II. Cien años de soledad y las ganas de escribir
Estaba claro
para mí en ese momento que si La cándida Eréndira era parte de un universo
más grande, en el cual confluían las historias de un mundo tan fascinante, no
había manera de que no leyera el libro por el que García Márquez era celebrado.
Porque el nombre del autor no era nuevo para mí. Y su rostro estaba encriptado
en la mítica portada del libro de los profesores Raúl Peña Hurtado y Luis
Rafael Yepes. ¿Lo recuerdan? Claro que sí.
En la propia
biblioteca del liceo, que ahora recuerdo que se llama “Aurelio Ferrero Tamayo”, pedí prestada la edición de 1986, Oveja Negra, de Cien años de soledad. Pasta
dura, con una sobrecubierta blanca, en el que hay un lazo rojo dibujado con la
inscripción “Nobel 82”.
Me senté allí
y de inmediato el libro me absorbió por entero. Hay un cuento de Federico
Vegas, publicado no hace mucho, en Los peores de la clase. Es muy buen
cuento, y define a la perfección lo que es descubrir Cien años de soledad
en la adolescencia: una entrega total y arrobadora, que no se puede ni se
quiere superar.
Pero, el
gusto que se desprende de la prosa de los Cien años implica un dilema:
avanzar pronto y descubrir en ese mundo maravilloso el destino de los Buendía o
extender el placer de la lectura, leyendo poco a poco. Yo me quedé con este
último. Quince días me tomó leer la novela completa, avanzando unas cuantas
páginas cada vez, para poder saborear cada pasaje, escena por escena. Empecé a
leerla en la biblioteca y luego leía algunos fragmentos en casi cualquier
lugar. El libro iba conmigo a todos lados. Era la segunda novela que leía y
estaba fascinado con ella. Desde ese momento adquirí la costumbre de no salir
jamás de casa sin un libro (se entiende que ese jamás implica excepciones,
puntuales excepciones).
Leía, pues,
a cada momento, con paciencia y cuidado. Y cuando fui a terminarlo, cuando las
últimas páginas aparecieron, era de noche. Casi la una, si mal no recuerdo. Me detuve
y esperé hasta el día siguiente. Como en un ritual, quise esperar para leer las
dos páginas finales hasta poder sentarme en la misma silla, frente a la misma
mesa en la misma biblioteca donde había empezado a leer la novela. Así que la
memorable y terrible frase:
Sin embargo, antes de llegar al verso final
ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto
que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y
desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano
Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos
era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a
cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra
me encontró
en el mismo lugar que al principio, como si yo también revelara los propios pergaminos
de mi historia circular.
No hay mucho
que pueda decir sobre los Cien años que ya no se haya expresado mejor. Te
diviertes, sufres, esperas, abandonas; aprendes y desaprendes; amas y odias. Las
horas o los días (según el ritmo de lectura) pueden ser claros u oscuros,
dependiendo de la prosperidad o decadencia de Macondo. Es un libro con todo en
él.
Las exégesis
literarias han visto muchas cosas en los Cien años del Gabo: alegorías
míticas del origen del mundo, reconstrucciones metafóricas de nuestra historia,
denuncias de los crímenes de las corporaciones y sus gobiernos lacayos sobre el
pueblo. Yo debo confesar que la primera vez que lo leí no vi nada de eso. Y aún
me cuesta verla. En cambio, en la segunda lectura de Cien años me quedó
muy clara la importancia que las relaciones afectivas tienen en el mosaico
general de la novela: los noviazgos, el matrimonio, los hermanos, padres e
hijos, tíos y sobrinos (tías y sobrinos, más interesante aún); la lujuria, el
incesto, el amor no correspondido, los pecados de la pasión, los castigos de
las supercherías. En un pueblo como Macondo, en el que hay pocas cosas que
hacer, el sexo y sus derivados seguramente cobran relevancia. Y el Gabo, un
hombre casado muchos años con una mujer de carácter fuerte, sabe cómo plantear
algunos de esos bemoles de las relaciones. El pasaje que más disfruté de esa
segunda lectura (además de la desbocada lujuria entre Amaranta Úrsula y
Aureliano Babilonia) es la cantaleta de Fernanda del Carpio a Aureliano Segundo “que
empezó una mañana como el monótono bordón de una guitarra, y que a medida que
avanzaba el día fue subiendo de tono, cada vez más rico, más espléndido”.
Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la cantaleta hasta el día
siguiente, después del desayuno, cuando se sintió aturdido por un abejorreo que
era entonces más fluido y alto que el rumor de la lluvia, y era Fernanda que se
paseaba por toda la casa doliéndose de que la hubieran educado como una reina
para terminar de sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán,
idólatra, libertino, que se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran
panes del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratando de mantener
a flote un hogar emparapetado con alfileres, donde había tanto que hacer, tanto
que soportar y corregir desde que amanecía Dios hasta la hora de acostarse, que
llegaba a la cama con los ojos llenos de polvo de vidrio y, sin embargo, nadie
le había dicho nunca buenos días, Fernanda, qué tal noche pasaste, Fernanda, ni
le habían preguntado aunque fuera por cortesía por qué estaba tan pálida ni por
qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no esperaba, por
supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo la
había tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un
monigote pintado en la pared, y que siempre andaban desbarrando contra ella por
los rincones, llamándola santurrona, llamándola farisea, llamándola lagarta, y
hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva voz que ella era de
las que confundían el recto con las témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y
ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del Santo Padre,
pero no había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo
dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca,
imagínese, una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la mala
saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el gobierno a matar
trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del
duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las
esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho
a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese
pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos,
para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas
cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de
cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados
cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se
servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no como la montuna de
Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se servía de día y
el vino rojo de noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de
no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel
Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento de preguntar
con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio, si era que ella
no cagaba mierda, sino astromelias, imagínense, con esas palabras, y para que
Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas mayores en
el dormitorio, contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de
mucha heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura mierda, mierda física, y
peor todavía que las otras porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia
hija, de modo que nunca se había hecho ilusiones con el resto de la familia,
pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco de más consideración de
parte de su esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su
autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y
soberana la grave responsabilidad de sacarla del solar paterno, donde nunca se
privó ni se dolió de nada, donde tejía palmas fúnebres por gusto de
entretenimiento, puesto que su padrino había mandado una carta con su firma y
el sello de su anillo impreso en el lacre, sólo para decir que las manos de su
ahijada no estaban hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el
clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la había sacado de su
casa con todas las admoniciones y advertencias y la había llevado a aquella
paila de infierno donde no se podía respirar de calor, y antes de que ella
acabara de guardar sus dietas de Pentecostés ya se había ido con sus baúles
trashumantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una
desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a
quien bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era
una, que era una, todo lo contrario de ella, que era una dama en el palacio o
en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios,
obediente de sus leyes y sumisa a su designio, y con quien no podía hacer, por
supuesto, las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se
prestaba a todo, como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien,
porque éstas al menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la
puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija única y
bienamada de doña Renata Argote y don Fernando del Carpio, y sobre todo de
éste, por supuesto, un santo varón, un cristiano de los grandes, Caballero de
la Orden del Santo Sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el
privilegio de conservarse intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de
novia y los Ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas.
En esa oración interminable, a la que
falta todavía un largo fragmento que omitido por razones de espacio, hasta la
respuesta catártica de Aureliano Segundo, “Cállate ya, por favor”, hay más
literatura que en muchas trilogías ridículas en las que tanto papel se
desperdicia hoy. Y hay más literatura porque es la vida misma trasplantada a la
ficción, sin aditivos falsos o melodramáticos. El insoportable zumbido de una
cantaleta en una versión tan pura que uno llega anticiparse a Aureliano Segundo
en esa justa petición: “Cállate, Amaranta, por Dios”.
Aunque en honor a la verdad hay que
reconocer que después de la tortura de Amaranta, Aureliano Segundo se enfrenta
a la lluvia, “y la comida no vuelve a
faltar nunca más”. De lo que se colige que el aguijón de las cantaletas femeninas
tiene su utilidad de vez en cuando.
Ahora bien, si La cándida Eréndira
despertó en mí el placer de leer, Cien años de soledad me persuadió
de que podía escribir. La cercanía que sentía con el calor de Macondo y su
espíritu rocambolesco era la misma que podía sentir con mi propio pueblo. Las cosas
que decían los personajes eran verosímiles y tenía la sensación de que ya las
había escuchado. Los hechos mismos de la novela se parecían a algunos que yo
mismo había presenciado. Siendo así, no era tan difícil que yo escribiera una
historia interesante y trascendental sobre mi pueblo. ¡Y lo hice! O al menos lo
intenté.
