sábado, 1 de mayo de 2010

DÍA DEL LIBRO Y DEL IDIOMA 2010

LA LECTURA COMO CONDENA

Los hombres despiertos no tienen más que un mundo,

pero los hombres dormidos tienen cada uno su mundo.

W. Hazlitt


Nuestro miedo más grande en el campo de la literatura es el de la muerte de la lectura. No sólo porque los espacios de ocio se llenan cada vez más con distracciones contrarias al acto de leer, sino también porque la academia, destinada a nutrirse —y enriquecer el afecto— por los libros, de manera asombrosa se corrompe con vertiginoso empeño del desapego y la indiferencia por la lectura.


Puestos a ver este fenómeno se da en una extraña pero muy común contradicción: el aumento desproporcionado de escritores y lectores no ha sido en ningún sentido un síntoma saludable. Por el contrario, el número de ambos no ha hecho más que marcan con mayor énfasis el distanciamiento de los clásicos y de un ejercicio sano de lectura universalizadora.


Digo esto porque mientras buscaba un tema para esta breve intervención se me ha dado por revisar algunos ensayistas clásicos y me he tropezado con un trabajo de William Hazlitt, el escritor inglés. Se titula paradójicamente “De la ignorancia de los doctos”. Es una disertación sobre el aislamiento nocivo en que caen los lectores asiduos por su inseguridad frente al mundo. Estoy de acuerdo con esa observación, pero no con su calificación de necios de este tipo de personas. Pienso que tal vez en estos tiempos el agudo pensador inglés se daría cuenta de la rudeza de su noble error. Y lo pienso movido por una certeza extraña que me llegó de muy lejos cuando repasaba sus ideas y al mismo tiempo consideraba la mejor forma de hablar sobre la lectura sin caer en el elogio.


Cuando quise recordar a los personajes que nos ha dado la literatura (no se olvide que uno de los más bellos subterfugios de la literatura es su autorreferencialidad), mi corto conocimiento de los clásicos sólo me permitió observar tres, aunque uno de ellos es una pareja: Paolo y Francesca, Alonso Quijano y Aureliano Babilonia. En los tres, sin intención o propósito, se encuentra un signo ineludible: la soledad y la condena.


En los dos primeros es la tentación de la lectura solitaria, apasionada, voluptuosa y quizá subrepticiamente culpable, lo que les conduce a la tentación del pecado: su amor prohibido. En los salones de una Edad Media punitiva el privilegio de la lectura no puede conducir más que al pecado y por ello, arrastrados por las pasiones que se mueven en las páginas que leen, los amantes sucumben y sufren castigo.


Alonso Quijano es más solar y por tanto necesita menos explicación. En sus ansías de desentrañar el sentido oculto en los libros de caballería, es decir, de acceder a un conocimiento cargado de magia y esplendor, su soledad, ahínco y dedicación devinieron en locura, una condición que para la España de Cervantes era motivo de risa, sin importar cuán noble resultaran las épicas aventuras por ella desencadenadas.


Para Aureliano Babilonia el conocimiento involuntario del taller de su antepasado y los viejos pergaminos del mítico Melquíades es al mismo tiempo un destino trágico y la revelación absoluta. Tras cada palabra que descifra, tras cada línea que completa, el tiempo de su propia existencia y de todo cuanto le rodea llega a su fin. No completamente, puesto que la narración termina antes de que el torbellino lo desaparezca todo y por ello mismo, en el relato de los pergaminos como en las propias página de los Cien años de Soledad su condena sea el final suspendido que jamás llega.


No recuerdo ahora haber encontrado mayor semejanza en tres tiempos, tres autores y tres personajes. Es como si por espacio de trescientos o cuatrocientos años la idea de la lectura viniera a actualizarse, a recordar la condena que supone. Veo a los tres entregados al acto de leer que se les revela como el designio de un fatum adverso y no puedo dejar de reconocer en ellos a los lectores de nuestros tiempos, valga decir, los lectores de los clásicos.


La soledad no es menos, el tormento tampoco. Atrapados en una lectura que produce placer y consume, quienes aún cultivan una lectura transcendental, más allá de la moda y el empuje de una vida laboral y familiar más exigente, van llenando su existencia con el del uno de estos tres lectores de la Literatura mayúscula. Cada uno va dejándose atrapar por su deseos, llevado de sus ansías por conocer o desvelando las últimas líneas de su propio ser. Se emparentan con esa línea recta que en su inexorable condena se prefigura perfecta y místicamente liberadora. El condenado sólo es libre cuando se consuma el designio del hado infinito, pero para terminar hay que empezar. La paradoja no les deja escapar.


Pero no acaba allí su identificación con los tres lectores: Cada uno a su manera lee un escrito fuera de su tiempo. Los cuentos cortesanos que disfrutan Paolo y Francesca han de tener su historia para que llegaran al papel, las novelas de caballería que colecciona Alonso Quijano son anacrónicas y están desprestigiadas, los pergaminos de Melquíades datan de un tiempo que podemos ubicar con el origen del mundo mismo.


¿Qué significa pues esta nueva coincidencia? Que el lector de clásicos es un ser aislado y solitario que por decisión propia o pulsión fatídica se ubica fuera de su tiempo, lejos de su generación, para formar parte de una historia humana más secreta y trágica. El verdadero espíritu de la lectura es pues trágico, puesto que condena a los lectores a participar del destino de los héroes. Les dota de la capacidad de ver cara a cara a los personajes de los libros que entrañan la esencia de la literatura universal y les otorga el don de ver el tiempo en la justa proporción de sus parangones inmortales.


De esta manera, la lectura genuina, aquella que se adentra en el universo del espíritu humano, es esa condena placentera que permite a los lectores sucumbir ante el amor sin fijarse en el fútil castigo del tormento eterno, ver el mundo con los ojos de la acertada locura quijotesca y ser partícipe del principio y el final de los tiempos, sin que por ello se inmute la mirada ávida que se deleita en la página que muchos han pretendido leer, pero que sólo él ha comprendido.



[Este texto fue escrito y leído en el marco de la participación del GILAC en la celebración del Día del Libro y del Idioma 2010, en la Universidad de Los Andes, que contó con la participación del Departamento de Español y Literatura y los estudiantes de la Maestría en Literatura Latinoamericana y del Caribe de nuestra casa de estudios]






1 comentario:

  1. Este comentario es sólo para confesar que tanto don Quijote como Paolo y Francesca formaban parte de mi mundo con tanta realidad como los tantos otros de carne y hueso que me acompañan por la vida. Ahora me has "regalado" a Mauricio Babilonia, a quien tenía olvidado, bienvenido sea, gracias por ello.

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