IV. El amor en los tiempos del cólera. Arrebatos y paciencia.
Si usted
nunca vio clases con JC, no sabe de qué se trata la “tergiversación deplorable
de los argumentos”: “El amor en los tiempos del cólera habla de una
pareja que se conoce en la juventud. Por alguna razón no pueden tener nada en
ese entonces, pero se consiguen cuando viejos y resulta que él se confiesa:
-¿Sabes, Fermina? Tú siempre me
gustaste, desde que estábamos chamos.
-Cónchale, Florentino, tú también me
gustabas. ¿Por qué nunca me dijiste nada?
Y así se
hacen novios ya de viejos”. Alguien se arriesga: “¿En serio, profesor? Me
parece recordar que era diferente”. “No, no, es así como le digo. Por eso la
película es bastante diferente de la novela”.
Pero, no:
resulta que El amor en los tiempos del cólera no es esa pésima teleserie
que planteaba el profesor JC con saña. Esta novela, muy al contrario, es un
interesantísimo tratado sobre las relaciones amorosas, que soporta muchas
lecturas y que uno ama o detesta según la marea de los afectos que esté
pasando.
No recuerdo
exactamente cuándo leí por primera vez El amor. Pero, estoy casi seguro
de que fue al salir del liceo luego de un tormentoso amor no correspondido,
porque —como todos los hombres, que nos enamoramos una vez y para siempre— recuerdo
que me sentí Florentino Ariza. Hoy no le discuto esa propiedad de personaje a
E, por muchas razones.
Es probable
que haya pedido prestada la primera edición que leí de El amor en la
biblioteca de Coloncito, un recinto espléndido en el que existen (o existían)
maravillas insospechadas. Sí recuerdo claramente que era la edición Oveja
Negra, de cubierta amarilla con el vapor de ruedas dibujado a un costado. Es
una edición que he visto varias veces en algún puesto de libros usados, pero
que nunca me decidí a comprar. En parte porque no tengo una relación afectiva
tan profunda con esta novela como con las dos primeras; en parte porque tengo
una bella edición que me regaló Ronald Castillo, entrañable amigo del pueblo,
en 2005. Un detalle, sin duda alguna, muy estimable: la primera reimpresión de
la primera edición Norma. Cubierta flexible, lila, con una caricatura de Botero
en la cubierta, y una fotografía amable del Gabo en la contracubierta,
acompañada por una inapropiada cita de la novela. Sensacionalismo editorial,
sin duda.
Paradójicamente,
aunque esta novela no ha sido de las más trascendentales en mi vida, en
relación con la obra del Gabo, sí es la que más he leído. Quizás porque he
tenido más despechos que epifanías literarias.
El amor es una novela sobre el amor escrita por un hombre que ha entendido que
a las mujeres hay que tenerles paciencia. De allí que todas las mujeres sueñen
con el doctor Juvenal Urbino y todos los hombres tengamos pesadillas con él.
Ningún hombre en su sano juicio se imagina alcanzando esos estándares de
belleza, corrección, éxito y amaneramiento sofisticado. El género masculino, en
general, es más de la cerveza, el
mundanal fútbol, la película pasable. Otros, de la rumba, el lupanar, los
gallos de pelea. Los hay también híbridos entre estos y, al margen, unos más
que tienen manías excéntricas, pero esos no cuentan, porque seguramente no
consiguen mujer.
Las mujeres,
en cambio, las hay del tipo que se quieren casar con el hombre perfecto —hallado
en forma natural o fabricado a fuerza de “sugerencias”—. También de las que se
casan por inercia con un buen tipo o que parece bueno al principio. El otro
gran grupo de mujeres es el que se quiere casar, pero no consiguen con quien o
con el que quieren no se quiere casar con ellas.
Podría decirse,
entonces, que en cuanto a relaciones amorosas los hombres se dividen en
Florentino Ariza y el doctor Juvenal Urbino, mientras que las mujeres se
dividen en Fermina Daza y las demás. (Esto siempre a partir de los personajes
de la novela).
