S/T. 2014. Homenaje gráfico que Jonathan Osaru me ha prestado para ilustrar este homenaje escrito. Honor que me hace |
En 2010,
Bettina y yo asistimos al IX Encuentro de Investigadores de la Literatura
Venezolana y Latinoamericana, que en esa edición se tituló “Lecturas que
cambiaron vidas”. Se suponía que los ponentes debían presentar a los autores o
libros que habían tenido un impacto significativo en sus vidas y por qué. A
decir verdad, muy pocos de los asistentes respetaron las pautas originales de
la convocatoria, pero quienes lo hicieron dieron maravillosos ejemplos en
entretenidas disertaciones. Fiel a mi costumbre, no escribí mi ponencia sino
hasta unas horas antes de darla, y hasta el último momento me debatí entre
dedicarla a García Márquez o a Montaigne. Unos escrúpulos ridículos de escolar
pretencioso me persuadieron de que García Márquez era un cliché, y que por más
íntima y personal que fuera mi exposición, el lugar común, el llover sobre
mojado, iba a aburrir a la audiencia. Me decidí por Montaigne, que también es
uno de mis escritores favoritos, pero no fue una decisión sincera: el escritor
que cambió mi vida fue el Gabo. Y lamento que en vez de un homenaje en ese
momento, ahora tenga que escribir este réquiem para el responsable de mi pasión
por la literatura.
I. 09 en Castellano y la cándida Eréndira
A pesar de
que siempre fui un lector curioso, el primer lapso en 4to año de bachillerato
me gané un merecido 09 en Castellano y Literatura porque nos pusieron como
lectura la gran Doña Bárbara. Desde las primeras páginas me pareció una
novela insoportable, tediosa e innecesaria. En realidad, nunca había leído una
novela, así que no tenía la paciencia que amerita el descubrimiento de un gran
libro, y sí mucho criterio atrofiado por la pedantería del adolescente.
La
literatura que había leído, en su mayoría, eran cuentos y poemas. Casi todos de
un magnífico libro de texto titulado Alegría de leer 4, que perteneció a
mi padre y que él guardó desde 1954 o 55 y que hoy yo tengo en mi poder, como
uno de mis mayores tesoros. Como decía, no había leído más que textos cortos y
atlas de interés científico. Hasta que en el segundo lapso de ese mismo 4to
año, la profesora de cuyo-nombre-quisiera-acordarme en este momento (ingrata
memoria, “destartalado barquito”) asignó la lectura de La increíble y triste
historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, toda la colección
de cuentos, de la cual yo sólo copié el que da título al volumen.
Como dice
Forrest Gump, es curioso como recuerda uno algunas cosas y otras no. Yo tampoco
recuerdo mi primer par de zapatos o la última vez que entré voluntariamente a
misa, pero jamás olvidaré la mañana en que me entregaron las copias del libro y
lo abrí frente a la biblioteca del liceo y leí las trece palabras que
definirían la relación más estrecha e íntima que he tenido con cualquier cosa en
el mundo, después de mi familia: “Eréndira estaba bañando a la abuela cuando
empezó el viento de su desgracia”. No sabría explicar por qué esas palabras
tuvieron tan honda resonancia en mí. Uno recuerda muy mal los móviles ocultos
del espíritu, cuando después de que el destino se ha revelado se intentan comprender
las causas de acciones remotas. Lo cierto es que ahora quiero creer que la
frase “el viento de su desgracia” me pareció una genialidad, distinta y más
profunda que cualquier otra que hubiera escuchado antes. Y lo era porque las
implicaciones de la frase iban más allá de lo que significaba. Como si las
palabras ordenadas de ese modo pudieran transmitir la sensación de que uno
comprendía la gravedad de los hechos que se desencadenaban con el vendaval
mucho antes de que pasaran. Y ya no pude parar:
La enorme mansión de argamasa lunar,
extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la
primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de
aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento
en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles
de termas romanas.
La abuela, desnuda y grande, parecía
una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había
cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos,
y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor
sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido
plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban
pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos,
en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.
Cuántos
adjetivos. Cuántos epítetos inverosímiles. Como si reinventara la Ilíada o
la Odisea, para bien, ese inicio condensa lo grotesco y lo increíble con
lo cotidiano a través de los adjetivos. Sobreadjetivar es un vicio de los
escritores noveles, pero en un genio es un recurso de extraordinario valor.
Supongo que entendí el realismo mágico más por lo adjetivos del Gabo, que por
los análisis de clases. Esa imagen inesperada, pero exacta, que surge de una
simple cualidad o característica, gracias a la cual uno se va imaginando los
detalles físicos de un ambiente que no se puede describir de otra manera sin
resultar desagradable.
Giro (twist)
creo que le llaman en el cine al cambio brusco de la trama. La cándida
Eréndira fue el giro de mis gustos fundamentales. Fue la primera novela que
leí completa (aunque más parece un
cuento largo) y fue la primera vez que leía con pasión algo más por sus
palabras que por su historia.
Leí y leí
esa mañana, sin detenerme, sin prestarle atención a nada ni a nadie. Quizás dos
o tres horas estuve leyendo, embelesado por esas construcciones lingüísticas,
por cada palabra vieja, conocida o no, que ahora se reinventaba. No lo terminé
porque el mediodía obligaba a abandonar el liceo, pero sí lo hice cuando en la
noche me desocupé de las actividades intrascendentes de la adolescencia. Serían
las once o doce de esa misma noche cuando pasé la última página y sentí por
primera vez el vacío de terminar un libro que te ha atrapado sinceramente; el
desamparo de que la vida continúe más allá de los personajes. Tenía 16 años y
había aprendido a leer.
Como
dije antes, leí unas copias incompletas, a las que afortunadamente alguien
agregó la portada. Este diciembre que pasó, trece años y nueve meses después de aquella primera lectura, encontré la misma edición en el puesto de libros usados de
Matute, un excéntrico vendedor de libros, filósofo popular, escritor
irreverente, avispado conocedor del arte y la literatura en todas sus formas y
militante genuino de sus causas. Le conté sin muchos detalles mi vínculo con esa edición del libro y entonces me lo dio como regalo de navidad, maravilloso regalo de Navidad. La
increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada
(siete cuentos), Editorial Sudamericana, primera edición, 1972, Buenos
Aires. Me acompaña al costado izquierdo mientras escribo estas líneas.
La cándida Eréndira al costado izquierdo |
Excelente! uno de los cuentos que mas recuerdo de mi infancia del gabo fue la noche de los Alcarabanes! que aun cuando lo leo de adulto siento la misma sensacion del terror que me causo de niño jejeje
ResponderEliminarEsa sensación de volver al pasado cuando leo un texto del Gabo, siempre la tendré con "La hojarasca". Gracias por la lectura Prof. Jonathan G.
EliminarGracias por este texto, nunca es tarde para homenajear a un grande. Es verdad que el evento al que fuimos no respetó, salvo algunas excepciones, el tema propuesto, qué pasaría ahí?
ResponderEliminarImagino que lo que pasa siempre: la gente escucha lo que quiere escuchar y hace lo que quiere hacer (algunos porque ya lo tenían hecho).
EliminarGracias a ti por la amable lectura, querida. Besos y abrazos.
EliminarEn segundo año de bachillerato la profesora de Castellano nos mandó a leer "El coronel no tiene quien le escriba", ese fue el primer libro que leí del Gabo, y sí, aquella lectura también me conmovió, aun recuerdo una imagen en mi mente de niña: un anciano alejándose por una calle repleta de flores.
ResponderEliminarMuy bonita imagen, Alexandra. Un abrazo.
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