Centro de Convenciones de Cartagena de Indias con el anuncio del Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) 2007. Foto: Miguel Gamboa |
III. Un congreso frente a la Bahía de las Ánimas
(Crónica)
A finales de
marzo de 2007, del 26 al 29, la Real Academia Española llevó a cabo el IV
Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) en Cartagena de Indias. Y
además de celebrar los ochenta años del Gabo, la RAE aprovechó la oportunidad
para lanzar la edición conmemorativa por los cuarenta años de la primera
edición de Cien años de soledad. Todo el mundo conoce esa hermosa
edición, que cuenta con varios estudios preliminares y está cuidadosamente
encuadernada.
Algunos
estudiantes de la ULA de entonces nos animamos a ir a ese evento, con los
recursos que hubiera. El cambio estaba a 0,85 así que podíamos permitirnos el
lujo. Lujo, claro está, para estudiantes que comíamos en la universidad,
viajábamos en la ruta o pagábamos con tiques estudiantiles y bebíamos una que
otra cerveza, uno que otro día, a precios leoninos, para ambas partes.
Es justo que
diga que yo al principio no quería ir, pesimista irremediable, sedentario
irrestricto. Pero, luego de que los demás me contagiaran el entusiasmo y las
ganas, y también de que me prestaran unos pesos, vi con mejores ojos lo del
viaje y me animé como el que más. Y así fue que R, J, E, ML, M y yo nos fuimos
por tierra, mientras que D, Y y M lo hicieron por avión, con un maravilloso
paquete que incluía no-sé-cuántas noches en el hotel Decamerón.
No sé si
ustedes lo habrán hecho, pero calcular la duración de un viaje por tierra
valiéndose de la distancia como referencia es un castigo a la paciencia. Las
quince horas que habíamos calculado desde Cúcuta hasta Cartagena se
convirtieron en veintidós. Con el agravante de que siendo la primera vez que
íbamos, así que esas veintidós parecieron cuarenta.
Al fin
llegamos a Cartagena la mañana calurosa del mismo 26 de marzo, una hora antes
de que, según el programa, el Gabo diera el discurso inaugural del congreso. En
el terminal nos esperaba un amigo de la familia de ML, quien nos acompañaría a
ubicarnos en la ciudad. A decir verdad, y muy a pesar de algunas desavenencias
infortunadas, esa ayuda inusitada nos fue muy útil, viendo las cosas en
retrospectiva.
Luego de las
presentaciones de rigor, acompañadas de sonrisas protocolares —por si acaso— nos
subimos a un taxi que nos llevó a la avenida Pedro de Heredia, en la que queda
(o quedaba. Son tan frágiles nuestras geografías urbanas) una pensión de
estudiantes. 15000 mil pesos por noche. Toda una ganga.
Dejamos los
morrales y raudos pretendimos salir hacia el Centro de Convenciones, sede del
congreso. Pretendimos. En ese momento, no se sabe de dónde todavía, a ML le dio
hambre. Y no del hambre natural y serena que se calma con el conjuro “Tengo
hambre”, sino la histérica y desesperada de los niños “¡Quiero comer ya!” Una
sorpresa tétrica se apoderó de todos porque estábamos a minutos de que empezara
el discurso. Escasos diez minutos o menos.
E asumió la
defensa de los planes. Lo primero fueron las explicaciones racionales, la
lógica ante todo: “Podemos comer luego”. Obcecación fría como respuesta: “Yo
tengo hambre ya”. Pragmatismo masculino, entonces: “Nosotros vinimos a ver al
Gabo. Podemos comer cuando termine el discurso”. Intransigencia femenina: “Yo
quiero comer ya, porque después se me quita el hambre”. La ofuscación subía y
el tiempo pasaba. Intervine, diplomático metiche, para intentar una destrabe
que nos beneficiara a todos: “Mira, E tiene razón. Esos discursos no duran
mucho”. No había miramientos con nadie: “A mí no me importa. Yo tengo hambre”. No había solución de continuidad a la vista para aquella discusión. Y en
realidad era un obstáculo absurdo, después de todos los preparativos, los inconvenientes,
la conciliación de voluntades y el maratónico viaje de la noche anterior, parecía
una broma de mal gusto que todos los esfuerzos se perdieran por un itinerario
alimenticio.
Agotados los
canales pacíficos, la fuerza de la determinación pudo lo que los argumentos no:
E destrabó la querella categóricamente: “¡Pues, yo vine a ver al Gabo, y lo voy
a ver, muérase quien se muera de hambre!” Todos, excepto ML, pensábamos eso
mismo, pero sólo E tiene la bilis necesaria para expresarlo en esos términos. A
dios gracias, porque de inmediato nos subimos en la primera buseta que vimos.
La pensión
no está lejos del casco histórico de la ciudad, así que llegamos en un
santiamén. Caminamos una avenida hasta la torre del reloj y desde allí pudimos
ver la enorme torta cuadrada de queso gruyere que es el Centro de Convenciones
de Cartagena de Indias, puesta justo encima del mar, como si le ganara espacio
a la bahía, que a todas estas no sé si realmente se llama de las Ánimas o si
fue un nombre que el Gabo le dio para bautizarla con más elegancia que las
autoridades.