Pero, uno no
llega a esa conclusión al leer por primera vez El amor. Recuerdo que lo
fascinante de aquella primera lectura era —una vez más— compartir con los
personajes situaciones iguales: que la novela contara parte de mi vida y poder
decir, como con una canción, “Eso me pasa a mí”. Todos los hombres abandonados
nos sentimos pobres, feos y miserables; pero, al mismo tiempo, todos tenemos la
certeza de que ella va a volver, tarde o temprano, cuando descubra que podemos
ser mejores. De tal modo que leer, por primera vez, El amor es un viaje
al averno, en el que uno se consume con Florentino Ariza y luego asciende con
la esperanza bajo el brazo de que siempre hay segundas oportunidades.
En este
descenso, por supuesto, uno llega a odiar a Fermina Daza cuando, sin
misericordia, le clava una estaca en el corazón al mísero Florentino Ariza. Y
la odia el resto de la novela por esa felicidad cómoda y de escaparate que es
su vida con el flemático doctor. Y se la odia porque no hay derecho de hacer
eso. No se puede amar con tanta locura y luego hacer semejante desplante. No hay
fealdad o pobreza que lo justifique. Al menos eso creo uno cuando lee El
amor a los diecisiete años. (Que luego, a lo largo de su vida, Florentino
Ariza se acueste hasta con la abuela de Cenicienta es una retaliación justa
para semejante desprecio). Pero, en realidad Fermina Daza desama por las mismas
razones que lo hace Marcela en el Quijote: nadie está obligado a amar de
vuelta a alguien sólo porque este lo ama. Y nadie puede ser echado a la hoguera
por eso.
Fermina Daza
—me pareció en esa oportunidad— nunca llega a amar realmente a nadie. Es muy
fría, desaprensiva, indiferente. Tuvo un arrebato de pasión rebelde por
Florentino Ariza, pero todo fue una ilusión. Ella misma se lo escribe a
Florentino Ariza. Se casa con el doctor Juvenal Urbino en otro arrebato: un
arrebato de rabia por las chanzas de su prima. Lo del final tiene mucho de
inercia. También de arrebato de vejez, si vamos un poco más lejos. Optamos por
creer, sin embargo, hay amor en ese final, porque la alternativa (que ella no
lo ame) sería muy insípida, poco romántica. A los diecisiete años, el amor
tiene que prevalecer.
Por su
parte, lo que conmueve del amor de Florentino Ariza por Fermina Daza es lo
metódico, lo imperturbable, lo obstinado. Lo eternamente febril, también. Amar de
esa manera requiere vocación y uno desearía tenerla, para que el desengaño sucesivo
de la experiencia no nos convierta en unos cínicos descastados. Aunque también
haya que reconocer que la ficción matiza esa devoción, convirtiendo en adorable
un persistencia que en la realidad sería locura temible.
Lo cierto es
que Florentino Ariza ama como lo hacemos la mayoría de los hombres corrientes:
con mucho de idealización, con mucho de plan a futuro, con mucho de sueño hecho
realidad. Lo bueno para él es que le funciona, y puede poner un broche de oro a
su delirio de amor. La vida en realidad dura más que unas 300 páginas y el “desgaste
de lo cotidiano” suele ser más implacable que en la prosa del Gabo.
Como fuere,
Florentino Ariza en su segundo cortejo de Fermina Daza comprende que el amor de
arrebatos es una cosa de la juventud y las idealizaciones, así que opta por la
estrategia a mediano plazo, a la amistad primero y el amor después. No creo que
me haya dado cuenta en aquella época de que la cercanía paciente es una de las
formas del amor tranquilo, del largo amor. Seguramente lo que aprendí fue que esas
escenas de café y charlas, de los paseos vespertinos, de la compañía mutua eran
aspectos secundarios; como los sucedáneos de un amor que en la práctica solo se
había interrumpido por ese absurdo matrimonio, que duró un poco más de lo
esperado. Estoy convencido ahora de que Florentino Ariza sentía lo mismo en
esos momentos de felicidad plena.
