domingo, 20 de abril de 2014

RÉQUIEM HETERODOXO POR EL GABO (III)

Centro de Convenciones de Cartagena de Indias con el anuncio del
Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) 2007. Foto: Miguel Gamboa

III. Un congreso frente a la Bahía de las Ánimas
(Crónica)

A finales de marzo de 2007, del 26 al 29, la Real Academia Española llevó a cabo el IV Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) en Cartagena de Indias. Y además de celebrar los ochenta años del Gabo, la RAE aprovechó la oportunidad para lanzar la edición conmemorativa por los cuarenta años de la primera edición de Cien años de soledad. Todo el mundo conoce esa hermosa edición, que cuenta con varios estudios preliminares y está cuidadosamente encuadernada.

Algunos estudiantes de la ULA de entonces nos animamos a ir a ese evento, con los recursos que hubiera. El cambio estaba a 0,85 así que podíamos permitirnos el lujo. Lujo, claro está, para estudiantes que comíamos en la universidad, viajábamos en la ruta o pagábamos con tiques estudiantiles y bebíamos una que otra cerveza, uno que otro día, a precios leoninos, para ambas partes.

Es justo que diga que yo al principio no quería ir, pesimista irremediable, sedentario irrestricto. Pero, luego de que los demás me contagiaran el entusiasmo y las ganas, y también de que me prestaran unos pesos, vi con mejores ojos lo del viaje y me animé como el que más. Y así fue que R, J, E, ML, M y yo nos fuimos por tierra, mientras que D, Y y M lo hicieron por avión, con un maravilloso paquete que incluía no-sé-cuántas noches en el hotel Decamerón.

No sé si ustedes lo habrán hecho, pero calcular la duración de un viaje por tierra valiéndose de la distancia como referencia es un castigo a la paciencia. Las quince horas que habíamos calculado desde Cúcuta hasta Cartagena se convirtieron en veintidós. Con el agravante de que siendo la primera vez que íbamos, así que esas veintidós parecieron cuarenta.

Al fin llegamos a Cartagena la mañana calurosa del mismo 26 de marzo, una hora antes de que, según el programa, el Gabo diera el discurso inaugural del congreso. En el terminal nos esperaba un amigo de la familia de ML, quien nos acompañaría a ubicarnos en la ciudad. A decir verdad, y muy a pesar de algunas desavenencias infortunadas, esa ayuda inusitada nos fue muy útil, viendo las cosas en retrospectiva.

Luego de las presentaciones de rigor, acompañadas de sonrisas protocolares —por si acaso— nos subimos a un taxi que nos llevó a la avenida Pedro de Heredia, en la que queda (o quedaba. Son tan frágiles nuestras geografías urbanas) una pensión de estudiantes. 15000 mil pesos por noche. Toda una ganga.

Dejamos los morrales y raudos pretendimos salir hacia el Centro de Convenciones, sede del congreso. Pretendimos. En ese momento, no se sabe de dónde todavía, a ML le dio hambre. Y no del hambre natural y serena que se calma con el conjuro “Tengo hambre”, sino la histérica y desesperada de los niños “¡Quiero comer ya!” Una sorpresa tétrica se apoderó de todos porque estábamos a minutos de que empezara el discurso. Escasos diez minutos o menos.

E asumió la defensa de los planes. Lo primero fueron las explicaciones racionales, la lógica ante todo: “Podemos comer luego”. Obcecación fría como respuesta: “Yo tengo hambre ya”. Pragmatismo masculino, entonces: “Nosotros vinimos a ver al Gabo. Podemos comer cuando termine el discurso”. Intransigencia femenina: “Yo quiero comer ya, porque después se me quita el hambre”. La ofuscación subía y el tiempo pasaba. Intervine, diplomático metiche, para intentar una destrabe que nos beneficiara a todos: “Mira, E tiene razón. Esos discursos no duran mucho”. No había miramientos con nadie: “A mí no me importa. Yo tengo hambre”. No había solución de continuidad a la vista para aquella discusión. Y en realidad era un obstáculo absurdo, después de todos los preparativos, los inconvenientes, la conciliación de voluntades y el maratónico viaje de la noche anterior, parecía una broma de mal gusto que todos los esfuerzos se perdieran por un itinerario alimenticio.

Agotados los canales pacíficos, la fuerza de la determinación pudo lo que los argumentos no: E destrabó la querella categóricamente: “¡Pues, yo vine a ver al Gabo, y lo voy a ver, muérase quien se muera de hambre!” Todos, excepto ML, pensábamos eso mismo, pero sólo E tiene la bilis necesaria para expresarlo en esos términos. A dios gracias, porque de inmediato nos subimos en la primera buseta que vimos.

La pensión no está lejos del casco histórico de la ciudad, así que llegamos en un santiamén. Caminamos una avenida hasta la torre del reloj y desde allí pudimos ver la enorme torta cuadrada de queso gruyere que es el Centro de Convenciones de Cartagena de Indias, puesta justo encima del mar, como si le ganara espacio a la bahía, que a todas estas no sé si realmente se llama de las Ánimas o si fue un nombre que el Gabo le dio para bautizarla con más elegancia que las autoridades.