El resultado de esa fiebre de
escritura fueron unas cuarenta páginas manuscritas a lapicero, en un viejo
cuaderno. La historia no podía ser más mala. Un refrito lamentable que
combinaba “La frutas muy altas”, de Pocaterra, las rutas no contadas del
coronel Aureliano Buendía, algunas anécdotas tergiversadas de mi pueblo y todo
el patetismo de una historia de amor adolescente. Creo que hace algunos meses
me conseguí ese cuaderno, para mi vergüenza literaria. Aunque no tanta como la
que siento al recordar los apellidos del personaje central: Santander Buenaventura.
Una extravagancia digna de una novela de Luis Mora Ballesteros.
Mi ácido sentido autocrítico me salvó
del escarnio público o de —algo peor— las falsas adulaciones. Abandoné el
proyecto antes del clímax dramático para suerte de mi dignidad, justo a tiempo
para descubrir que ni yo era un García Márquez futuro ni las supuestas
coincidencias de personajes y anécdotas eran ciertas. La ilusión literaria y el
talento creativo del Gabo invadían la realidad para hacerme sentir cerca de su
propia realidad ficticia.
De esta manera, me quedaron dos aprendizajes
sobre la escritura a partir de Cien años de soledad: 1) desarrollar un
estilo propio y 2) nunca confiar en la primera versión de lo que se ha escrito.
Lo malo de esos aprendizajes es que nunca los puse en práctica.
La otra diferencia con La cándida
Eréndira es que en los Cien años fueron los verbos y no los
adjetivos los que me parecieron fascinantes. Seguramente hay por ahí muchos
estudios y análisis sobre el uso de los verbos en esta novela del Gabo. Yo me
conformó con saber que, además del inicio y el final (ambos tan magistrales
como conocidos), el pasaje que recuerdo con más claridad (aunque no de memoria)
es el que dice:
Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando
el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de
destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con
las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera
confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso
crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a
muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba
hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas,
solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a
florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto
vecino, como si fueran dos amantes enemigos tratando de reconciliarse en el
fondo de un estanque diáfano. En el fragor del encarnizado y ceremonioso
forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era
tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido contiguo,
mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar. Entonces empezó
a reír con los labios apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose
con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco, hasta que
ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la
brega degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron
caricias. De pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta Úrsula
descuidó la defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella
misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal la
inmovilizó en su centro de gravedad, la sembró en su sitio, y su voluntad
defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los
silbos anaranjados y los globos invisibles que la esperaban al otro lado de la
muerte. Apenas tuvo tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y
meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos
de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas.
Y lo recuerdo claramente, entre otras
obvias razones, por los verbos alacranear y comadrejear. Nunca antes los había
oído, nunca después los volví a oír.
Hace unos tres o cuatro años, en una venta de libros usados de San
Cristóbal, conseguí esa edición que había leído por primera vez y sin pensarlo
la compré. No la tengo ahora mismo aquí conmigo, porque se quedó allá en San
Cristóbal, esperando la mudanza definitiva. Se quedó con otras cinco ediciones
que he ido comprando por inercia y curiosidad, porque a pesar del cliché (hoy
no me molesta) Cien años de soledad es mi libro favorito del Gabo.
A. Izquierda: ¿? A. Centro: Rómulo Gallegos. A. Derecha: El Gabo D. Izquierda: Horacio Quiroga. D. Centro: Pablo Neruda. D. Derecha: Mariano Picón Salas |
Jajaja como me he reido con lo de "Una estravagancia digna de luis mora ballesteros" jejeje y que buen recuerdo ver la portada de ese genial libro de castellano y literatura... las cosas buenas que nos dejo la formación!
ResponderEliminarSí, es cierto. Yo poco a poco fui descubriendo el nombre de los autores que aparecen en la portada, pero me sigue faltando el primero. Ese es un buen libro.
ResponderEliminarSí, creo que el Gabo (sólo es posible llamarlo así, dada la confianza que le teníamos y seguimos teniendo) se equivocó cuando declaró que El amor en los tiempos del cólera era su mejor libro y que sólo ese perduraría para la posteridad. Para mí Cien años de soledad es el gran libro de él y de la Literatura Latinoamericana en general
ResponderEliminarCierto, muy cierto, querida.
EliminarEl escritor que te falta mencionar es Miguel de Cervantes Saavedra.
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