Cuando
llegamos a la puerta había casi tanta seguridad como personas. Se explica la
seguridad no por el Gabo, sino porque a la inauguración del evento habían
asistido el rey Juan Carlos y Bill Clinton (vaya uno a saber por qué razón este
último). Entre los presentes estaban D, Y y M que habían llegado también esa
mañana a la ciudad. De más está decir que al acto de instalación del congreso
no podían pasar más que los invitados “especiales” y las autoridades. De manera
que nosotros nos quedamos con el centenar de personas que estaban afuera,
alrededor de un extraño monumento a los pescadores, cuyas figuras humanas
tienen unas inapropiadas posturas, si se las ve desde determinada perspectiva.
¿Se imaginan lo que se ve desde un costado? Foto: Miguel Gamboa |
En este
punto mi memoria es difusa. No recuerdo cuánto tiempo pasó. Si acaso llegamos
unos minutos antes de concluido el discurso, o si alcanzamos a distraernos en
los alrededores del centro de convenciones. Lo que sí recuerdo es que de
repente hubo mucho tumulto, una gran algarabía porque el Gabo por fin salía y
los presentes teníamos la oportunidad de codearnos con la leyenda. Como suele
ocurrir en estos casos, solo unos pocos afortunados estaban en la posición
correcta para ver de cerca a la celebridad. Los demás debíamos resignarnos al
margen, al exterior, separados de todo el acontecimiento por los que llegaron
temprano y los periodistas, esos seres enmantillados que tienen acceso
ilimitado y que siempre se ubican en la primera línea, haciendo que los presentes
en el lugar de los hechos tengan peor visión que los que en casa disfrutan
desde el sofá. Ironías del mundo moderno.
Decía, pues,
que éramos los desesperados devotos que querían ver al Gabo desde cerca, pero
no podíamos. Cámara en mano bordeábamos el cinturón de personas, vallas y
agentes de seguridad, buscando un ángulo prodigioso que permitiera la foto para
la posteridad (y para presumir luego, claro). No había manera.
En un
momento confuso, Y se acercó a uno de los agentes y le dijo algo que no logré
escuchar, pero que lo persuadió de dejarla pasar hasta donde estaban las
camionetas en las que había de montarse el Gabo. Animado por la fortuna de Y,
yo también me acerqué al agente, con la humilde cámara digital que me había
prestado E, creo, y le dejé caer mi más lastimero: “Déjeme tomar una foto
cerca”. “No” dijo con la cabeza el hierático personaje que en cuestión de
segundos se había convertido en gárgola respetuosa del protocolo. Aunque no era
algo que debiera sorprender a nadie. Sólo había que ver los factores para
comprender su transmutación momentánea: Por un lado, Y con su 1,65 de estatura,
cabello claro y sedoso; sonrisa limpia, sugerente; piel blanca y juvenil, pecho
exuberante, caderas anchas y piernas prodigiosas (¡qué piernas!) y, por el otro
lado, nosotros cuatro, E, R, J y yo, ¡qué cuarteto! E el equivalente real de
Florentino Ariza, desmirriado, con la patética expresión de felicidad en el
rostro por ver al Gabo; R, gradullón bondadoso salido de una película de
Kubrick, con esos lentes de erudito gringo; J, aspecto de gánster sin clase,
ordinario como una servilleta de lija y con una risa igual de suave y yo, y yo,
verdulero de mercado de pueblo, con el bigote más infame del mundo, y más
demacrado que un papá primerizo por el viaje de la noche anterior; es decir, un
cuarteto sin gracia y lamentable, Beatles miserables, sin ningún chance de
persuadir a nadie de dejarlos pasar. Era comprensible la actitud del agente de
seguridad.
Al final Y
se sacó su foto con el Gabo, sonrientes ambos en la camioneta, aunque Mercedes
tenía un cañón acorde con la situación, y a nosotros nos tocó conformarnos con
tirar fotos aquí y allá sobre la gente a ver si algo caía en el cuadro. M,
ausente y callado, terminó sacando la mejor foto de la tarde para los hombres:
un perfecto plano general del perfil del Gabo, que atestigua que estuvimos
allí.
Todo pasó
así de rápido y casi no tuvimos tiempo de hablar entre nosotros mientras
pasaba. Cuando las camionetas se hubieron ido nos sentamos exhaustos, después
del alboroto a hacer cómputo de lo vivido. Ya podíamos esperar a que nos dieron
los pases para el congreso, y debo creer que ML, por fin comió porque estaba
tranquila y sonriente con todo el grupo.
Los
siguientes días del congreso fueron agradables. El Gabo ya no volvió, pero de
alguna manera aquella mañana habíamos estado lo suficientemente cerca como para
sentirnos satisfechos. Después de todo, la presencia física de un autor se
percibe perfectamente en los rastros que va dejando en los lugares que narra.
Así como Cervantes dejó huellas eternas en la Mancha del Quijote, así
sentimos nosotros que Cartagena de Indias es una prolongación de El amor en
los tiempos del cólera. De modo que nos dimos a recorrerla, buscando las
correspondencias entre el libro y el mapa, a ver si la realidad era fiel a la
novela. Pero, eso es parte de otro cuento.
El Gabo de perfil y con sombrero, rodeado por más seguridad que admiradores. Foto: Miguel Gamboa |
Lamento no identificar con certeza a los integrantes de los Beatles gochos en Cartagena, jajajaja
ResponderEliminarEstán facilísimos, querida. Echa un ojo y verás que sí. Jajaja.
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