierto parentesco amable con los retratos
de García Márquez sobre sus amigos, y en eso sí debe tener su cuota el
traductor. Como sea, lo que importa es que a partir de esta semblanza puede
fijarse un rumbo que determina el tono de las demás: observaciones amistosas o
sutilmente mordaces de personajes disimiles en los que se traduce una época,
post Segunda Guerra Mundial, y varios caracteres forjados a la sazón.
Militares, profesores,
actores y artistas en general conforman el mosaico de estos retratos escritos
en los que se traslucen facetas interesantes del espíritu humano. Bien vale la
pena señalar aquí que gracias a un afortunado vicio profesional, estas semblanzas
están estructuradas como episodios; anécdotas divertidas o tragicómicas, de las
cuales Montanelli rescata los detalles de la personalidad de sus conocidos para
construir personajes (puede decirse) universales.
Y digo que es un afortunado
vicio profesional porque a diferencia de la mayoría de semblanzas, en las
cuales se hace un recuento de las cualidades o defectos de una persona, en los retratos
de Montanelli, como buen periodista, lo que prima es el detalle de un momento, de
una acción, de un episodio. Si aparecen varios hechos en la vida de un
personaje, es solo para contextualizar, es decir, para informar al lector de
aspectos generales de la vida del personaje, que le ayuden a comprender
cabalmente sus móviles.
Cualquiera de los personajes
resultaría una buena muestra de ella, por ejemplo, “Kuebler”, la semblanza de un
teniente coronel ex oficial nazi, quien un buen día, aparentemente ante los
cambios de planes de su fin de semana, se deja aplastar por un muro. Este personaje
patético, a quien Montanelli conoce de oídas, le sirve para construir un
retrato harto claro del espíritu de los oficiales de regímenes totalitarios para
quienes pensar, tomar sus propias decisiones, no es una opción:
Kuebler había sido un “funcionario”, o sea un “ejecutor
de órdenes” ejemplar, mientras las órdenes le habían llegado de “arriba”, de
una anónima “autoridad” … Pero sobre el modo de pasar un week-end no existían órdenes … Estoy seguro de que, cuando se situó
debajo de la vacilante cornisa, tuvo justamente la sensación de cumplir una
orden con aquella perfecta elección de tiempo y de movimientos con las que él
había cumplido siempre las órdenes. Y en sustancia no se mató, pues ello
hubiera entrañado su responsabilidad; se dejó, más disciplinado y
funcionarescamente, matar “desde arriba” (p.119).
Claro que hay otros
episodios más amenos, cargados de esa mordaz elocuencia de Montanelli para descifrar
las contradicciones de las convicciones humanas. La cual, todo hay que decirlo,
está muy relacionada con la inocua misoginia de Montanelli que —¿para qué
negarlo?— saca algunas risillas. Este es el caso de “Ciervo blanco”, un
supuesto “nativo americano”, quien en realidad es un napolitano de cepa que se
gana la vida montando un show de habilidades circenses. El caso es que el
pretendido príncipe sioux es descubierto por una amiga de Montanelli, la mañana
después del espectáculo, gracias a un pequeño pero definitivo detalle.
Al subir a mi habitación del hotel … [Luisa] me dijo
que había visto en el salón a Ciervo Blanco, vestido igual que cuando estaba en
el escenario.
-Es natural –dije-. Para él, las plumas en la cabeza
son como la corbata para mí.
La señorita se rió.
-¿Crees tú? –dijo-. Ése es de tu misma raza; es
italiano.
-¿Un italiano con esa piel? –protesté, indignado.
-La piel se cambia como se quiere. Lo que no se puede
cambiar es la mirada con que los italianos, todos los italianos y tan sólo los
italianos, acompañan a una mujer cuando pasa por delante de ellos. Y él, me ha
mirado así.
Hice rápidamente un pequeño examen de conciencia y
luego dije:
-Vuélvete, Luisa, y paséate delante de mí.
Luisa obedeció y controlé mis pupilas.
-¿Sólo nosotros, los italianos…? –le dije al poco.
-Sólo vosotros, los italiano –respondió Luisa con
seguridad.
-¡Vamos! –dije entonces-. Pero cuando lleguemos al
salón, precédeme unos diez metros.
En el salón, efectivamente, estaba Ciervo Blanco
sentado en un sillón, con sus plumas, su tomawak,
su calumet y un periódico en la mano.
Pero cuando pasó Luisa, levantó la cabeza, y pude ver que sus pupilas seguían
una trayectoria idéntica a la que poco antes siguieran las mías, yendo a
detenerse en el mismo punto, rotundo y hermoso, de aquel cuerpo femenino
(p.133).
Como se ve, son pequeñas
historias, que por su estructura y sus recursos parecen antes cuentos que
reportajes. La sorpresa del final, la intimidad de sus acciones, la
especificidad del personaje, todo hace pensar en un relatos literarios, los
cuales seguramente han sido enriquecidos con la imaginación de Montanelli, pero
en los que prevalece el interés por dibujar (o intentar el boceto) del carácter
humano, en su imperfección o en su maravilla.
No es un libro
particularmente profundo ni fundamental, pero cuando se lo lee con el propósito
de descifrar sus alcances, yo diría que lo que nos permite comprender El general de la Róvere (y otros héroes),
de Indro Montanelli, es que los buenos libros (como las buenas películas) se
construyen no con buenas historias, sino con buenos personajes. Es una verdad
antigua, pero no deja de ser oportuna. Menos ahora cuando hay tanto best seller suelto. Así, cuando un nuevo
escritor se presenta a un editor para decirle que tiene una buena idea para un
libro, éste último debería responderle como Mallarmé: “Los buenos libros no se
escriben con ideas, sino con personajes”. Y de eso, Montanelli sabe mucho, como
lo demuestra este libro.
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