viernes, 18 de abril de 2014

RÉQUIEM HETERODOXO POR EL GABO (I)

S/T. 2014. Homenaje gráfico que Jonathan Osaru me ha prestado para ilustrar este homenaje escrito. Honor que me hace

En 2010, Bettina y yo asistimos al IX Encuentro de Investigadores de la Literatura Venezolana y Latinoamericana, que en esa edición se tituló “Lecturas que cambiaron vidas”. Se suponía que los ponentes debían presentar a los autores o libros que habían tenido un impacto significativo en sus vidas y por qué. A decir verdad, muy pocos de los asistentes respetaron las pautas originales de la convocatoria, pero quienes lo hicieron dieron maravillosos ejemplos en entretenidas disertaciones. Fiel a mi costumbre, no escribí mi ponencia sino hasta unas horas antes de darla, y hasta el último momento me debatí entre dedicarla a García Márquez o a Montaigne. Unos escrúpulos ridículos de escolar pretencioso me persuadieron de que García Márquez era un cliché, y que por más íntima y personal que fuera mi exposición, el lugar común, el llover sobre mojado, iba a aburrir a la audiencia. Me decidí por Montaigne, que también es uno de mis escritores favoritos, pero no fue una decisión sincera: el escritor que cambió mi vida fue el Gabo. Y lamento que en vez de un homenaje en ese momento, ahora tenga que escribir este réquiem para el responsable de mi pasión por la literatura.

I. 09 en Castellano y la cándida Eréndira
A pesar de que siempre fui un lector curioso, el primer lapso en 4to año de bachillerato me gané un merecido 09 en Castellano y Literatura porque nos pusieron como lectura la gran Doña Bárbara. Desde las primeras páginas me pareció una novela insoportable, tediosa e innecesaria. En realidad, nunca había leído una novela, así que no tenía la paciencia que amerita el descubrimiento de un gran libro, y sí mucho criterio atrofiado por la pedantería del adolescente.

La literatura que había leído, en su mayoría, eran cuentos y poemas. Casi todos de un magnífico libro de texto titulado Alegría de leer 4, que perteneció a mi padre y que él guardó desde 1954 o 55 y que hoy yo tengo en mi poder, como uno de mis mayores tesoros. Como decía, no había leído más que textos cortos y atlas de interés científico. Hasta que en el segundo lapso de ese mismo 4to año, la profesora de cuyo-nombre-quisiera-acordarme en este momento (ingrata memoria, “destartalado barquito”) asignó la lectura de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, toda la colección de cuentos, de la cual yo sólo copié el que da título al volumen.

Como dice Forrest Gump, es curioso como recuerda uno algunas cosas y otras no. Yo tampoco recuerdo mi primer par de zapatos o la última vez que entré voluntariamente a misa, pero jamás olvidaré la mañana en que me entregaron las copias del libro y lo abrí frente a la biblioteca del liceo y leí las trece palabras que definirían la relación más estrecha e íntima que he tenido con cualquier cosa en el mundo, después de mi familia: “Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia”. No sabría explicar por qué esas palabras tuvieron tan honda resonancia en mí. Uno recuerda muy mal los móviles ocultos del espíritu, cuando después de que el destino se ha revelado se intentan comprender las causas de acciones remotas. Lo cierto es que ahora quiero creer que la frase “el viento de su desgracia” me pareció una genialidad, distinta y más profunda que cualquier otra que hubiera escuchado antes. Y lo era porque las implicaciones de la frase iban más allá de lo que significaba. Como si las palabras ordenadas de ese modo pudieran transmitir la sensación de que uno comprendía la gravedad de los hechos que se desencadenaban con el vendaval mucho antes de que pasaran. Y ya no pude parar:
La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.
La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.

Cuántos adjetivos. Cuántos epítetos inverosímiles. Como si reinventara la Ilíada o la Odisea, para bien, ese inicio condensa lo grotesco y lo increíble con lo cotidiano a través de los adjetivos. Sobreadjetivar es un vicio de los escritores noveles, pero en un genio es un recurso de extraordinario valor. Supongo que entendí el realismo mágico más por lo adjetivos del Gabo, que por los análisis de clases. Esa imagen inesperada, pero exacta, que surge de una simple cualidad o característica, gracias a la cual uno se va imaginando los detalles físicos de un ambiente que no se puede describir de otra manera sin resultar desagradable.

Giro (twist) creo que le llaman en el cine al cambio brusco de la trama. La cándida Eréndira fue el giro de mis gustos fundamentales. Fue la primera novela que leí  completa (aunque más parece un cuento largo) y fue la primera vez que leía con pasión algo más por sus palabras que por su historia.

Leí y leí esa mañana, sin detenerme, sin prestarle atención a nada ni a nadie. Quizás dos o tres horas estuve leyendo, embelesado por esas construcciones lingüísticas, por cada palabra vieja, conocida o no, que ahora se reinventaba. No lo terminé porque el mediodía obligaba a abandonar el liceo, pero sí lo hice cuando en la noche me desocupé de las actividades intrascendentes de la adolescencia. Serían las once o doce de esa misma noche cuando pasé la última página y sentí por primera vez el vacío de terminar un libro que te ha atrapado sinceramente; el desamparo de que la vida continúe más allá de los personajes. Tenía 16 años y había aprendido a leer.


Como dije antes, leí unas copias incompletas, a las que afortunadamente alguien agregó la portada. Este diciembre que pasó, trece años y nueve meses después de aquella primera lectura, encontré la misma edición en el puesto de libros usados de Matute, un excéntrico vendedor de libros, filósofo popular, escritor irreverente, avispado conocedor del arte y la literatura en todas sus formas y militante genuino de sus causas. Le conté sin muchos detalles mi vínculo con esa edición del libro y entonces me lo dio como regalo de navidad, maravilloso regalo de Navidad. La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (siete cuentos), Editorial Sudamericana, primera edición, 1972, Buenos Aires. Me acompaña al costado izquierdo mientras escribo estas líneas.

La cándida Eréndira al costado izquierdo

7 comentarios:

  1. Excelente! uno de los cuentos que mas recuerdo de mi infancia del gabo fue la noche de los Alcarabanes! que aun cuando lo leo de adulto siento la misma sensacion del terror que me causo de niño jejeje

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    1. Esa sensación de volver al pasado cuando leo un texto del Gabo, siempre la tendré con "La hojarasca". Gracias por la lectura Prof. Jonathan G.

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  2. Gracias por este texto, nunca es tarde para homenajear a un grande. Es verdad que el evento al que fuimos no respetó, salvo algunas excepciones, el tema propuesto, qué pasaría ahí?

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    1. Imagino que lo que pasa siempre: la gente escucha lo que quiere escuchar y hace lo que quiere hacer (algunos porque ya lo tenían hecho).

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    2. Gracias a ti por la amable lectura, querida. Besos y abrazos.

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  3. En segundo año de bachillerato la profesora de Castellano nos mandó a leer "El coronel no tiene quien le escriba", ese fue el primer libro que leí del Gabo, y sí, aquella lectura también me conmovió, aun recuerdo una imagen en mi mente de niña: un anciano alejándose por una calle repleta de flores.

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