Cuando llegamos a la puerta había casi tanta seguridad como personas. Se explica la seguridad no por el Gabo, sino porque a la inauguración del evento habían asistido el rey Juan Carlos y Bill Clinton (vaya uno a saber por qué razón este último). Entre los presentes estaban D, Y y M que habían llegado también esa mañana a la ciudad. De más está decir que al acto de instalación del congreso no podían pasar más que los invitados “especiales” y las autoridades. De manera que nosotros nos quedamos con el centenar de personas que estaban afuera, alrededor de un extraño monumento a los pescadores, cuyas figuras humanas tienen unas inapropiadas posturas, si se las ve desde determinada perspectiva.

¿Se imaginan lo que se ve desde un costado? Foto: Miguel Gamboa


En este punto mi memoria es difusa. No recuerdo cuánto tiempo pasó. Si acaso llegamos unos minutos antes de concluido el discurso, o si alcanzamos a distraernos en los alrededores del centro de convenciones. Lo que sí recuerdo es que de repente hubo mucho tumulto, una gran algarabía porque el Gabo por fin salía y los presentes teníamos la oportunidad de codearnos con la leyenda. Como suele ocurrir en estos casos, solo unos pocos afortunados estaban en la posición correcta para ver de cerca a la celebridad. Los demás debíamos resignarnos al margen, al exterior, separados de todo el acontecimiento por los que llegaron temprano y los periodistas, esos seres enmantillados que tienen acceso ilimitado y que siempre se ubican en la primera línea, haciendo que los presentes en el lugar de los hechos tengan peor visión que los que en casa disfrutan desde el sofá. Ironías del mundo moderno.

Decía, pues, que éramos los desesperados devotos que querían ver al Gabo desde cerca, pero no podíamos. Cámara en mano bordeábamos el cinturón de personas, vallas y agentes de seguridad, buscando un ángulo prodigioso que permitiera la foto para la posteridad (y para presumir luego, claro). No había manera.

En un momento confuso, Y se acercó a uno de los agentes y le dijo algo que no logré escuchar, pero que lo persuadió de dejarla pasar hasta donde estaban las camionetas en las que había de montarse el Gabo. Animado por la fortuna de Y, yo también me acerqué al agente, con la humilde cámara digital que me había prestado E, creo, y le dejé caer mi más lastimero: “Déjeme tomar una foto cerca”. “No” dijo con la cabeza el hierático personaje que en cuestión de segundos se había convertido en gárgola respetuosa del protocolo. Aunque no era algo que debiera sorprender a nadie. Sólo había que ver los factores para comprender su transmutación momentánea: Por un lado, Y con su 1,65 de estatura, cabello claro y sedoso; sonrisa limpia, sugerente; piel blanca y juvenil, pecho exuberante, caderas anchas y piernas prodigiosas (¡qué piernas!) y, por el otro lado, nosotros cuatro, E, R, J y yo, ¡qué cuarteto! E el equivalente real de Florentino Ariza, desmirriado, con la patética expresión de felicidad en el rostro por ver al Gabo; R, gradullón bondadoso salido de una película de Kubrick, con esos lentes de erudito gringo; J, aspecto de gánster sin clase, ordinario como una servilleta de lija y con una risa igual de suave y yo, y yo, verdulero de mercado de pueblo, con el bigote más infame del mundo, y más demacrado que un papá primerizo por el viaje de la noche anterior; es decir, un cuarteto sin gracia y lamentable, Beatles miserables, sin ningún chance de persuadir a nadie de dejarlos pasar. Era comprensible la actitud del agente de seguridad.

Al final Y se sacó su foto con el Gabo, sonrientes ambos en la camioneta, aunque Mercedes tenía un cañón acorde con la situación, y a nosotros nos tocó conformarnos con tirar fotos aquí y allá sobre la gente a ver si algo caía en el cuadro. M, ausente y callado, terminó sacando la mejor foto de la tarde para los hombres: un perfecto plano general del perfil del Gabo, que atestigua que estuvimos allí.

Todo pasó así de rápido y casi no tuvimos tiempo de hablar entre nosotros mientras pasaba. Cuando las camionetas se hubieron ido nos sentamos exhaustos, después del alboroto a hacer cómputo de lo vivido. Ya podíamos esperar a que nos dieron los pases para el congreso, y debo creer que ML, por fin comió porque estaba tranquila y sonriente con todo el grupo.

Los siguientes días del congreso fueron agradables. El Gabo ya no volvió, pero de alguna manera aquella mañana habíamos estado lo suficientemente cerca como para sentirnos satisfechos. Después de todo, la presencia física de un autor se percibe perfectamente en los rastros que va dejando en los lugares que narra. Así como Cervantes dejó huellas eternas en la Mancha del Quijote, así sentimos nosotros que Cartagena de Indias es una prolongación de El amor en los tiempos del cólera. De modo que nos dimos a recorrerla, buscando las correspondencias entre el libro y el mapa, a ver si la realidad era fiel a la novela. Pero, eso es parte de otro cuento.

El Gabo de perfil y con sombrero, rodeado por más seguridad que admiradores. Foto: Miguel Gamboa

2 comentarios:

  1. Lamento no identificar con certeza a los integrantes de los Beatles gochos en Cartagena, jajajaja

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    1. Están facilísimos, querida. Echa un ojo y verás que sí. Jajaja.

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