*******
He leído
luego unas seis veces El amor en los tiempos del cólera. Aún no entiendo
el amor. Lo sigo encontrando problemático y complicado. Pero, algo sí he sacado
en limpio de estas lecturas: el amor es ridículo. No sólo en el sentido de cursi
y melodramático. Ridículo en las formas que nos afecta, insospechadamente, en
los momentos más inesperados. Ridículo en los momentos desastrosos. En que los
planes siempre se vengan abajo; en que una frase de amor susurrada al oído sea
respondida con desprecio; en que nos asalte un despecho tan terrible como el
cólera; en que nos sorprenda un mal estomacal durante una visita crucial. Y uno
tiene que estar preparado para hacer el ridículo cuando se enamora.
Pienso que
la principal falla de la película de Mike Newell —además de estropear el tono
caribeño del Gabo y desperdiciar a un magnífico Bardem— fue la incapacidad de proyectar esa ridiculez intrínseca del
amor. No debió ser muy trascendental la puesta en escena del momento en que
Florentino Ariza y el doctor Juvenal Urbino se encuentran en la oficina de
correos, porque no la recuerdo. Tampoco debió serlo el momento terrible en que
Florentino Ariza ve a Fermina Daza embarazada. Esos son momentos fundamentales
para comprender lo ridículo que te hace sentir el amor. Porque no hay ridículo
más grande que estar enamorado solo de una mujer que está casada con un hombre “perfecto”.
Releer El
amor supone, también, enfrentarse al hecho de que el amor en la
adolescencia es mucho más arrobador de lo que puede serlo más adelante. Las palabras
de Tránsito Ariza “Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas,
que estas cosas no duran toda la vida” anticipa que las ilusiones seguirán
llegando, pero cada vez menos fulminantes. La credulidad es un requisito del
amor. En los primeros amores, que ese sentimiento de plenitud y completa
satisfacción es el estado permanente de la pasión, y después, la convicción de
que éste amor será diferente al pasado y de que los errores se pueden prevenir
hablando. Pero, con el tiempo esos éxtasis emocionales empiezan a espaciarse, y
hay que ser Florentino Ariza, si se quiere tenerlos a los 80 años.
Creo que hay
espacios y personajes de la novela que no se exploran bien en la primera
lectura. Por ejemplo, el caso inicial, en el cual el doctor se revela como lo que
es: un moralista, correcto hombre de sociedad. El suicidio de Jeremiah de
Saint-Amour pasa desapercibido en las primeras lecturas de El amor
porque los personajes principales terminando siendo Florentino Ariza, Fermina
Daza y el propio amor. Pero, esta primera parte nos permite conocer al doctor
Juvenil Urbino, que por despreciable no deja de ser crucial en la novela. Creo que
esta descripción inicial de su muerte (bastante absurda) mitiga el desprecio
que le profesamos quienes nos sentimos solidarios con Florentino Ariza a lo
largo de su tortuoso amor no correspondido.
Un
Florentino Ariza —es bueno apuntarlo— que también se torna patético y impostado
más de una vez. Esos poemas lastimeros, sus teorías sobre el amor, la castidad
nominal, la fidelidad del corazón que le guarda a Fermina Daza, los dibujitos de
mal gusto en el cuerpo de Olimpia Zuleta por los que terminan matándola y los
perversos juegos con América Vicuña son todos elementos edulcorados y ridículos
de un viejo desubicado. Claro que le envidiamos a América Vicuña, en algún
momento de nuestras vidas y le recriminamos con creces a Sara Noriega.
Descubrir estos
pasajes, tener estas variaciones en la percepción, solo es posible con varias
lecturas de la novela, en los que cierta distancia de la historia central deje
espacio para consideraciones más del conjunto.
Por
lo demás, es una novela maravillosa que revisito cada vez con una mirada
diferente. Y me satisface encontrar algo nuevo ella a cada nueva lectura, reconciliándome
con algunos de pasajes y despreciando otros. Eso significa que es una novela
viva, pienso; una novela que evoluciona con uno y con la que vamos estando de
acuerdo en pasajes diferentes a medida que los años nos van pasando. Por eso
debe ser que es una de las pocas novelas de las que recuerdo su inicio de
memoria: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas siempre le recordaba
el destino de los amores contrarios”. Leí esas líneas una tarde, hace muchos
años, bajo el árbol de un estacionamiento cerca de casa en Coloncito. El árbol
ya no está y yo sigo sin saber cuál es el olor de las almendras amargas.